Un fin para «Nuestras humanidades»

El 15 de Enero de 2012 arrancaba la serie “Nuestras Humanidades” (en aquel momento sin nombre), coincidiendo con el naufragio del Crucero Costa Concordia frente a la isla italiana de Giglio dos días antes.

Hoy, 15 de Julio de 2014, ha llegado el momento de buscarla “un fin” aprovechando que ayer, tras un largo proceso, el famoso barco ha vuelto a flotar para ser conducido a los astilleros de Génova donde será desguazado.

En todo este tiempo “Nuestras humanidades” ha articulado un pensamiento sobre algunos aspectos claves de “nuestro tiempo” alrededor de esta nave que fue protagonista en Film Socialisme (Jean-Luc Godard, 2010), y que nunca llegó a hundirse del todo. Por lo tanto, su fin no puede corresponder a una fecha determinada, como si fuera el fin de su tiempo. Tiene que ser, por el contrario, una tentativa que logre conjugar el tiempo de su fin: la transformación del tiempo que el acontecimiento ha producido conjuntamente de una vez y para siempre. Del mito, de la Historia. Del Costa Concordia, de Juventud en marcha. De Ricardo Adalia Martín y de “algunas cosas” más.

Este fin es una condición que tratará de ser articulada alrededor de la película “Costa Concordia” y el movimiento que describirá a su paso por diferentes Festivales Internacionales. Aquí queda el trailer de este film concebido en formato 854×480, que podrá verse en este blog cuando el Costa Concordia haya sido despedazado por completo.

Misterios de Hong Sang-soo

Los grandes cineastas construyen sus películas alrededor de un secreto y un misterio. Mientras que el secreto se encarga de sostener silenciosamente el peso de la narración, el misterio se ocupa de guardarle celosamente. En Lubitsch, las puertas se muestran como un umbral que guarda el secreto de un triángulo amoroso: un secreto tras la puerta que acaba desvelando otro que jamás podrá ser revelado. En Garrel, al igual que en Cassavetes, el rostro de sus personajes al límite aparece como una superficie donde las intensidades afectivas de vidas sensibles y emocionales conectan con un secreto íntimo e indecible que les atormenta. Estas intensidades, estos estados de ánimo, son un indicador indirecto de lo inconfesable, de un secreto del corazón. En Rohmer, los largos paseos por grandes ciudades o pequeños lugares de vacaciones ofrecen el soporte a unas conversaciones donde la verdad baila con la mentira de dos personas que, quizás, lleguen a formar una pareja. Mientras caminan, mientras avanzan, van acercándose al secreto que les permitiría cumplir su deseo. Paradójicamente, cuanto más se acercan, más lejos se hayan de sustanciarlo. En Hong Sang-soo, el protagonismo recae sobre las mochilas con las que deambulan la mayoría de sus personajes. En un principio parece simplemente una forma recurrente de caracterización. Pero a medida que se va descubriendo su cine, la reiteración del detalle va cobrando una misteriosa dimensión.

 

Alguien, casi siempre un hombre, llega a un sitio con una mochila sobre los hombros. El arranque de las películas del cineasta coreano es así de sencillo. Le suele esperar alguien, como en La mujer es el futuro del hombre (2004). O no, como en Noche y día (2008). Después deambula por la ciudad, vive encuentros con amigos o mujeres, bebe, se emborracha, y si tiene suerte, hará el amor. En todo ese trayecto nunca le veremos meter o sacar nada de su mochila. ¿Qué esconden, qué guardan cuidadosamente? En el cine de Hong Sang-soo también encontramos bolsos que se cargan sobre un solo hombro. A diferencia de las mochilas, sí que llegamos a conocer lo que ocultan. Como en The Day a Pig Fell Into the Well (1996), donde una manzana, que introduce el escritor protagonista al comienzo del film, servirá de motivo recurrente en un momento posterior del metraje. O en Woman on the Beach (2006), donde el director de cine que sostiene buena parte de la narración transporta, el cuaderno de notas en el que recopila ideas para el guión que intenta escribir en la localidad costera que visita con unos amigos.

Acudamos a The Power of Kangwon Province (1998) para aclarar las ideas. En este film aterrizamos en una pequeña zona turística con unas chicas adolescentes. Son mochileras, y han decidido pasar sus vacaciones de agosto en esa provincia poblada de montañas a la que hace referencia el título del film. Después, en la segunda parte, acompañamos a un hombre al mismo lugar, también a pasar unos días de vacaciones junto a un amigo. A medida que avanza la narración, descubrimos que este hombre fue el profesor de una de las chicas y que mantuvieron una relación idílica en ese paraje al que ahora han acudido por separado, esperando encontrarse con sus recuerdos. Pero él estaba casado. Sigue casado. Y después de su escapada, busca trabajo recorriendo institutos en los que entrega el currículo que extrae de la bolsa que le acompaña a todas partes. Si tanto el escritor de The Day a Pig Fell Into the Well, como el cineasta de Woman on the Beach, mantenían una relación amorosa con dos mujeres a la vez, entonces podemos afirmar que ese bolso es algo así como el indicador de una culpa íntima, del secreto de un pecado.

Oki’s Movie (2010) aparece dividida en cuatro capítulos bien diferenciados. En el cuarto, acompañamos a una pareja mientras pasean por un parque situado en la ladera de una colina. Ambos cargan con una mochila. Son jóvenes, todavía no han adquirido compromisos irreversibles. No tienen que engañar a nadie. Por lo tanto, no puede aparecer la culpa ni el pecado porque no hay nadie más allá de ellos en ese momento. Sus mochilas, entonces, no contendrían nada: están por llenar. Como la de la chica de The Power of Kangwon Province. De momento, todo cuadra perfectamente. Pero recordemos a ese director que vuelve de Estados Unidos en La mujer es el futuro del hombre. Que vuelve con una mochila para reencontrarse con un amigo. Él está soltero y ha fracaso en su proyectos cinematográficos. Su amigo ha formado una familia pero no se encuentra satisfecho con su vida. Acaban de entrar en los cuarenta. Emprenden un viaje para reencontrarse con la adolescencia perdida. El director se enrolla con una amiga a la que había olvidado. Su amigo hace lo propio con una joven estudiante. Pero tenemos la sensación de que el director se siente culpable de lo que acaba de hacer aunque no mantenga ninguna relación paralela. Como si quisiera hacerse cargo del “error” que ha cometido su amigo. Y como si su mochila tuviera que funcionar como un dispositivo para la redención del otro. No obstante, la película va de eso, de personajes que llevan vidas que no desean, que ocupan lugares en los que no les gusta estar. Aun así, tampoco podemos asegurar nada.

Regresemos a Oki’s Movie, concretamente al monólogo que podemos escuchar en la primera parte del film. El chico que veíamos caminar es un estudiante de cine. Esa primera parte es en realidad el proyecto que ha filmado para presentarlo en un concurso de cortometrajes. Quiere homenajear a su profesor, que también es cineasta, recreando el hipotético debate posterior a la presentación de una película futura. Se imagina hablando como si fuera esa persona a la que admira: “No tenía ningún tema en mente. Mi película es similar al proceso de conocer gente. Conoces a alguien, te llevas una impresión, y eso te sirve para formar una opinión. Pero al día siguiente, puedes descubrir nuevas cosas. Me gustaría que mi película tuviera el tipo de complejidad de un ser vivo. Si me hubiera ceñido a un tema enfocaría todo a un único punto. No apreciamos las películas por sus temas. Nos han enseñado a hacerlo. Los profesores siempre preguntan: ‘¿Cuál es el tema?’ Pero antes de preguntárnoslo, ¿acaso no hemos reaccionado ya a la película? No tiene gracia meterlo todo por un embudo. Es demasiado sencillo. Pero quizás la gente prefiere las cosas sencillas.”

Es evidente que estas palabras son en realidad las de Hong Sang-soo. No es la primera vez que pone en la voz de sus personajes una reflexión sobre la relación entre el cine y la realidad. Tiene motivos más que suficientes para estar preocupado: cuanto más se esfuerza en construir imágenes realistas, más difícil resulta ver lo que pasa en ellas. Cuanto más sencillas y transparentes parecen, más misteriosas se vuelven. Cuanto más se acerca a sus personajes con zooms imposibles, más les separa de aquellos con los que comparte un espacio. En Woman on the Beach, el director de cine intenta explicar esta relación a una de las dos chicas con las que está enrollado. Dibuja en su cuaderno el esquema que se puede ver en la siguiente imagen.

 

Con este sencillo dibujo viene a decir que para ver en la realidad se deben tomar diferentes puntos de vista que la representen. Esas formas geométricas que podemos apreciar es la imagen que se va construyendo a partir de una pléyade de puntos de vista. Pero no dice que esa imagen, cuanto más grande se hace, oculta en mayor medida la realidad de la que parte. En un hermoso texto sobre el secreto en el cine de Cristina Álvarez López y Adrian Martín (Apuntes para una teoría del cine en http://cinentransit.com/), podemos encontrar unas palabras de Michelangelo Antonioni lo suficientemente elocuentes: “Detrás de cada imagen revelada hay otra imagen más cercana a la realidad. Y en el fondo de esta imagen hay otra imagen aún más fiel, y otra detrás de esta última, y así sucesivamente… Hasta la verdadera imagen de la realidad absoluta y misteriosa que nadie verá nunca”. En Hahaha (2010), dos parejas mantienen una conversación interesante sobre esta idea. Miran a través de una ventana a un vagabundo y discuten si seguiría siendo un vagabundo si le quitáramos la ropa y le laváramos, o sería siempre así, independientemente de la estética y el estilo de vida que se le impusiera.  Llegados a este punto, entiendo que en el cine de Hong Sang-soo, ir hacia lo “absoluto” es un mal negocio. Y que, como en algunos de los cineastas que utilizan el misterio como motivo, el viaje, el desplazamiento, las tentativas frustradas de alcanzar el secreto traen como recompensa el descubrimiento de otros inesperados.

