Carta a Jean-Luc Godard

Querido Jean-Luc,

Tengo que confesarte que esta carta comenzó siendo una reflexión acerca de cómo acaban las cosas cuando se acaban y una recopilación de los acontecimientos más importantes que han sucedido a lo largo de los 5 años que ha estado funcionando Juventud en Marcha: de los proyectos emprendidos, de la participación en los seminarios a los que he sido invitado para hablar de Nuestras Humanidades, e incluso de un inesperado mal momento provocado incompresiblemente por una persona sin ningún tipo de escrúpulos que hizo pasar como textos originales lo que no era más que una mera traducción de textos ya publicados en algunos medios franceses. Sin embargo, me parece más interesante poner fin a este espacio de pensamiento dedicándote estas líneas. Qué hayas sido la persona elegida ni es casual ni obedece a una moda. No quiero utilizar tu nombre como reclamo, a modo de auto-bombo para venderme como un buen crítico que se atreve a hablar a su público de películas que vende como “extrañas”. Te lo prometo: nunca he escrito sobre la relación de tus imágenes, sonidos y palabras mediante un tono periodístico, sociológico o adoptando la postura de  mero fan. Nunca he emulado a todos aquellos que adoptan una actitud parecida a la de una quinceañera enamorada de Justin Bieber antes de uno de sus conciertos, cuando presentas una película en un festival para después olvidarla al día siguiente. Es decir, la de cualquiera que cubre un festival para cualquier medio del mundo. Mis razones, por el contrario, son de peso. Dos, concreta y fundamentalmente.

Por un lado, porque buena parte de las citadas Nuestra humanidades las he sostenido sobre los frames de alguno de tus trabajos. Sobre todo de Film Socialisme (2010). Película que ha vertebrado una reflexión constante sobre el presente alrededor del naufragio del Costa Concordia, de ese barco que hiciste espacio protagonista en tu film. Nunca pudo llegar a hundirse del todo y ahora le han reflotado para llevarle a desguazar al puerto de Génova, al lugar del que partió por primera vez. Aprovechando la circunstancia he decidido poner fin a Nuestras humanidades y a este soporte donde se desarrollaron. Aunque, realmente, el verdadero fin lo pondrá la película Costa Concordia fuera de este espacio, a su paso por diferentes festivales internacionales a los que ya ha sido enviada. (Te la paso con la traducción al inglés de esta carta que he enviado a tu productora.)

Por otro lado, dado que nadie (que sepamos) se ha dignado a contestar la carta que enviaste a los directores del festival de Cannes este  año 2014 justificando tu ausencia en el festival. Bueno, tu ausencia ficticia, porque mi amigo Vicente y yo estuvimos contigo en el festival. ¿Te acuerdas? Así quedó la entrevista. Me parece acojónante que nadie de toda ese trouppe que te alaba y aplaude no haya tenido la buena educación de contestarte. Es lo menos que mereces tú y la carta. Así que, sin duda, me he visto en la obligación de ofrecerte esta respuesta. Te cuento.

Khan Khanne (2014) me parece un estudio acojonante del “tiempo” a partir de las “marcas” y las velocidades de la imagen-video. Pero creo que no es el lugar para comentarte todo los hallazgos que tiene (y que ya sabes que tiene), aunque haya sido vista como uno más de tus videoensayos… Mi respuesta también en es una video-carta en movimiento, titulada Can-Cán para seguir con el juego de palabras que has iniciado partir del nombre del festival de Cannes. Pero mi Can-Cán no hace referencia a ese baile tan francés en el que seguro estás pensando. Can-Cán son posibilidades: palabras que pueden ser traducidas para dar en algo así como “El poder del perro”. La traducción de Can desde el inglés es “Poder”, y desde el gallego es “Perro”. Inglés y gallego: dos idiomas sin país. Uno por exceso y otro por falta. El inglés es el idioma originario de varios países, como EE.UU e Inglaterra, y ha pasado utilizarse en todo el mundo como idioma universal. Circula libremente y ya no puede ser considerado como algo propio de un país. El gallego es un idioma que se habla en Galicia, una pequeña región Española. Es un idioma minoritario, y aunque hablado mayoritariamente dentro del territorio gallego, no está referenciado, no pertenece a un país que se pueda denominar como tal. Por lo tanto, ambos son idiomas sin una nacionalidad, sin una identidad estatal propia. Pero como son «la cosas»: estarás conmigo si te digo que de esta paradoja nace un poder especial, el poder de decir adiós al lenguaje

Por último también te tengo que confesar que esta carta, que esta respuesta en imágenes, tenía otra motivación más íntima: me hacía ilusión que mi perro Berny estuviera puesto en relación con tu perra Roxy. Can y can: Berny & Roxy, ¿a que suena bien? Después de ver tu último trabajo imaginé una segunda parte de Adiós al lenguaje que evolucionara la reflexión de la primera, y que tratara sobre la vinculación de los vínculos que utilizamos los humanos para llegar a serlo. Los perros más allá de un mero “entre ellos” para pasar a ser tratado como un “ellos”, lo que realmente son. Pero todo esto está por definir y venir.