 

Tomemos un ejemplo concreto; un pintor en busca de inspiración aterriza en París en Noche y día (2008). Espera a un taxi a la salida del aeropuerto. Viene con su mochila, por supuesto. Fuma. En seguida llega al hostal donde se aloja una pequeña comunidad de coreanos. Pasa los días visitando la ciudad con su mochila como compañera de viaje. Hasta que conoce a una veinteañera de la que se enamora. O que pretende ligarse, porque ni el mismo sabe qué le gusta. ¿Su belleza? ¿Su personalidad? Es un misterio lo que le atrae de esa estudiante de Bellas Artes que no le dijo toda la verdad sobre su vida. Que no le dijo que fue expulsada de la facultad por copiar a una compañera. El cortejo comienza y al mismo tiempo deja a un lado la mochila y comienza a pasearse por el París más bohemio con una bolsa de plástico de la mano. A través de su milimétrico espesor podemos adivinar cuáles son sus provisiones. ¿Un paquete de tabaco? Es posible. En las películas de Hong se fuma mucho y con estilo. Y él fuma. ¿Un libro? Probablemente. Él es un artista y suponemos que leerá algo. Suponemos, porque a los demás escritores y cineastas que pueblan la filmografía del coreano, no les hemos visto leer nunca. A lo sumo ojear libros, pasar algunas páginas como en el mediometraje Visitors (2009). Si en las mochilas y bolsas puede esconderse el pecado o la culpa de uno mismo o de un amigo, en esta podría guardarse el anhelo de padecer esos sentimientos. Porque nuestro pintor está casado. Su mujer se quedó en Corea y le llama todos los días para que regrese; no es la única que intuye que su marido no viajó a París para encontrar la inspiración del artista. ¿El amour fou que nunca pudo llegar a vivir? ¿O la culpa de haber engañado a su mujer?

Los personajes de Hong parecen no sentir nada de lo que les pasa. Dan la impresión de vivir inmunizados ante cualquier tipo de dolor y que buscan situaciones extremas, como el adulterio, para encontrar sentimientos que golpeen definitivamente su vida insatisfecha. Una vida que ha regresado al pasado, abrazando un hedonismo con el que tratan de mantenerse en cierto grado de adolescencia. No han vivido lo que les hubiera gustado e intentan ficcionalizar su pasado para encontrar un nuevo punto de partida. De esta manera entendemos que, cuando se tropiezan con su verdadero pasado, no sepan qué hacer. Como el protagonista de Turning Gate (2002), cuando se cruza con la mujer que fue su pareja y no es capaz de reconocerla. Ni siquiera cuando ella le habla y le cuenta “su” historia. En los últimos trabajos de Hong, como The Day He Arrives (2011), la desolación va en aumento. En este film, su protagonista llega a Seúl para encontrarse con un amigo. La ciudad está cargada de fantasmas. Antes de encontrarse con él, comienza a recordar una historia que vivieron juntos pero que no logra reconstruir. Lo intenta de cuatro maneras diferentes, pero en cada intentona desdibuja la identidad de todos aquellos que le acompañaron. La única certeza es su mochila. Aparece en cada una de las tentativas, que además, siempre desembocan en el mismo bar.

Los placeres mundanos, como el alcohol, siempre serán la manera más rápida de saciar un deseo insatisfecho. Algunas de las escenas más memorables del cine de Hong Sang-soo tienen lugar en bares y restaurantes. Se podría decir que las particularidades de su “toque” nacen de la capacidad que demuestra para filmar a grupos de amigos o parejas comiendo y bebiendo alrededor de una mesa. En esas escenas se genera un nuevo misterio: por una parte, las conversaciones solo parecen posibles con una alta tasa etílica en sangre; por otra, el mismo alcohol consigue reunir a las personas y que abandonen cierta dispersión en sus vidas. No hay término medio en estas reuniones; al final todos acaban borrachos. Cuando hay parejas de por medio, el momento acaba en una escena de sexo. Pero es curioso que cuando estos encuentros tienen lugar entre triángulos amorosos formados por dos hombres y una mujer, aquel que se lleva a la chica es el que más bebe, el último que queda de pie. El esquema se repite: salen los tres del restaurante y piden un taxi. El que está más borracho se vuelve a casa solo. El otro se queda con ella y se van a la cama juntos. El mejor ejemplo lo encontramos en Virgin Stripped Bare by Her Bachelors (2000).

El objetivo último de los personajes masculinos de Hong es follar. Bueno, el de todos los hombres, si apuramos el tópico. En la aventura de una noche intentan encontrar la salida a esa adolescencia perpetua con la que quieren redimir lo no vivido. Por supuesto, no les servirá de nada. El sexo aparece como algo doloroso, frío, distante. Siempre adoptan la postura del misionero y ninguno alcanza un verdadero placer. Algunas veces, los hombres tratan de engañarse a sí mismos con la complicidad de sus parejas. Las mujeres fingen, y ellos hacen que se lo creen. La mayoría de las ocasiones, ese encuentro sirve para sacarles de la realidad confusa en la que viven como en Tale of Cinema (2005). Pero la revelación tampoco les valdrá de nada, como en Like You Know It All (2009). Sus vidas se reinician continuamente, como en una película que se repite incesantemente. Les resulta imposible encontrar una experiencia que dé salida al presente que falsean. Aunque el problema también asola a las mujeres, puesto que los films de Hong aparecen planteados de manera especular, donde una de las partes refleja a las demás. Aunque es cierto que las únicas excepciones, las únicas que han conseguido encontrar aparentemente una nueva perspectiva a sus vidas son mujeres: la del utilitario azul en Woman on the Beach y la escritora de Visitors. Aparentemente, porque están solteras y al final de sus películas dejan a un lado el bolso que las acompañó durante todo el metraje. Así que me pregunto por qué en uno de los últimos trabajos de Hong Sang-soo hasta la fecha, encontramos escrita sobre una pizarra la frase: “El corazón de una mujer: un enigma eterno”. Creo que no diré en cuál.

Ricardo Adalia Martín.

Recuerdos de una mañana (José Luis Guerín, 2011)

Partiendo de la soledad, todo cineasta se relaciona mejor con el mundo que le rodea a través de las imágenes que de las palabras. Una pequeña cámara domestica basta para atrapar clandestinamente la belleza de la realidad, los instantes efímeros de felicidad, o los fantasmas que pululan por cada uno de los espacios que habitamos o transitamos. Una mesa (ordenador) de montaje completará el gesto del artista dando forma al pensamiento tras la observación. Así surgió En la ciudad de Sylvia (2007), de los viajes que José Luis Guerín realizó por diferentes ciudades durante 3 años registrando de manera furtiva toda una serie de rostros y presencias femeninas. En Recuerdos de una mañana (2011) el impulso del flâneur que anima toda su filmografía  se guarda celosamente en su propio domicilio. A la manera del ‘Jeff’ Jeffries de Rear Window (1954), Guerín mira atentamente desde una de sus ventanas hasta donde le alcanza la vista (la lente); los pájaros, las precipitaciones meteorológicas, un árbol o la insignia que acredita que el edificio situado justo enfrente fue construido en 1900.Y, como no, los vecinos que lo habitan. Hombres y mujeres que, al igual que Guerín, se asoman a sus ventanas para admirar la realidad que les rodea o para tomar, simplemente, un poco de aire en un día demasiado caluroso.

Pero resulta que, un día cualquiera, a uno de esos vecinos le dio por suicidarse. Guerín le había filmado mientras tocaba el violín en calzoncillos al lado de la ventana desde la que decidió poner fin a su vida. Intentando descubrir quien era aquella persona con la que había mantenido una especie de relación a través de las imágenes, pero con la que nunca llegó a entablar una conversación, el director sale a la calle con su cámara. Pregunta a los vecinos lo que sabían de aquel hombre que parecía a todas luces músico, y como recordaban el momento en que su muerte alborotó, momentáneamente, la tranquilidad de la pequeña esquina de la calle Casp de Barcelona que sirve de escenario. Las opiniones que recoge fragmentariamente son tan dispares como los entrevistados;  desde el elogio, al deprecio pasando por la mera especulación de los motivos del suicidio.  Realmente da lo mismo. Porque, no obstante, conocemos la debilidad de todo testimonio.