Adiós Jean-Luc. Gracias por leer y mirar esta carta. Adiós también a todos los que habéis pasado por aquí, regular o eventualmente, y muchas gracias por haber dedicado parte de vuestro tiempo a leer y mirar Juventud en Marcha.

Ricardo Adalia Martín.

Un fin para «Nuestras humanidades»

El 15 de Enero de 2012 arrancaba la serie “Nuestras Humanidades” (en aquel momento sin nombre), coincidiendo con el naufragio del Crucero Costa Concordia frente a la isla italiana de Giglio dos días antes.

Hoy, 15 de Julio de 2014, ha llegado el momento de buscarla “un fin” aprovechando que ayer, tras un largo proceso, el famoso barco ha vuelto a flotar para ser conducido a los astilleros de Génova donde será desguazado.

En todo este tiempo “Nuestras humanidades” ha articulado un pensamiento sobre algunos aspectos claves de “nuestro tiempo” alrededor de esta nave que fue protagonista en Film Socialisme (Jean-Luc Godard, 2010), y que nunca llegó a hundirse del todo. Por lo tanto, su fin no puede corresponder a una fecha determinada, como si fuera el fin de su tiempo. Tiene que ser, por el contrario, una tentativa que logre conjugar el tiempo de su fin: la transformación del tiempo que el acontecimiento ha producido conjuntamente de una vez y para siempre. Del mito, de la Historia. Del Costa Concordia, de Juventud en marcha. De Ricardo Adalia Martín y de “algunas cosas” más.

Este fin es una condición que tratará de ser articulada alrededor de la película “Costa Concordia” y el movimiento que describirá a su paso por diferentes Festivales Internacionales. Aquí queda el trailer de este film concebido en formato 854×480, que podrá verse en este blog cuando el Costa Concordia haya sido despedazado por completo.

Under the skin (Jonathan Glazer, 2013)

Está claro que el estatuto del cuerpo en el cine se ha convertido en el centro problemático alrededor del que giran (casi) todas las películas de nuestra contemporaneidad. La cuestión es lógica y ya forma parte de un debate “antiguo”: todas las imágenes que nos rodean, tanto si entran dentro los códigos que definen cada categoría artística, como si nos acompañan en nuestra cotidianeidad ofreciéndose como soporte de un dispositivo móvil, han conseguido que nuestro tiempo se encuentre cerca culminar el sueño de Pigmalión: «no formar simplemente una imagen para el cuerpo amado, sino otro cuerpo para la imagen, quebrar las barreras orgánicas que impedían la incondicionada pretensión humana a la felicidad». Una «semejanza sin arquetipo», en palabras del pensador italiano Giorgio Agamben. Una imagen que el «individuo moderno» mira buscando una homología, pero que percibe como extraña, vaciada de toda identidad, de todo resquicio de lo humano. De esta manera, ha terminado conformándose un nuevo tipo de subjetividad mórbida, ensimismada, que rehuye todo tipo de vínculos con los espacios físicos con que se relaciona, ignorando incluso a individuos que la rodean. Únicamente muestra interés en que el cuerpo desarraigado de lo cotidiano interactúe con las imágenes que han conseguido arrebatarle su identidad. Estamos hablando de aquello que ha definido lo rasgos de lo post-humano, y de su anhelo íntimo de encarnarse en aquellos lugares en los que no puede habitar con su cuerpo.

Pese a cada uno de los toques del género fantástico con que se presenta Under the Skin, pese al halo de misterio que recubre cada uno de los avatares de su “alien” protagonista, interpretado por Scarlett Johansson, mientras recorre las calles de Glasgow buscando cuerpos que seducir para ser trasladados a su planeta, nos encontramos ante una reflexión abierta sobre el umbral que produce lo humano. Cuando el cuerpo falla, cuando aquello que debería asegurar una identidad descubre su naturaleza ingrávida confiriendo a lo biológico una naturaleza fantasmica, superviviente, entonces nacen todas las dudas sobre la humanidad junto a una inasumible nostalgia por la animalidad perdida. No obstante, la humanidad accedió a ir más allá de sus límites creando un nuevo cuerpo para combatir y erradicar el miedo a su ingobernable animalidad. Estamos hablando de autoinmunidad y autoprotección ante lo desconocido. Abandonar el cuerpo “por si las moscas”, por lo que pudiera desmoronarlo. Pero quién iba a pensar que surgiría el arrepentimiento y con ella de la pregunta clave de cómo volver al cuerpo, de cómo volver a encontrarse con esa masa inerte de huesos, músculos, grasa y fluidos de la que no quiso saber nada.

Under the Skin sondea la tentativa de este reencuentro mientras Scarlett Johansson, como se ha apuntado más arriba, recorre las calles de Glasgow con su furgoneta buscando cuerpos que secuestrar. En su tarea la ayuda un cómplice que viaja en motocicleta, y que la va apuntando objetivos. A diferencia de Scarlett (que como casi nadie en la película, dispone de un nombre) su recorrido a lo largo del metraje no le supone una experiencia. No varía su cuota de “humanidad”. Porque la diva de Hollywood, en su papel más terrenal hasta la fecha, evoluciona a medida que trata de ponerse en contacto con cada uno de “los otros” con los que debe interactuar para conseguir sus objetivos. Su vuelta al cuerpo, su regreso a la producción de humanidad, es un ejercicio de aprendizaje de la “alteridad” perdida. Este cambio se encarna perfectamente sobre la violencia que trae implícita su búsqueda de la humanidad. Esta búsqueda, al realizarse sobre un recorrido inverso al que debería ser “natural” engendra la violencia que despliega Scarlett. Pero va disminuyendo a medida que entra en situación con los humanos. Sin duda, se puede afirmar que Under the Skin es un ejercicio sumamente melancólico alrededor del viejo axioma del “Yo soy los otros”. No hay ni una sola pregunta, ni un solo intento por comprender la experiencia de “Narciso” que realmente regula nuestro tiempo, y a la que nos ha condenado este sueño de Pigmalión de estar constantemente enfrentados a la imagen que nos hemos auto-construido.

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Este último trabajo de Jonathan Glazer, después de la poco conocida Reencarnación (2004), será todo un hit. Quizás la película del año. No solo por que la diva se desnuda en un momento del metraje, sino porque recoge, al igual que las películas de Lars Von Trier o Steve McQueen todas las trazas de ese malestar que tanto reconforta al espectador y la crítica de nuestro tiempo: el sujeto vaciado, su deseo invadido y la vivencia de “los otros” como un infierno. Además, claro está, de una impecable factura técnica y un contundente uso de la simbología. Sobre todo en la utilización de los espacios naturales. Cuestión esta última que en un vistazo rápido equiparará Under the Skin con algunos de los trabajos de Andrei Tarkovsky. Pero esta visión creo que está bastante equivocada. Más bien, el film se encuentra dentro de una tradición de películas como La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956), Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y, sobre todo, Electroma (Daft Punk, 2006). Digamos que el “alien” al que da vida Scarlett es una especie de replicante que regresa a la tierra para reencontrarse a través de su razón sensible con la materialidad de su cuerpo, después de que este cuerpo haya sido sustituido por otro virtual. Y en su regreso descubre que los humanos ya no hablan su idioma, que han perdido toda esa sensibilidad humana que ella guarda celosamente debajo de la piel. Pero Scarlett no está programada de antemano, ni siquiera para morir. Aunque al igual que los “Cuerpos robados” de Siegel, los Replicantes de Scott o los Robots de Daft Punk, se topará con una realidad difícil de digerir dada su naturaleza: se puede mantener una doble vida, pero solamente acontecerá una muerte. Pese a que la propia condición del nuevo estatuto de las imágenes se empeñe en trasmitir la esperanza de hallar un umbral donde se produzca el rencuentro con lo humano extraviado.

Ricardo Adalia Martín

Nuestra humanidades #17: el Rey, Felipe VI

Dos enemigos se embarcan en la misma nave, y para estar lo más lejos posible el uno del otro, uno va para la proa y el otro para la popa del barco, instalándose allí. Cuando, de pronto, se abate la tempestad sobre la nave y la hace naufragar, el que va a popa pregunta a un marino por donde empieza a hundirse el barco. «Por la proa», responde este. «Entonces no me importa tanto la muerte, pues me da la oportunidad de ver a mi enemigo ahogarse ante mí»

Cuando el mundo pierde su sentido –signifique lo que signifique esta expresión y surja lo que surja de este proceso – se despierta el deseo de su desaparición, la indeterminada rabia contra su existencia y las cosas que existen. Como la vida humana se encuentra en este mundo, la negación del sentido de este conlleva la de aquella. La amenaza de la negación apocalíptica se transforma en la esperanza de que aquello que se sospecha carente de sentido, una vez destruido, dejara o hará surgir aquello que solo entonces se revelará dotado de sentido.