Guerín, asumiendo la derrota de su empresa, comienza a desplegar el gesto del artista. En primer lugar monta una especie de atlas a partir de su trabajo de campo. El roce de las imágenes escarba la realidad  para revelar la soledad que asola, como si se tratara de un mal endémico, a ese pequeño lugar donde resuenan los ecos de todo el mundo. Todos se conocen, saben perfectamente quien son sus vecinos y cada una sus rutinas. Pero son incapaces de entablar conversación alguna. «Faltan más parques y plazas» afirma uno de los entrevistados. Suena a excusa pero no hay reproche. Guerín, posteriormente, vuelve a mover su mano para llegar donde la vida no puede, buscando una suerte  de asociaciones imposibles entre cada una de esas historias, en principio, solamente testimoniales. Y encuentra la curiosa correspondencia que unía en la distancia a Manuel, nuestro violinista, con un saxofonista que también ensayaba enfrente de su ventana. Tampoco ellos se habían comunicado personalmente, pero la cámara logra descubrir  el dialogo secreto que mantenían gracias a los ecos de cada uno de sus instrumentos.

Recuerdos de una mañana forma parte del  Jeonju Digital Project. Todos los años financia tres cortometrajes a cineastas de cierto prestigio para ser proyectados durante las fechas que se desarrolla el festival surcoreano que lo ampara. En esta ocasión, Guerín comparte el honor con Claire Denis y Jean-Marie Straub. Pese al elevado interés del proyecto, por el que también han pasado Pedro Costa u Hong Sang-Soo, nunca se ha distribuido ni proyectado ninguna de sus piezas en España. Pero esta no será la única razón que impida la exhibición de este, por el momento, último trabajo de Guerín.  Alrededor de él se ha generado una polémica que evoluciona lentamente hacia la censura. La familia de Manel considera intolerable que Guerín robara imágenes de su intimidad para mostrarlas en medio mundo,  y cree conveniente que la película no llegue a ser exhibida públicamente.

Sin duda que este tema alrededor de la figura de lo público y su uso es sumamente interesante. Pero desgraciadamente vela todo lo que tiene de seductor este trabajo. Guerín, al igual que en trabajos anteriores, centra su mirada en el estudio de una relación muy singular con la ausencia y la pérdida. Y al igual que sucediera en Innisfree (1990), Tren de sombras (1997) o En la ciudad de Sylvia (2007) la realidad que se toma como punto de partida es una ficción. Es decir, la imagen  que una forma artística proyecta de si misma y que provoca tantos tipos percepción como miradas se orientan sobre ella. Manel, era una imagen para Guerín. La imagen de una mirada extrañada que percibe lo real como si fuera una ficción. Algo así como el dibujante de En la ciudad de Sylvia en que, en mayor o menor medida, nos hemos convertido todos hoy en día. Como expresa uno de los  entrevistados «cuando cayó el cuerpo creía que estaba en un reality-show, y que enseguida saldrían tres personas para decirme que todo era una broma»

Después de las asociaciones vecinales, Guerín consigue encontrar la suya. Descubre que Manel tenía casi su misma edad y que había trabajado como traductor para diferentes editoriales dejando como legado la traducción de dos libros. El Werther de Goethe. Un libro que, como reconoce el cineasta, le marcó profundamente en su adolescencia. Y Contra Sainte-Beuve. Recuerdos de una mañana de Proust. Conjunto de fragmentos de orígenes tan diversos como desconocidos que sirvió de ensayo previo a la búsqueda de ese tiempo perdido que ha obsesionado a Guerín durante toda su filmografía.  Tras su aventura, el cineasta vuelve a encerrarse en su apartamento con estos dos libros. Les filma con cariño, aunque se detiene sobre todo en el segundo. Arcadi Espada nos recuerda que “el libro es una requisitoria de Proust contra el principal crítico de su tiempo, Sainte-Beuve, y contra cualquier intento de vincular la vida corriente (el «ser social» lo llama Proust) con la obra de un artista”. El arte sirve para estas cosas.

Ricardo Adalia Martín.

Caravana de mujeres. Meek`s Cutoff (Kelly Reichardt, 2010)

Meek`s Cutoff no es un western. Nos sitúa en 1845 tras los pasos de una clásica caravana de pioneros (en la que el papel de las mujeres cobra mayor protagonismo que el de los hombres) viajando hacia el oeste para fundar una comunidad.  Tenemos un héroe que no puede guiar los sueños del aguerrido grupo porque es incapaz de encontrar el atajo ineludible para superar una montañas. También a un indio desarraigado, tan perdido como el grupo con el que se encuentra fortuitamente en medio del desierto, al que se le transferirá desesperadamente la tarea otorgada inicialmente al héroe tras su fracaso, pese a que nadie de la pequeña comunidad itinerante conoce su idioma. Aun así, debemos dejar a un lado la etiqueta y hablar de Meek`s Cutoff como un formato; de una manera de dirigir aquellas miradas donde se guarda la memoria de un género. Una economía de la atención y el deseo que opera a un nivel individual, y que cabe diferenciar de las narraciones evolutivas que se encargaron de dibujar un horizonte colectivo vinculante.  En ellas la forma artística ha quedado silenciada,  muda, inhabilitada para trasponer una determinada ideología en una forma narrativa asentada sobre unos códigos y una serie de variaciones temáticas básicas.

Esta ecuación dejó de funcionar cuando todos aquellos que pretendían heredar lo que quedaba del clasicismo entendieron que una ideología debía ser forzosamente política, animados por los diferentes cambios que estaba sufriendo el contexto social en la década de los sesenta, desde donde se alentaba vivamente la diversificación de puntos de vista sobre la administración de la vida. En un panorama cada vez más difuso, los directores comenzaron a tomar atajos hacia la simplificación y las viejas certezas, subvirtiendo la dirección de las operaciones cinematográficas tradicionales.  Se trataba de partir de los códigos genéricos que habían delimitado y conformado un imaginario concreto para volver a redefinir unos principios políticos en disolución alícuota. En este cambio de dirección se funda la trascendental diferencia de sentido; la forma perdía todo su potencial expresivo para convertirse en una mera instancia relacional cortocircuitada. Su consecuencia más severa podría denominarse aporía de la semejanza. Las palabras de Kelly Reichardt son lo suficientemente elocuentes para aclarar esta idea. «Una mujer escribió en su diario “Meek no conoce este territorio mejor que yo”. Su historia nos parece moderna: Un líder que conduce a la gente al desierto sin saber lo que está haciendo, cuyas decisiones dependen completamente de una lengua que no habla y que no tiene ningún tipo de respecto por la cultura de los nativos, nos parecía que tenía mucho de actual. Por otra parte, terminamos Meek`s Cutoff cuando fue elegido presidente Barack Obama. Les puse la película a dos colegas y ambos tuvieron la reacción: “¡Ah, ya veo, el indio es Obama!”»[1]

El gesto de Reichardt es un síntoma de nuestro tiempo que puede detectarse fácilmente en aquellas películas que consideramos como menos acertadas. Basta con orientar el rabillo del ojo hacia, por ejemplo, el panorama cinematográfico español de los últimos diez años para constatar la manera en que la Historia más popular se utiliza despreocupadamente para esbozar un presente crítico paralelo que servirá para explicar el presente verdadero, cotidiano, informativo. Se trata de reforzar positivamente al individuo con las certezas que ya conoce. Solapar, engarzando, el plano de lo actual a partir de lo histórico. Convertir en dato todo lo que antes fue arte, o por lo menos mostraba una intención artística. Por ello, todo relato fundacional carece de sentido, y lo que denominamos formato ocupa su lugar para agrupar a individuos rendidos y exhaustos por la plena conciencia de su situación y destino.

En el fondo nos encontramos con el eterno problema del fin de la Historia y su reescritura que ya detectaron nuestros antiguos en los albores de los tiempos del cambio. John Ford está ahí con la caravana de mormones que en Wagon Master (1950) pretende asentarse en un valle del Oeste. América ya ha sido oficialmente colonizada, los caminos hacia la quimera ya no presentan las mismas dificultades que para los pioneros. La aventura ha acabado, pero el camino sigue teniendo la misma longitud.  Un año después, el hoy poco recordado William A. Wellman rodó Westward the Women (1951). O Caravana de mujeres en su traducción al castellano. Una película poco citada para hablar de Meek`s Cutoff, aunque guarden evidentes paralelismos.  Aquí un grupo de vaqueros esperan en un valle californiano a que llegue la caravana de mujeres que ha partido de Chicago. En ellas, junto con el guía que han enviado a buscarlas, depositan las esperanzas de que la comunidad pueda llegar a perpetuarse  en el curso del tiempo. Entre ambas películas una diferencia se muestra tan sutil como sustancial: En la película de Ford el viaje ha sido ideado en el este y sus responsables se embarcan en él sufriendo cada una de sus penalidades hasta que llegan a su destino. En la de Wellman, la idea ha sido gestada en el Oeste por un conjunto de hombres que espera cómodamente la llegada de su futuro y ninguna narración será capaz de hacerles sentir todas las dificultades que esa caravana de mujeres ha sufrido en su aventura.

La gran idea que se esconde detrás del todo el cine americano  – y en extensión de gran parte de la cultura norteamericana – es, precisamente, el Movimiento. Con mayúsculas. Porque una nación gigantesca, conformada por grandes espacios,  necesitó de un mecanismo capaz de fluidificar la vida a la que ofrece soporte. Es ahí cuando la propia condición del dispositivo adquiere su condición política, aunque en su uso se funde una sutil pero sustancial divergencia. De nuevo Ford y Wellman: en el film del primero el movimiento sirve para alcanzar un destino, mientras que en el del segundo ese destino ya fijado es el que dicta el movimiento.

Kelly Reichardt es totalmente consciente de estas dos maneras de relacionarse con la forma y tiene muy presente que los problemas llegaron cuando al movimiento se le introdujo la variable velocidad. «Y el mundo marcha», es decir, el movimiento propio del cine debía solapar la velocidad de la vida a la de las nuevas ciudades en efervescencia. El destino pasaría a ser entonces el que dictaría el sentido del movimiento, cuyo eco puede escucharse en el cine americano contemporáneo más reflexivo, sobre el movimiento perpetuo de unos personajes que tratan de acceder al ritmo de la vida del que han sido desterrados. Estoy pensado en alguien como Gus Van Sant.

De esta manera puede entenderse que las películas de Reichardt sean una especie de contestación a la tendencia, y que su ejercicio para llevar a cabo su ejercicio de resistencia confiera a cada una de sus películas el carácter de road-movies en pausa, donde los personajes ven detenido irremediablemente el viaje que han emprendido. En Wendy and Lucy (2008) interrumpe el periplo de una chica que pretende emular una odisea beatnik. En Meek`s Cutoff a nuestros pioneros cerca de un paso de montaña. ¿Pero por qué detener sus travesías? Porque deben percibir que cada uno de los atajos que toman en su itinerario no son necesarios puesto que ni tan siquiera existe físicamente un camino que acortar: ¿Por qué robar una lata de comida para perros cuando se dispone dinero para pagarla? ¿Como alcanzar el sueño del Oeste con un guía que no conoce la ruta y además resulta imposible la comunicación con aquel en que se pretende delegar la tarea?¿Cómo llegar hasta Alaska con un coche averiado y sin más ropa de abrigo que unos pantalones cortos y una sudadera?

Lo absurdo del conflicto apunta a ese límite en el que surge una pregunta tan  inevitable como sensata: ¿Continuamos o nos damos la vuelta? La puesta en duda no logra diferenciar si la necesidad de movimiento viene dada por un afán de reescritura u obedece a la llamada de una reminiscencia tan lejana como el origen de la cultura que define el contexto que da cabida a toda la obra de la directora. Una pista: después de Old Joy (2006), los personajes de Reichardt siempre deciden continuar hacia delante justo en el momento que la película acaba.


[1] LEQUERET, Élisabeth: “Prisioneras del desierto. Entrevista a Kelly Reichardt”, Cahiers du Cinéma, n.º 49, octubre, 2011.

Ricardo Adalia Martín.

Lo que España necesita, no lo que merece.

1969, Rooster Cogburn (John Wayne), True Gift: «A un rata o la matas o la dejas en paz». 2011, Santos Trinidad (José Coronado), No habrá paz para los malvados: «rock&roll» y «a tomar por el culo». ¿Con dos cojones? No, con dos razones: La desaparición del mundo al que pertenecían y la pena eterna del que sabe que nunca más encontrará un refugio donde esconderse. Definitivamente se va. Se van. Pero mientras esperan a que llegue la oportunidad para consumar su huida dignamente, le echan una mano a la comunidad en la que sobreviven realizando una labor que nadie les ha otorgado, pero que tampoco nadie podría llegar a materializar. Porque ante todo despliegan una acción más allá de las palabras, de los gestos vacíos, igualada plenamente con el anacronismo pragmático que todo universo delictivo es en esencia. Ellos no hablan; planifican y actúan. Piensan globalmente, saben posicionarse estratégicamente. ¿Diferencias entonces?: Lo individual frente a lo colectivo, bailando sobre un límite difuso en el que solo parece caber una certeza: «cuando el malvado sangra, es buena la tragedia» Incluso cuando Coronado, después de todo, no ha logrado entender la importancia del personaje al que da vida: « El privilegio del actor es poder enriquecerte de trabajos a la medida en la que tú quieras involucrarte, y eso te llena, pero de Trinidad no había de dónde sacar ni aprender. De Santos Trinidad no había nada que quedarse, era el diablo».

«Soy Vicente», así, como conclusión final a La piel que habito. Dos palabras que deberían entrar de pleno derecho dentro del elenco de frases más importantes del cine español. Por su emotividad, por el momento justo en que llegan. Pero sobre todo porque se erigen vivamente como el lamento trágico de un cuerpo sin identidad totalmente consciente de su necesidad. Cuerpo ante todo, porque ha sido moldeado a conciencia a partir de la propia carne. Cuerpo después de todo, porque ha sido embalsamado con una piel sintetizada artificialmente. Nombre clave: GAL, una superficie que asoma como reminiscencia política  mientras el autor se empeña en estirarla cuidadosamente, sin llegar a imaginar que aquello a lo que envuelve, aunque ya no sea lo más profundo, todavía permanece vivo, mutando, envejeciendo, clamando silenciosamente. Vicente; cuestión sin solución, veneno sin antídoto. Un abismo identitario donde se constata como ha cambiado todo para que nada sea diferente.

«La mejor forma de huir de tus perseguidores sin dejar rastro es caminar hacia atrás, sobre tus propias huellas » El movimiento de Los pasos dobles; volver al western, a la película de aventuras, a las obras maestras como  The Man Who Would Be King (1975) para relacionarse íntimamente con su esencia, recobrando su sentido más físico;  la cámara pesa y cuesta avanzar sobre la arena. Como Howard Hawks o el propio John Huston, tomando el rodaje como pretexto para viajar en compañía de los amigos a lugares tan lejanos como desconocidos, emborracharse, descubrir las particularidades de sus gentes, los misterios que esconden, lo que cuentan sus leyendas. Leyendas del tiempo. Como palabras volubles, leves, ingravidas, encerradas en lugares sin tiempo como historias imposibles. Como si Makiko hubiera podido preguntar a Isra por qué no quiere cantar como Camarón cuando ella no puede, y este la hubiera respondido misteriosamente « ¿Cuál es la única cosa que al compartirla se destruye?»

Entonces…

Todo empezó de manera bastante inocente; yo quería echar un polvo. Eran las tantas de la mañana y conduje hacia las afueras de la ciudad esperando que alguna puta todavía no hubiera ganado lo suficiente esa noche. Tuve suerte, el primer local con que me crucé tenía las luces de neon encendidas. Baje del coche excitado, abrí las con violencia dos hojas de la puerta de entrada y me detuve súbitamente ante la escena que se presentaba ante mis ojos. A un lado de un pequeño espacio dibujado por una barra en forma de ele, se encontraban dos negros con el cadáver de un tipo trajeado a sus pies. Uno de ellos sostenía una enorme pistola que apuntaba al otro lado de mi panorámica visual, donde una chica de piel blanquecina y reluciente se sostenía como si fuera una estatua.

– ¡No lo hagas Vicente!

Pero Vicente no hizo caso a su compañero y disparó; la chica cayó al suelo como si fuera una muñeca que se deshincha lentamente. Me di la vuelta y no me quedó otra que correr hacia mi BMW recién estrenado y huir rápidamente.

Ahora, después de unas cuantas semanas con los tipos pegados a mi espalda, creo que finalmente he podido encontrar un lugar donde esconderme. Aquí, donde me hallo cosiendo las heridas sangrantes de mi abdomen mientras hago como si todo hubiera sido mentira, como si todo lo que vivido en este corto espacio de tiempo no hubiera ocurrido realmente.

Ricardo Adalia Martín.

Verano de 2011: La madurez de Hollywood (II)

DOS. Generalmente, la aparición de un monstruo en una película viene a simbolizar una serie de miedos o traumas que un individuo no ha podido superar durante su infancia, o la infinita desmesura de un inconsciente colectivo que una comunidad no se atreve a mirar o nombrar. En cualquiera de los dos casos, la manifestación, casi siempre repentina, deja consecuencias trágicas. O una aparente pléyade de secuelas psicológicas irreparables, o un sendero de muerte y destrucción en aquellos lugares donde se produce el acontecimiento. Extremos, en todo caso, donde la razón tiembla siendo incapaz de contener el advenimiento de una crisis fatal.

En Super 8 (2011), J.J. Abrams coloca en el centro de su relato a un monstruo liberado fortuita e inocentemente por el grupo salvaje protagonista durante el rodaje de su película amateur en el formato que evoca el título al film. Poseídos por el espíritu make yourself que debía flotar en el aire al final de la década de los 70 en Estados Unidos, contagiados por el espíritu de aquellos directores que hoy marcan tendencia en Hollywood con cada una de sus mega-películas. Hablamos, entre otros, de su productor, Steven Spielberg. Inicialmente podríamos pensar que el gesto del discípulo no pretende ir más allá de la pura nostalgia, integrando al mismo tiempo las películas adolescentes con las de monstruos sobre el esquema que Spielberg ha repetido una y otra vez a lo largo de su filmografía: una eterna persecución que nunca logra materializarse dejando una ingente cantidad de daños colaterales. Pero una diferencia se muestra sustancial en esta comparación: La aparición de una cámara, como un dispositivo que al mismo tiempo crea y resuelve los problemas.