Los nombres nos dirigen. Sobre todo en el espacio con lo que nadie se siente verdaderamente bien, de aquello por lo que nadie tendría que alterarse, suscitan la impresión de explicar algo. Resulta difícil de explicar la frecuencia con que nuevos nombres destinados a definir nuestro propio estado puede hacer cambiar de dirección la vida humana. Pues a menudo los nombres tienen determinados complementos en la forma de reglas de conducta: si debemos relajarnos o rebelarnos, depende a menudo de diverso nombres que designan una misma condición.

Un día se descubre que «frustración» es exactamente el nombre apropiado para designar lo que se tiene o aquello que nos falta. No hay que insistir: se haga lo que se haga, lo que nos pasa, el mundo percibido mediante lo que ofrecen la imagen y la palabra, todo eso debe tener un sentido. Si no se pueden obtener o reconocerse por otro medio de pruebas del sentido, nos reservamos la postura de no solo estar en contra eso sino también de manifestarlo. Por lo general, suscribiendo cualquier cosa que ha dicho alguien a quien no se conoce pero que notoriamente sabe decirlo con más exactitud de la que habría conseguido uno mismo.

Lo más sorprendente es que estos términos carecen por completo de expresividad gráfica. Parece no valer aquí la vieja máxima retórica: las imágenes tienen más fuerza que las opiniones humanas.

No cabe duda: los nombres nos dirigen con tanto éxito hacia los lugares de nuestro malestar porque eso nos entretiene. El anodino carácter de ese nombre, «ocupación en un uno mismo», no hará fortuna.

El poder que se otorgó al hombre en el Paraíso fue el de la denominación, no el de la definición. Se trataba de llamar al león para que viniese, y no de saber qué es lo que era si no venía. Aquel que puede llamar a las cosas por su nombre no tiene necesidad de poseerlas conceptualmente. Por eso la fuerza del nombre ha seguido siendo mayor en la magia que en toda especie de conceptualización. La tiranía de los nombres se basa en el hecho de que han conservado un perfume de magia: prometen el contacto con lo no concebido.

Los veo así, en las calles y sobre la pantalla, en los periódicos y libros, en las cátedras y púlpitos –utilizando todo medio de comunicación nuevo con preferencia a los demás – dispuestos a trabajar en mi salvación y ya casi en acción. En modo alguno veo que  se preocupan acerca de mi necesidad de ser salvado. Esto es una novedad en la historia: nunca se ha visto tanta gente dispuesta a pasar a la acción por los demás sin que estos se lo hayan encargado.

«Allí donde las cosas tienen su origen, allí tienen necesariamente su ocaso. Esto es, unas se pagan a otras, según las regulaciones del tiempo, multas e indemnizaciones por la falta.» Esta es una tesis de la que se puede presumir que no podríamos vivir sin, cuando menos, un secreto, furtivo, disimulado de acuerdo con ella. Nos avergonzamos de respaldarla porque tenemos el deseo antagónico de que la vida habría de ser de tal modo que la pudiésemos soportar sin ese tácito pensamiento: una vida que se justificase por si misma, que no requiriera un orden del mundo. Por una vez la fe estaría aquí contra la esperanza.

Que estar sobre el suelo es una acción, incluso un esfuerzo, se muestra en la fatiga que esta posición causa al organismo y en sus consecuencias. El organismo no pone solo en acción el principio de inercia. No se mantiene por la gravitación universal, porque precisamente esta exige constantemente de él procesos compensatorios para remediar su equilibrio inestable. Si se impidiese realizar este tipo de regulaciones a una persona que está de pie, caería y se encontraría en la posición de la piedra sobre el suelo.

Estar de pie es no caer. Esto exige un mínimo de atención despierta; no permite la frivolidad de un ilimitarse «dejarse ir» (que no lleva este nombre por azar), un resignarse «dejarse caer». Sin embargo, el suelo sobre el que se cae sigue siendo entonces el mismo sobre el cual antes se permanecía erguido. Solo el suelo sobre el que uno está puede ser aquel sobre el que uno cae.

Ricardo Adalia Martín.