Al igual que ocurriera en Cloverfield (Matt Reeves, 2008) en la que Abrams obró como productor, la cámara es consciente de su poder para convocar y materializar todas las amenazas latentes de lo real, convirtiendo  sus espacios escénicos en estados de excepción donde el ejército administra la vida y se gesta un nuevo tipo de héroe; aquel que es capaz de vencer al miedo, y pese a todo, continuar sosteniendo la cámara hasta las últimas consecuencias. En el tiempo de la plena visualidad, la principal tarea del héroe no es la de actuar sobre la realidad, sino la de registrar todo aquello que le sobrepasa para constituir una memoria sobre la que se operará cuando todo haya pasado. ¿Qué hacer ante un acontecimiento inabarcable, desbordante? Focalizar, encuadrar, revelar, emitir y mostrar. Todo puesto al servicio de una promesa de redención futura después de que la técnica haya posibilitado la creación de un tiempo real  adherido al presente en el que resulta imposible cualquier operar bajo cualquier tipo de acción simultanea.

La distancia que separa Spielberg de Abrams puede extrapolarse a la que se extiende entre la etapas de transito desde la infancia y la adolescencia. Los protagonistas de Super 8 son niños que están comenzando a percibir la adolescencia gracias al campo de aprendizaje que supone el rodaje en el que tienen depositados todos sus sueños. Los de Cloverfield, adolescentes tardíos, que una vez encontrada una cierta estabilidad laboral y comenzando a emanciparse del hogar paterno, pasarán a ser considerados adultos de pleno derecho. La diferencia entre estas dos etapas es tan sustancial como determinante. Todo aquello que queda reprimido en el primero de esos tránsitos siempre podrá ser subvertido y redimido cuando llegue el momento de atravesar el segundo. El mejor ejemplo es, precisamente, la generación que abanderan Spielberg, Lucas y Cameron. Pero, ¿qué ocurre con todo aquello que va quedando irresuelto en el segundo de esos travellings vitales? ¿Cómo podrá llegar a ser colmado o satisfecho?

Abrams nació en la década de los 60, al igual de la mayoría de directores que forman el “núcleo duro” de la factoría Apatow. Todos ellos fueron adolescentes durante el tiempo que recrea Super 8 y orientaron su mirada con las mismas películas. Sin embargo, es curioso que no haya sido hasta este verano cuando uno de ellos se ha decidido a colocar en el centro de sus imágenes un monstruo. Si bien, técnicamente, no se adecua en exceso a la idea que tenemos de lo que debe ser un monstruo.  Pero monstruo al fin y al cabo. Aunque lleve 50 años en la tierra esperando volver a su planeta. Paul (Greg Mottola, 2011), alienígena-monstruo, amable, domesticado, a la manera del ET de Spielberg. Y un monstruo que además se asemeja al de Super 8 porque, como repiten los niños-directores, “no es malo”.

Efectivamente, lo que falla es su imagen porque no es sincera, porque miente sobre aquello que realmente esconde y que, por supuesto, solamente un niño puede percibir gracias a su inocencia. Paul se encuentra en un estadio parecido; tiene que volverse invisible porque todas las representaciones de seres alienígenas juegan en su contra, son inasumibles para una mirada humana. Esta idea es difícil de entender incluso para los dos freaks ingleses expertos temas extraterrestres con los que se va de viaje. Sin embargo posee algo extremadamente valioso: la capacidad de habla.

Podría establecerse una simetría entre los dos tipos de protagonistas y cada uno de sus monstruos. Los niños, como niños que son, todavía no han adquirido la capacidad de la palabra. Es decir, que su opinión pese en una conversación, que sus palabras sean tenidas en cuenta por sus mayores. Son pura imagen de aquello que representan. Enfrente se hallan dos outsiders tardo-adolescentes con talento para novelizar todas sus experiencias, aunque las disfracen detrás de un velo de ciencia-ficción. Sus palabras son, por lo menos, escuchadas y leídas por alguien que no sean ellos o su círculo más cercano. Pero les falta algo; un nombre. Ese que solamente se adquiere cuando en la madurez adulta se mira alrededor y se constata que se está solo, que aquel grupo de amigos en el que se comenzó a experimentar lo que es la vida, no es más que el vago recuerdo de lo que nunca volverá a ser.

Paul, habla mucho, pero no dice verdaderamente nada hasta que, curiosamente, cierra su boca. En una tienda de comics, cuando sintiéndose amenazado decide mimetizarse con el entorno, convirtiéndose en una figura de ciencia ficción a tamaño real. Como el Yoda que se encuentra a pocos metros a su espalda. En ese momento en que la película, además, se vuelve silenciosa por primera vez, se revela en la distancia entre las dos figuras, entre los dos adorables monstruos de color verde, lo que significa la palabra madurez.

Ricardo Adalia Martín.

Verano de 2011: La madurez de Hollywood (I)

UNO. La última comedia de la factoría Apatow viene a constatar lo que muchos sospechábamos: la inmadurez que se pretende captar tanto en las películas que dirige como en las que produce no es la de sus personajes principales, sino la de todos aquellos que les rodean y con los que se relacionan.  Por eso cabe deshacerse de ese axioma que ha quedado asumido entre todos aquellos que miramos sus películas y que viene a decir que cada uno de esos trabajos retrata una especie de tour de forcé desde una adolescencia tardía hasta la edad adulta. Para ellos se debe dejar a un lado la observación de que cada uno de esos rituales atravesado para alcanzar la madurez (suponiendo que coincide con esa edad adulta), y realizar un estudio detenido de los comportamientos de cada uno de los personajes que aparecen en la escena.

Recapitulemos; en La boda de mi mejor amiga (2011) tenemos a una chica a la que da vida ese nuevo mito de la comedia que es Kristen Wiig: ha fracasado en sus relaciones de pareja y en el trabajo, pero todavía la queda la amistad. La boda de su mejor amiga aparece como un incómodo espejo que la recuerda tanto quien es como su posición dentro de la micro-sociedad por la que se mueve.  Está sola, pero sabe el por qué de su situación. Es consciente de sus limitaciones, de sus fracasos, de cada una sus pequeñas renuncias. A ojos del mundo su vida será siempre un fracaso; si, pero ella ha tomado esa decisión y asumido cada una de las consecuencias. Por eso cuando comienza a interactuar con el resto de mujeres con que comparte despedida de soltera, empiezan a revelarse todas las disfunciones afectivas (inasumidas) que estas padecen como un patología crónica. Parece que todas han triunfado; en mayor o menor medida poseen un buen trabajo, una familia, o un marido que pueda mantenerlas dentro de un nivel de vida elevado. Después de recorrer los meandros de su insatisfacción, comprobamos como la máscara de éxito aparente esconde la más cruda de las desilusiones además de una tremenda inmadurez. Desde luego que han pasado por cada uno de los juegos sociales que acreditan haber alcanzado la edad adulta, pero solamente como una experiencia vacía. Su insatisfacción sexual es tan grande como la cultural: les falta incluso con quien hablar, con quien compartir una conversación verdadera. Es decir, lo esencial.

Quizás debamos acudir de nuevo a películas como Virgen a los 40 (2005) o Lio embarazoso (2007) para comprobar que la circunstancia no es nueva. En la primera, como el propio título indica, su protagonista no había experimentado su primera relación sexual a los 40 años. Un escalón que, según se dice, debe superarse en la adolescencia para acelerar de una manera logarítmica el proceso de madurez de un individuo. Sus amigos, o mejor dicho, sus compañeros de trabajo, descubrían su secreto y trataban de ayudarle en el reto que él no se había impuesto. Pero en cada una de las noches de fiesta se iba desgranando la verdadera inmadurez esos compañeros a través de una serie de comportamientos sexuales y afectivos que chocaban frontalmente con la imagen que ofrecían a la luz del día. En Lío embarazoso ocurría algo parecido. El protagonista, joven y feo, se encontraba con el milagro de ligarse en una noche de fiesta a la chica más guapa de la discoteca con la mala fortuna de dejarla embaraza. El conflicto se desataba posteriormente al chocar su decisión de asumir las consecuencias de una noche de desmadre llevando hasta el final el embarazo con la de la familia de la chica. En el combate entre los ricos y el pobre iban apareciendo poco a poco la sintomatología de una familia desesctructura e insatisfecha, pero colmada de dinero y una gran posición social, incapaz de asumir ninguna responsabilidad impidiendo, además, que alguien la tomara por ellos.

Antes fueron hombres, ahora son mujeres. Pero los escenarios son los mismos: bodas y despedidas de solteros en los que se ha visto la propaganda de unos valores conservadores, tradicionales y reaccionarios. Sin duda que el sentido es todo lo contrario. La actitud de cada uno de los protagonistas pretende desenmascarar el juego, el ritual, no aceptar cada una de sus reglas. Tampoco estamos hablando de una facilona crítica social a una ceremonia trágica (y en cierto modo patético) y cada uno de sus daños colaterales. Sino de cómo la forma más falsa de lo real se convierte en una potencia pura que logra revertir su sentido primero para constatar cada una de las taras y debilidades de los cimientos que sostienen la vida. Y que por eso mismo casi nadie se atrever a mirar y reparar. Resulta demasiado doloroso. Resulta demasiado peligroso.

La resaca de una resaca. Resacón 2 ¡Ahora en Tailandia!

«Cuando un mono se la machaca, es gracioso en cualquier idioma». Pero, ¿por qué resulta tan gracioso a pesar de que la broma ha sido repetida en un sin fin de películas, incluida la que nos ocupa? Pues porque a consecuencia de la reiteración ya no podemos reinos con ella,  sino de nuestra propia incapacidad de hacerlo espontáneamente. Esto es a lo que Jordi Costa llama post-humor, y Resacón 2 ¡Ahora en Tailandia! podría ser el ejemplo perfecto de la definición. Vendida concienzudamente como una secuela, aunque sus imágenes sean una perfecta reescritura de la exitosa primera parte,  su resultado final no ha dejado contento a casi nadie; cada uno de sus chistes, de sus bromas, de sus situaciones cómicas trasladadas desde Las Vegas a Tailandia son una suerte de variaciones alrededor del imaginario construido en la primera entrega, incluida la famosa elipsis de la despedida de soltero. En Resacón 2 ¡Ahora en Tailandia! todo nos deja insatisfechos porque tenemos en la memoria cada una de los giros narrativos que la primera parte introducía como novedad. Las risas son escasas porque durante el vagabundeo del grupo salvaje por las calles de Bangkok conocemos fehacientemente cada golpe guión que nos conducirá hasta las fotografías que dan testimonio de todo aquello que pasó la noche de la despedida de soltero.

Todd Phillips cultiva a la perfección el exitoso patrón que gobierna del cine americano contemporáneo. Siguiendo la premisa fundamental de la larga tradición cinematográfica en la que se encuadra, su principal objetivo busca (como ha sido siempre) construir espectadores. Es decir, que cada uno de los miembros que componen el público de una película acabe con la sensación de que ha sido más listo que el propio director después de haber descubierto cada uno de esos sombríos recovecos narrativos que valorizan su conjunto. Para ello basta con distribuir sucintamente a lo largo de todo el metraje toda una serie signos reminiscentes que el espectador irá captando para componer a modo de puzzle un conjunto revelador. El final del metraje se encargará de mostrar que no se ha equivocado. Resacón 2…no deja margen a la duda: desde ese tatuaje tribal que lucía originalmente Mike Tyson, hasta la camiseta estampada con un perro que viste el personaje interpretado por Zach Galifianakis, y que evoca la mítica escena de “Listos para ser muy perros”. El prio, claro está, son las imágenes que vienen a satisfacer el deseo generado con esa elipsis de la gran juerga. Pero algo se escapa en esta tentativa de aprender ese momento originario, idealizado e incluso edénico. La exclusión racional de esa despedida de soltero hace aún más presente la pregunta que flota inconsciente en cada imagen gracias a la pueril actitud de cada uno de sus protagonistas: ¿Qué es un adulto?

Las nueva comedia americana, con películas como Virgen a los 40 (Judd Apatow, 2005), Paso de ti (Nicholas Stoller, 2008) o Adventureland (Greg Mottola, 2009), se ha tomado  bastante en serio la cuestión. Si bien la conclusión a la que llegan finalmente es tan clara como resignada: solamente un compendio de rituales grupales por los que debe pasarse obligatoriamente. En la etapa adulta no cabe ningún indicador que la pondere, solo una especie de pasaporte obtenido a partir de la exhibición pública de ese transito en el que se deja atrás la adolescencia. Sin duda un ritual vacío debido a su exterioridad, sobre el que trabajan eficazmente estas comedias, aprovechando la perpetua confusión a la que se condena a cada uno de los individuos que las protagonizan, y a los que podemos englobar en dos grupos perfectamente diferenciados. Por un lado tenemos a los adultos propiamente dichos. Aparecen instalados en cierta estabilidad material, pero su vida sentimental es un desastre. A la mínima oportunidad que se les presenta se corren una juerga en la que tratan de retrotraerse a la adolescencia buscando una respuesta que años atrás no pudieron encontrar. Por otro, tenemos a los adolescentes a punto de dar el salto definitivo hacia la madurez. En ellos, como es lógico, todo es confusión. Sobre todo con el sexo y las relaciones sentimentales. Pero al igual que los adultos, aprovechan cualquier fiesta para encontrar aquello que falta a su identidad.

Adultos y adolescentes toman en la pantalla el mismo punto de fuga y son incapaces de encontrar en él nada más que una maniobra vacía que les empuja a peregrinar de resaca en resaca sin encontrar lo que debería ser su verdadero valor: la comunicación. Los adultos utilizan el alcohol como objetos preciados para abandonar a toda costa el desierto del silencio. A los adolescentes no les queda más remedio que el botellón. Las imágenes (cinematográficas o informativas) presentan habitualmente la primera actitud como correcta y civilizada. A la segunda como una barbarie, como una lacra que asola a una juventud que únicamente pretende emborracharse lo más rápido y barato posible. La realidad, sin duda, no se acopla a estos esteriotipos. ¿Cuántas veces hemos visto a cuarentones saliendo a gatas de bares de moda? ¿A cuantas fiestas universitarias hemos acudido solamente para ver a los amigos que dejamos en el instituto? No lo debemos olvidar; la bebida es el camino más corto para hacer fluir las palabras, para entablar rápidamente una conversación. Sin embargo, todo queda en una mera exhibición de conductas adquiridas que vacían de sentido cada comportamiento. ¿Para qué beber? Cada uno tendrá su respuesta. ¿Cómo beber? Está cuestión, sin duda, revela las carencias comunes de nuestras conductas.

El cine hoy en día parece incapaz de atrapar estos momentos porque ha perdido su tacto con el ritual de la bebida y ni siquiera volviendo la vista hacia Ozu, Ford o Fassbinder, podrá dignificarle de nuevo. Aunque, por supuesto, existen excepciones como la de Quentin Tarantino. Ninguna película como Death Proof (2007) recoge mejor lo que es salir una noche de fiesta con los amigos, escoger un bar por su ambiente, la bebida para cada momento, y la música para cada estado de ánimo. Pero también lo que significa beber, los ritmos, las cadencias, los tiempos muertos que necesita toda buena borrachera. Ese tiempo dilatado en el que surgen, quizás, las conversaciones más interesantes de la vida, y que lo son, precisamente, porque en ellas puede nace la imprescindible valoración personal del contexto y de las circunstancias en un momento determinado. Los puntos de fugas etílicos no son “desmadres a la americana” de una noche copas. Más bien son un entrenamiento perfecto para aquello que no se enseña en la escuela: la toma de decisiones. En los colegios se promulga la enseñanza conceptual. Algunas veces se fomenta la de la toma de decisiones. Pero desde luego que siempre se elude todo aprendizaje sobre la valoración de posturas adoptadas y sus consecuencias.

Las protagonistas de la primera parte de Death Proof se pasan la noche tomando decisiones y evaluándolas. Por triviales que parezcan, son decisiones meditadas. Siempre desde una tremenda conciencia, a diferencia de los protagonistas de cada una de las dos partes de Resacón… En este momento podríamos comparar la madurez femenina y la masculina, aunque nos equivocaríamos de camino a seguir. Porque no estamos ante una cuestión de género, sino ante una cuestión visual: Phillips separa pasado y presente (de sus personajes y de las imágenes de la propia película) eludiendo lo primero para presentárnoslo como una instancia que puede dominar. Y así le va, porque en Resacón 2… comienzan los problemas con el cuerpo: un tatuaje indeseado, un dedo mutilado o una cabellera rasurada son algunas de las marcas visibles de apariciones invisibles de lo inconsciente o reprimido. La resaca de la resaca ha dejado de ser un juego. Por el contrario, Tarantino escoge para su “grupo salvaje” a mujeres  hechas y derechas que visten y se comportan como adolescentes. Técnicamente, son cuerpos adultos que encarnan trágicamente un pasado púber hasta el final de su noche de fiesta, donde se topan con que no tendrán ninguna oportunidad para experimentar la resaca. En ese momento, las mutilaciones, tanto de sus cuerpos como de las imágenes de la propia película, nos recuerdan que aunque sea posible vivir una doble vida, solamente existe una única muerte.

Magdalena Kubisova.

Revista El rayo verde

El rayo verde nació en 2007 con la vocación de servir como complemento a la programación del Cine Club Calle Mayor.  Pero una vez alcanzada su quinta entrega pretende expandirse hasta encontrar una identidad que logre englobar dentro de sus páginas un panorama cinematográfico más amplio. Además de en versión electrónica puede conseguirse gratuitamente impresa en papel a través de la dirección revistaelrayoverde@hotmail.com.

Mutilaciones digitales. El cine “noughties” de Pedro Costa.

Un tipo negro mira ensimismado hacia una pared pulcramente blanqueada. Está observando una grieta que la atraviesa de lado a lado y que solo él parece ver. Se llama Ventura y hace algunos años, cuando trabajaba como albañil antes de que una enfermedad le obligara a jubilarse, la levantó con sus propias manos. Para cualquiera esa fisura sería invisible,  pero para su honor de artesano es algo más que el moratón del irremediable paso del tiempo.