Nuestras humanidades #16: Andrea Pirlo

«En nuestra conciencia el juego se opone a lo serio. Esta oposición permanece tan inderivable como el mismo concepto de juego. Pero mirada más al pormenor, esta oposición no se presenta ni unívoca ni fija. Podemos decir: el juego es lo no serio. Pero, prescindiendo de que esta proposición nada dice acerca de las propiedades positivas del juego, es muy fácil rebatirla. En cuanto, en lugar de decir, «el juego es lo no serio» decimos «el juego no es cosa seria», ya la oposición no nos sirve de mucho, porque el juego puede ser muy bien algo serio. Además, nos encontramos con diversas categorías fundamentales de la vida que se comprenden igualmente dentro del concepto de lo no serio y que no corresponden, sin embargo, al concepto de juego. La risa se halla en cierta oposición con la seriedad, pero en modo alguno hay que vincularla necesariamente al juego. Los niños, los jugadores de fútbol y los de ajedrez, juegan con la más profunda seriedad y no sienten la menor inclinación a reír. Es notable que la mecánica puramente fisiológica del reír sea algo exclusivo del hombre, mientras que comparte con el animal la función, llena de sentido, del juego.»

«La posición de excepción que corresponde al juego se pone de manifiesto en la facilidad con que se rodea de misterio. Ya para los niños aumenta el encanto de su juego si hacen de él un secreto. Es algo para nosotros y no para los demás. Lo que éstos hacen «por allí fuera» no nos importa durante algún tiempo. En la esfera del juego las leyes y los usos de la vida ordinaria no tienen validez alguna. Nosotros «somos» otra cosa y «hacemos otras cosas»

«Podemos decir, por tanto, que el juego, en su aspecto formal, es una acción libre ejecutada «como si» y sentida como situada fuera de la vida corriente, pero que, a pesar de todo, puede absorber por completo al jugador, sin que haya en ella ningún interés material ni se obtenga en ella provecho alguno, que se ejecuta dentro de un determinado tiempo y un determinado espacio, que se desarrolla en un orden sometido a reglas y que da origen a asociaciones que propenden a rodearse de misterio o a disfrazarse para destacarse del mundo habitual.»

«La función de «juego» se puede derivar directamente, en su mayor parte, de dos aspectos esenciales con que se nos presenta. El juego es una lucha por algo o una representación de algo. Ambas funciones pueden fundirse de suerte que el juego represente una lucha por algo o sea una pugna para ver quien reproduce algo mejor.»

«El juego es una acción u ocupación libre, que se desarrolla dentro de unos límites temporales y espaciales determinados, según reglas absolutamente obligatorias, aunque libremente aceptadas, acción que tiene su fin en sí misma y va acompañada de un sentimiento de tensión y alegría y de la conciencia de «ser de otro modo» que en la vida corriente. Definido de esta suerte, el concepto parece adecuado para comprender todo lo que denominamos juego en los animales, en los niños y en los adultos: juegos de fuerza y habilidad, juegos de cálculo y de azar, exhibiciones y representaciones.»

«Lo mismo que cualquier otro juego, la competición aparece, hasta cierto grado, sin finalidad alguna. Esto quiere decir que se desenvuelve dentro de sí misma y su desenlace no participa en el necesario proceso vital del grupo. Esto se expresa muy claro en el refrán alemán: No importan las canicas, lo que importa es el juego. En otras palabras, que la meta de la acción se halla, en primer lugar, en su propio decurso, sin relación directa con lo que venga después. Como realidad objetiva, el desenlace del juego es, por si, insignificante e indiferente. El sha de Persia que, con ocasión de una visita a Inglaterra, rechazó cortésmente asistir a las carreras de caballos por la razón de que «ya sabía que un caballo corre más que otro», tenía, desde su punto de vista, completa razón. Se negaba a meterse dentro de una esfera de juego que le era extraña, quería quedarse fuera. El desenlace de un juego o de una competición es importante tan solo para aquellos que, como jugadores o como espectadores penetran en la esfera del juego y aceptan sus reglas.»

«El concepto de «ganar» guarda estrechísima relación con el juego. ¿Qué quiere decir «ganar»? ¿Qué es lo que se gana? Ganar quiere decir: mostrarse, en el desenlace de un juego, superior a otro. Pero la validez de esta superioridad patentizada propende a convertirse en una superioridad en general. Y, con esto, vemos que se ha ganado algo más que el juego mismo. Se ha ganado prestigio, honor, y este prestigio y honor benefician a todo el grupo a que pertenece el ganador. Aquí reside otra propiedad importante del juego: el éxito logrado en el juego se puede transmitir, en alto grado, del individuo al grupo. Pero hay todavía otro rasgo más importante: en el instinto agonal no se trata, en primer lugar, de la voluntad de poderío o de dominación. Lo primario es la exigencia de exceder a los demás, de ser el primero y de verse honrado como tal. La cuestión de si, como consecuencia, es el individuo o el grupo quien aumenta su poder, es más bien secundaria. Lo principal es haber ganado.»

«Aquel que recibe un nombre se siente mortal o moribundo precisamente porque el nombre querría salvarlo, llamarlo o nombrarlo y asegurar su supervivencia. Ser llamado, oírse o nombrar, recibir un nombre por primera vez es quizá saberse mortal e incluso sentirse morir.»

Ricardo Adalia Martín.

 

Un par de apuntes sobre ‘Nana’ (Valérie Massadian, 2011)

1. Aprender y crecer son procesos de pérdida: a medida que recorremos la infancia, desaparece la visión pura, simple e imposible del mundo. Entonces surge la necesidad de cubrirse de historias, fabulas o leyendas para disimular la herida que va abriéndose lentamente entre lo que somos y lo que fuimos.  La sutura, como puede imaginarse, únicamente puede ser lingüística. Y solamente logrará afianzarse cuando la infancia desnuda de paso al sujeto del lenguaje. En el lenguaje se encontrará una experiencia que se tornará verdad, a diferencia del estado anterior, donde todo es percepción pura: algo parecido a la mirada de un animal. De esta manera, infancia y lenguaje aparecen íntimamente ligados, «remitiéndose mutuamente en un círculo donde la infancia es el origen del lenguaje y el lenguaje el origen de la infancia», en palabras de Giorgio Agamben. En esta circunstancia relacional reside la importancia que el cine ha dado a la infancia, entendida como referencia a la que no se cesa de acudir una y otra vez para encontrar el sentido a vidas perdidas y trayectorias a la deriva. En ella se guarda el misterio de la autenticidad, del lugar desde donde pueden construirse las coordenadas que consigan orientar el movimiento dentro del mundo. Es bien sabido: Rosebud o la vuelta a casa como arquetipos de todas las metáforas que el cine ha utilizado para identificar ese transito.

Con su primer largometraje, Valerie Massadian se propone atrapar este momento fundacional – sin caer en su mitificación –  siguiendo el proceso de pérdida descrito por Nana, una niña de 5 años que se queda sola en una casa en medio del bosque. En el arranque del filme aparece en el hogar de su abuelo. Con él comparte un mundo sensible mediante el cual es capaz de ver la zona agrícola y rural en la que habita. Después, su madre decide trasladarse con ella a ese lugar en medio del bosque donde pasará buena parte del metraje en soledad. Juegan, ríen y comparten la vida cotidiana hasta que un día desaparece sin que sepamos el motivo. Nadie sabe que la ha pasado. Como tampoco por qué la figura paterna está siempre ausente. ¿Qué hacer entonces cuando apenas puede valerse por si sola? Imitar la vida que compartió con su madre,  los rituales diarios que aseguran su supervivencia. Pero también verbalizar la experiencia con ayuda de unos cuentos y un conejo muerto que se encuentra en el bosque. Este bosque ya no se presenta como una sublimación, como el lugar mágico que trataba de presentar el abuelo. El bosque es un espacio como otro cualquiera: algo así como ese paisaje que protagoniza las dos primeras películas de Lisandro Alonso. Un paisaje que solo cobra sentido en la repetición ritual de los gestos que evocan una figura ausente.

2. José Luis Pardo: «Hay historia porque los hombres salen de casa, fundamentalmente para ir a la guerra, aunque luego a eso se le llame también ir a la escuela, ir al trabajo, etc. El niño que consiguiese no abandonar su hogar –cosa que yo, lamentablemente, no conseguí– no haría historia alguna, pero sería feliz. Su felicidad le parecería a todo el mundo –y los freudianos no serían más que una vocecilla en ese inmenso coro– injusta, irresponsable, inmadura, insolente, etc. Pero como ninguna de las voces de ese inmenso coro está en condiciones de aportar siquiera la menor prueba a favor de que el niño tenga que salir de casa para hacer historia o aún el menor argumento que ligeramente pueda sugerir que es preferible hacer historia que no hacerla, todas esas voces pueden irse al cuerno y dejar al niño en paz»