Pedro Costa también es un artesano aunque en los últimos años la crítica le haya convertido en un autor. Por eso filma esta escena de Juventud en Marcha (2006) con el mismo detenimiento con que Ventura mira a su pared. Escruta las grietas de una presencia física portentosa alargando la escena durante un par de minutos. No hay prisa. Espera el momento en que a su hierático protagonista se le escape un gesto, un movimiento capaz de liberar alguna idea acerca de lo que piensa. El registro utilizado parece documental, pero cuando el espacio se queda vacío, cuando Ventura desaparece de la escena y pervive la sensación de que quizás no volvamos a verle sobre un plano que ha quedado ausente, el tiempo comienza a engordar hasta hacerse demasiado pesado. Un corte de montaje se convierte en algo más que un anhelo para el espectador y la desesperación óptica se siente como un mal físico. Estamos colocados sobre el tiempo de película y comenzamos a apreciar las dimensiones de la grieta a la que miraba Ventura. Entonces el corte deseado aparece y c nos sorprende. La escena misteriosa da paso a la siguiente, pero en esencia no parece haber cambiado nada.

Corte 1. Espacios poblados.

Como la pared de Ventura, la filmografía de Pedro Costa está atravesada por una falla que la divide en dos partes perfectamente diferenciadas. Alrededor del año 2000, después de rodar O sangue (1989), Casa de Lava (1994) y Ossos (1997), y de gozar de cierto reconocimiento en festivales internacionales, decide dar un cambio radical a la concepción de su cine impulsado por un problema de conciencia. Sus palabras son lo suficientemente elocuentes: “Ossos funcionó muy bien, era una película culta, a la moda, todo el mundo hablaba de ella. Pasó por todos los festivales. Triunfó en Venecia. Paulo (su productor) me dijo «La siguiente va a ser increíble». Me asusté mucho porque me vi haciendo un Ossos aún más estilizado, o menos…, o más. […] No estaba contento del éxito de Ossos, digería mal todos los debates a los que iba, aquí, en Paris, y por todos lados. Había algo que no pasaba. Es una historia bastante incompleta y bastante cobarde, porque está protegida por el cine, por el equipo de producción. No afrontaba la realidad” [1]

Efectivamente, su cine había discurrido bajo los patrones de cierto concepto cinematográfico muy europeo situado dentro de las coordenadas estéticas de la frontalidad y el distanciamiento formal, que al mismo tiempo proyecta una mirada abnegada, melancólica y complaciente hacia aquello que mira. Las buenas intenciones de una conciencia social ya no bastaban para retratar la historia de una enfermera que acude a Cabo Verde para cuidar a uno de su pacientes que habían sido deportado en Casa de Lava, o al joven drogadicto que pretende vender a su hijo recién nacido en Ossos porque no sabe qué hacer con él. Seguir acercándose de esta manera – como continua haciendose habitualmente en cine más social –, con un gran equipo de producción a un grupo humano excluido o a un espacio reducido a sus ruinas, por lo menos se puede calificar de hipócrita. Porque en esencia, ese ejercicio en que cada una de las dos partes implicadas no parte de la posición, no hace más que alimentar la desigualdad a través de las imágenes.

A partir de esa toma de conciencia el nuevo “sistema Costa” toma impulso, paradójicamente, de una metodología utilizada por una industria tan desmesurada y megalómana como la que gobernaba al mítico sistema de estudios del Hollywood más clásico. Solo que ahora de manera actualizada, reducida a una sola persona. A la del propio Pedro Costa, equipado con una pequeña cámara miniDV, un foco artesanal y un cuaderno de script. Con esas pocas provisiones se adentró en el barrio marginal de Fontainhas para hacer de y en él su propio estudio de rodaje. Tanto en el Hollywood clásico como en su “Hollywood” particular, el dinero no es la variable sobre la que operan las imágenes. Bien sea por exceso o por defecto, este “factor” se disuelve para dejar paso al espíritu, a las ganas de sacar adelante a un proyecto en común, y en el que todo aquel que participa está – o en teoría debe estar – implicado. He aquí el concepto más cercano a lo artesanal.

Costa ya había estado en Fontainhas para rodar Ossos, pero en su regreso trataba de explorar el barrio buscando todo aquello que había sido incapaz de ver algunos años antes. En ese espacio ruinoso, abandonado a su suerte, donde las drogas devastan a casi todos los que todavía viven allí, Costa encuentra a su particular star system: Vanda Duarte y Ventura. Presencias físicas que enraizan con los arquetipos clásicos de una Joan Crawford o un John Wayne. Pero la pátina que recubre su amargura deviene y trasforma en una realidad difícil de mirar. Vanda vive enganchanda a la drogas y únicamente se dedica a “asesorar” a todo aquel que pasa por la habitación que da título a No cuarto de Vanda (2000). Por el contrario, Ventura se mueve muchísimo en Juventud en Marcha. Vaga todo el día buscando a los hijos que se inventa para calmar la melancolía por una vida dividida, entre su Cabo Verde natal y el espacio espectral por el que transita.

A primera vista podría pensarse que estamos ante un nuevo acercamiento a la miseria del mundo, a uno de esos reflejos incómodos de lo que escondemos bajo la alfombra. En el registro aparentemente documental utilizado para su empresa da la impresión de que Costa trata de presentar la desgracia en todo su esplendor justificado, además, la necesidad de acercarla. Nos equivocaríamos de medio a medio. Su cine no trata de rastrear psicológicamente las causas que han precipitado una situación que a los ojos del espectador acomodado siempre es escandalosa. Todo lo contrario. Su tentativa no escatima esfuerzos para mostrar lo que puede un cuerpo reducido a una forma de vida. Sus imágenes low cost registradas con una cámara domestica, se equiparan a los cuerpos en un régimen de calidad similar para ver lo que pueden a partir de ese momento con ayuda de la ficción que interpretan y les apoya. Son cuerpos ruinosos, devastados por las drogas, por el paso del tiempo, por el trabajo. Las imágenes de Costa recogen las potencialidades de lo que queda de ellos. No hay nostalgia, ni lastima, ni complacencia: Solo dignidad. Dignidad estética.

Corte 2. Ne change rien.

Seguramente que si Ne change Rien (2009) ha sido la primera película de Pedro Costa que has visto, te estarás preguntado que tiene todo esto que ver con una actriz tan “pija” como Jeanne Balibar intentado interpretar todo aquello que se le ponga por delante. Debemos acudir al imperativo al que hace referencia el título del film, “No cambiar nada para que todo sea diferente”, tomado de un sampler de Histoire(s) du cinéma (Jean-Luc Godard, 1988-1998) para encontrar la repuesta al impulso que mueve todo el cine de la “nueva” era digital de Costa: El de los cuerpos tratando de acoplarse a un ritmo; de la música, de la vida, de la ficción, de las imágenes. Porque el cine del director portugués se sitúa a la distancia justa de las dos instancias entre las que se debaten los cuerpos. Entre su propia vida y las ficciones que las rodean. Cada una con su tiempo, con sus cadencias, con sus movimientos invisibles. ¿Cómo acceder a cada una de ellas una vez que las fronteras se han difuminado? Tal es el secreto y la fascinación del cine de Costa, que algunas veces nos parece el documental de una ficción y otras una ficción documentada. Pero este debate debería ser considerado ya como poco interesante aunque siga vigente desde que Juventud en Marcha pasara por Cannes en el año 2006 creando uno de los mayores debates contemporáneos alrededor de un régimen estético y descubriendo para el mundo la filmografía del director portugués. Sin embargo, en algo se ponían de acuerdo tanto los admiradores como los detractores de la película: aquellas imágenes, pese a su precariedad, emanaban una fuerza especial y disponían de una personalidad propia.

Costa, criado cinematográficamente en la filmoteca de Lisboa dirigida por el hoy fallecido João Bénard da Costa, vio y vivió intensamente las imágenes de John Ford, Raoul Walsh, Yasujiro Ozu, Jacques Tourneur, Charles Chaplin o Ernst Lubitsch. Porque es en la vivencia profunda, en la interiorización de un concepto que se actualiza a través de un cuerpo y su memoria, cuando las imágenes vuelven a la realidad cobrando un nuevo aliento, un nuevo impulso capaz de golpear ferozmente a cada retina. Por eso en las imágenes de Costa reconocemos muchos gestos cinematográficos reducidos a su esencialidad: un cuerpo derrumbado, el umbral de una puerta, una mano que reconforta. Filmados, además, en un escorzo puramente artístico. En lo que Mónica Muñoz Marinero llama puesta en escena esquinada [2]. Porque el cine de Costa huye de la frontalidad europea a lo Michael Haneke que se aleja de aquello que quiere representar como una realidad total. Solo el esbozo se muestra como el campo abierto donde la imaginación devuelve una nueva operatibilidad a las imágenes y a los cuerpos.

Las imágenes de Ne change rien llevan hasta el extremo el concepto. Del rostro de Jeanne Balibar emerge su voz intentando acoplarse tanto al ritmo de una opereta como de una canción pop y de una banda sonora western. Costa acompaña el vaivén genérico con uno temporal, confiriendo a las imágenes la categoría de autónomas. De esta manera heredan parte de ese misterio característico de las de, por ejemplo, un Tourneur. Envuelve, en consecuencia, a Balibar en una zona de incertidumbre dibujada por el claroscuro de un precioso blanco y negro. ¿Volveremos a verla en la siguiente escena? La amenaza también estaba presente en el color de sus dos películas anteriores. Vanda camina en el alambre resistiendo a una sobredosis, y la melancolía que embarga a Ventura, y que le hace reescribir una carta de amor a alguien que dejó en Cabo Verde antes de emigrar a la tierra de las promesas, nos hace dudar de que un corte de montaje le haga desaparecer para siempre. ¿Serán capaces de sobrevivir a la ficción que les relaciona con un espacio y su propia vida? El corte se convierte entonces en la amenaza fantasma de una vida en el abismo, misteriosa, sostenida por alfileres, pero que pese a todo lucha contra su propia desaparición.

Corte 3. ¡Corten!

Jamás se volverá a oír la palabra que titula este epígrafe en un rodaje de Pedro Costa. Al igual que la empresa en la que coloca a sus personajes, lleva a cabo un ejercicio reciproco intentado encontrar el ritmo de la vida con sus ficciones. Su cámara registra continuamente hasta que las baterías se agotan y no queda más remedio que parar el rodaje. Solo en el montaje, con sus propias manos siguiendo la idea de Godard, encontrará el sentido de sus películas.

Jamás ha intentando rodar un documental en el sentido estricto del término, exceptuando ¿Dónde yace tu sonrisa escondida? (2001). Un capitulo para la serie Cineastas de nuestro tiempo en el que pretendía enseñar de manera didáctica la complejidad de sus admirados Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. Esta pareja de cineastas debate calurosamente delante de una mesa de montaje mientras trabaja en la tercera versión de Sicilia! (1999) – para el que firma este texto su mejor película. Costa se agazapa en el rincón de una habitación sumergida en la penumbra que requiere ese trabajo, y su cámara permanece atenta a la impagable reflexión sobre la importancia de efectuar un corte un fotograma antes o después. El valor de “la cuestión Straub” desarrollada desde Dalla nube a la resistencia (1979) no reside en donde cortar sino en por qué cortar. Como alumno aventajado, Costa ha prolongado lo aprendido en todos sus trabajos digitales filmados a partir del año 2000.  En los que ese corte se ha revelado como una cuestión tan vital como social y política. Porque con su aparición desautoriza a documental y ficción para otorgar al tiempo la responsabilidad de operar en la figuración de lo real. En un mundo sobre-representado el valor añadido de una imagen estriba en lo que pueden pervivir en el tiempo. Sus imágenes se convierten entonces en una forma de resistencia a la lógica del espectáculo. Su tiempo pesa hasta que se trabajan a partir de su vivencia verdadera. Porque para un espectador, una imagen vivida es una imagen trabajada. Como la de un tipo negro que mira ensimismado hacia una pared pulcramente blanqueada.


[1] Un mirlo dorado, un ramo de flores y una cuchara de plata. Libro incluido en el cofre dedicado a Pedro Costa editado por Intermedio que contiene todas las películas de esta etapa digital en la que nos hemos detenido.

[2] http://contrapicado.net/old/panoramica.php?id=276

Noughties. Termino acuñado por la BBC para denominar a la década 2000-2009 “sin nombre”.

Ricardo Adalia Martín.

Número 5: http://issuu.com/rayoverde/docs/rayoverde5

Misterios de Lisboa (II). Malditos bastardos.

Toda historia es una catástrofe y toda “catástrofe es la primera estrofa de un poema de amor”. Sobre ambos aforismos, una vez que aparecen vinculados en una misma frase, se puede efectuar un cuidadoso bricolaje semántico para obtener un tercero que logra acercar dos figuras, quizás, irreconciliables: toda historia es la primera estrofa de un poema de amor. Pero la catástrofe ni se borra ni se disimula; sigue presente en cada plano, en cada encuadre imposible, en cada recoveco narrativo de Misterios de Lisboa. Porque cuando Pedro, aun siendo João, decide emprender la búsqueda de sus raíces, de su pasado originario en que fue engendrado, se desata un delirio histórico que nos conduce hasta una noción de amor en su forma más pura, original, incluso edénica, que vivieron sus padres superando las barreras de la riqueza y la posición social. Un amor imposible entre la hija de un noble y un hombre cualquiera obligado a emigrar a las colonias en busca de la fortuna que habilitaría el ansiado matrimonio. Pese a todo, João nace como bastardo y vivirá el aliento trágico de la historia; como imperiosa necesidad de construirla para encontrar una identidad a través de ella.

Una vez descubierto ese amor tan puro como insostenible que profesaron sus progenitores, la narración nos conduce hasta otro que también atendió exclusivamente a los latidos corazón y que propició el nacimiento como bastardo del Padre Dinis. Figura misteriosa, personalidad mutable dada al disfraz, cuyo origen puede equipararse al de aquel que salvó la vida subrayando un par de matices. Por una parte su bastardía tiene que ver con la enfermedad; el útero de su madre no estaba preparado para engendrar a un hijo. Por otra, Dinis se encontró con sus raíces, no las buscó. Se topó con ellas de manera fortuita en uno de tantos viajes que realiza bajo el signo de una de sus múltiples identidades intercambiables. Porque, además, le importaban bastante poco las razones de ese origen.

Inciso. Los anglosajones son capaces de distinguir la gran Historia que se comparte como un imaginario común de esas pequeñas historias personales que poco a poco la van moldeando. History e Story, dos palabras cuyos distintos significados deben buscarse con nuestra lengua en una sola palabra efectuando ejercicios de funambulismo entre haches minúsculas y mayúsculas.

¿Pero cuál de las dos despliega João en el momento en que decide emprender su búsqueda identitaria durante su adolescencia? ¿Y cuando recuerda la historia de su búsqueda unos años después? No hay que darle más vueltas: la historia con minúsculas. Porque el doble régimen narrativo que comienza y confluye sobre la misma cama en que yace tendido al final del metraje, se ve atrapado en el conjunto de líneas de fuga controladas que conforman la tupida narración de Misterios de Lisboa. La identidad de Pedro se ha nutrido de todas esas pequeñas historias que ha ido descubriendo a lo largo de su vida, sustrayéndolas cuidadosamente del curso de la Historia para procurarse un nombre. Anhelo intimo devenido en una tautología nominal enraizada en un pasado tan diáfano como aporitico. Porque las historias que le alimentan son incapaces de abandonar el flujo por el que circulan, de nombre en nombre, hasta lograr transcenderse y sumarse actualizadas al curso de la Historia. Porque asistimos a la impotencia de las historias para generar en y el tiempo real esa verdadera Historia atenta a la vivencia, a la revelación, al acontecimiento. No, por el contrario, la Historia es el espacio contrariado que trafica con miles de historias a la deriva, una mediadora tenebre que disipa toda tentativa firme de sustanciar todo deseo o gesto de rimar el espacio contrariado que adopta como forma.

Naturalmente, Misterios de Lisboa no adviene a nuestro tiempo como síntoma único de esta fatiga: Inland Empire (David Lynch, 2006), Un cuento de navidad (Arnaud Desplechin, 2008) y en cierta medida Malditos Bastardos (Quentin Tarantino, 2009) son ejemplos visibles de un cine que toma un espacio contrariado para colocar dentro de él a personajes “bastardos”, sin pasado, sin padres, sin apellidos, sin historias, sin arquetipos heredados que marquen un camino a seguir. Solamente infinitas posibilidades de vivir su vida, de forma plena, colocándola en lo abierto, dada a cualquier posibilidad, a cualquier afecto, a cualquier persona, a cualquier movimiento. Pero no, Pedro necesita una historia, una identidad clara. Pedro o João, porque a estas alturas todavía no sé muy bien cómo llamarle ya que, la cuestión fundamental, que, además, es conjuntamente secreto y objeto de fascinación de Misterios de Lisboa, no voy a poder resolverla: ¿Sobre qué plano temporal se ubica su narración? De forma simultánea articula un recuerdo que deshace lentamente la identidad adquirida y desencadena una nueva historia que recompone los contornos desdibujados en la operación que la precede. Pedro siempre está en tránsito, en un proceso eterno, en un bucle sin fin que presenta su Historia como una instancia muerta que no cesa de desplegar y relacionar miles de historias que neutralizan el presente, vaciándole de su espacialidad, cristalizando su tiempo como una vida incapaz de vivir en presente.

Realmente Misterios de Lisboa es una catástrofe; la de un muchacho que ha colocado su mirada de manera perpetua en el pasado sin saber desde donde le mira. Pero también es la de todo espectador fascinado por la sublime actuación del elenco actoral, y tanto por la agilidad narrativa como la inventiva formal que demuestra Raúl Ruiz para ofrecernos unas imágenes que rayan la perfección. Podríamos mirarlas durante cuatro horas de la misma manera que durante un siglo. No cabe duda, nos encontramos ante las incipientes consecuencias de un amor puro, de una relación que trabaja únicamente sobre la parte visual de la imagen; la que se muestra como reflejo de un espejo en marcha, una impresión instantánea que propicia un encuentro indiferente con una realidad espectral que se evapora tan rápido como aparece. No, el amor no nace del encuentro en la diferencia, sino de la impresión de lo mismo. Efectivamente, hemos hallado una forma cómoda de mirar la tragedia que serena todo goce del desarraigo. Esa es nuestra maldición, la que no querer vivir como bastardos una vez que podemos olvidarlo todo.

Continuará…

Ricardo Adalia Martín.