Nana construye su particular historia en compañía del conejo muerto que ha encontrado. Le narra una fábula que no puede trascenderse a si misma, que no consigue conferir el sentido de una historia a todas las historias que son sugeridas por las imágenes. Historias que, además, ni tan siquiera son capaces de edificarse como jirones aunque las imaginamos constantemente gracias a todas las que nos han contado innumerables veces en todas ficciones de las que alimentan nuestras vidas. La historia de Nana está sostenida por unas palabras que ya no unen; no confieren un sentido a lo que ve, sino que disocian cada uno de los mundos sensibles a los que han tratado de introducirla tanto su abuelo como su madre. Sus palabras narran lo que va haciendo para sobrevivir en soledad y se constituyen como un lenguaje que es capaz de poner en relación un modo de decir, de ver y de sentir, con un modo de hacer. Nana habla para pasar a la acción, para poner en marcha su vida. Esta infancia es la que buscan desesperadamente los adultos cuando descubren que jamás podrán volver a casa.

Ricardo Adalia Martín.

La identidad ‘Django desencadenado’ (Quentin Tarantino, 2012)

Un caza recompensas, a diferencia del traficante de esclavos, es aquel que comercia con muertos, con cadáveres: el doctor King Schultz (Christoph Waltz) lo repite varias veces a lo largo del metraje de Django desencadenado. Mata a hombres por un precio y cobra la suma estipulada en la orden emitida por un juez, cuando muestra ese cadáver a las autoridades pertinentes. Trazar un paralelismo con Tarantino no es complicado: ha sido siempre un caza recompensas, aunque no haya encontrado la manera de decirlo en alto hasta ahora. Su territorio son los imaginarios del cine: acude a lo olvidado, lo trae al presente y lo muestra es su expresión más sublime. No es nada nuevo, no se ha cansado de hacerlo desde Resevoir Dogs (1992), aunque sus referencias se han ido haciendo cada vez más explicitas desde Kill Bill (2004): uno de los atractivos de acudir a sus trabajos, pasa por descubrir ese punto de fuga a los restos de la historia del cine, a los pequeños guiños a los films minoritarios y apartados de toda clasificación histórica. Sin embargo, el juego cobra una nueva dimensión y se vuelve crucial para entender la estética de nuestro tiempo, cuando esos cadáveres resucitan y cobran vida propia. De esta manera, el autor deja de ser un caza recompensas para convertirse en un traficante de esclavos: comercia con la vida, con las supervivencias de la imagen. Y, como dice el propio Django (Jamie Foxx) cuando se encuentra decidiendo con Schlutz que papel van a interpretar para entrar a Candyland: “no hay nada más bajo que un traficante de esclavos”.

Tarantino sería un traficante de esclavos porque su operación, y muy al contrario de lo que se viene pensando desde su anterior trabajo, Malditos Bastardos (2009), no pretende la redención de ninguna historia, sino todo lo contrario, su condena. Condenar la historia significa hacerla vivir, liberarla, dejarla siempre disponible para el resto de los tiempos: qué no haya olvido posible, que pueda pulular eternamente. Y realizar esta operación solo es posible a partir de películas que nunca hicieron historia, que no pasaron a un gran imaginario colectivo: por lo tanto, tampoco pudieron ser olvidadas. Las generaciones que no asistimos en 1966 al tiroteo en el cementerio del final de Django (Sergio Corburcci) o en 1975 a la violencia de todas las pasiones de Mandingo (Richard Fleischer), podemos recordarlas porque en su tiempo nadie pudo olvidarlas. Tarantino no trae al presente estas películas porque no se pudieron ir. Inserta en ellas los imaginarios que pudieron olvidarse porque pasaron a formar parte de la verdadera historia del cine. Como, por ejemplo, The Searchers (1955) o The Tin Star (1957). Ahí tenemos esa escena en la que Django y Shlutz cabalgan sobre la nieve a una cierta distancia de una manada de bisontes, como ya hicieron el tío Ethan y su sobrino Martin. O esa otra cuando el dentista alemán enseña a disparar al héroe negro, como si se trataran de Henry Fonda y Anthony Perkins en la película de Mann. Película en la que, además, Fonda interpreta el papel de un caza recompensas.

El doble de historia: la Historia que se encargaban de enterrar las obras maestras del cine, condenada por las citas inolvidables de una película que nace con vocación de no poder ser olvidada. Django aprende a ser un héroe que no quiere pasar a la Historia bajo una sofisticada maquinaria de sublimizar imágenes. Imágenes que fascinan: incluso a los propios actores. Como a Shultz: va perdiendo la voz, se va debilitando a medida que entran en ese territorio olvidado de las plantaciones de algodón y los terratenientes sureños. Django se hace fuerte allí; esas imágenes, como la de un negro devorado por perros rabisosos no le afectan. El maestro se apaga, ve como se seca su ánimo mientras, además, Django va aprendiendo y adquiriendo las destrezas de un héroe (rapidez, puntería, templaza, saber estar, justicia, etc.) y tomando decisiones autónomas. Toda la elocuencia, toda la verborrea desbordante que había utilizado en la primera parte del film, la pierde con su llegada a Candyland. Es como si en ese típico proceso de enseñaza del western, en el que ha intentando trasmitir toda su sabiduría al aprendiz que había escogido, le empuja a ver lo que no había podido hasta ese momento. Había recorrido plantaciones buscando a sus recompensas, como si ya estuvieran muertas antes de matarlas. Como si ese paisaje hubiera estado mineralizado. Allí aprende a ver y a mirar; es decir, a interiorizar esas imágenes. Y allí ve algo que le resulta más duro que el suceso de los perros. A Stephen (Samuel L. Jackson), un negro que colabora con los blancos, y que es más estricto con la gente de su propia raza que como los amos a los que sirve. Siendo, además, más sagaz que su jefe: incluso es capaz de descubrir todo el engaño que han montado Schultz  y Django para colarse en la plantación y rescatar a la mujer de este. Un negro, en definitiva, que quiere ser blanco. O más blanco que los propios blancos.

En este momento tiene que aparecer forzosamente la figura de Whity (1971). En el western rodado por Fassbinder tenemos al mayordomo negro de una familia de blancos decadente, embalsamada en su propia impotencia sexual y sus propios traumas. Como Django, cada vez que acude al poblado causa un revuelo importante. Está enamorado de la prostituta-cantante del salón. Y ese amor es correspondido. Esta mujer le anima a acabar con la familia que le acoge para escapar juntos de ese lugar perdido en medio del imaginario del western. Pero una cuestión importante se mueve de fondo: esa familia es en realidad su familia. Es un hijo bastardo que fue engendrado por el padre del que ahora es señor de la casa. Whity sabe que es medio blanco y quiere llegar a serlo del todo: reniega de su raza, de su color, para intentar actuar dentro del imaginario de sus amos. Como no puede conseguirlo, porque con cada tentativa está más atrapado en su condición de sirviente negro, solo le resta ejecutar una venganza matándoles a todos. Cuando cumple con su tarea puede reunirse con la mujer que ama.

Whity y Stephen buscan la manera de dejar de ser esclavos intentando adquirir una identidad diferente a la que les confiere su color de piel imitando las trazas culturales que proyecta otro color de piel. Habitan un tiempo que escapa a todas las teorías de género y discursos culturales que han terminado diluyendo toda forma de construcción de identidad a partir del color de la piel y la raza.  Buscan, en el fondo, escapar de la toda la historia que portan involuntariamente sobre su piel. Toda la historia que ha sido escrita, en buena medida, por todas las películas sobre la esclavitud sureña. Pero con cada tentativa estarían, en realidad, alimentando la propia esclavitud, al tratarse de un ejercicio condenado al fracaso: el color de la piel no puede cambiarse ni con un discurso cultural.

Django también es negro, pero al contrario que estos dos personajes, no quiere llegar a encontrar una identidad en otro color de piel. Pero pese a todo, es blanco. Su bastardía no viene dada por lo familiar, sino por los imaginarios blancos del cine. Su nombre, su forma de actuar, el modo en que libera toda su furia, así lo indican. ¿De donde vendría entonces esa identidad? Una identidad que, entendida bajo la definición de José Luis Pardo, “es ser idéntico a sí mismo, es decir, presentarnos a nosotros mismos sin debilidades, sin fisuras ni flaquezas, sin temores ni temblores, sin estar inclinados ante la verdad de nuestra vida, nuestra mortalidad”. ¿Django a que es idéntico? ¿A lo que dicta la historia del color de su piel o a toda la memoria inyectada por Tarantino y que se esconde debajo de ella? ¿El color de la piel todavía asegura una identidad?

No olvidemos el trayecto que recorre Django; comienza siendo un esclavo y termina como un héroe. Pero hasta que consigue recuperar su amor destruyendo Candyland, se ha ganado la vida como un caza recompensas que ha tenido que imitar los papeles ( muchas veces de esclavo) que le daba su amo alemán. Incluso más allá de su muerte, siendo protagonista de la reproducción de la leyenda alemana que poetiza su venganza.

Ricardo Adalia Martín.

Notas a partir de Holy Motors (Leos Carax, 2012)

Con el fin de la Historia, la desaparición del tiempo global que regulaba, ordenaba y se mostraba como eficaz horizonte comparativo para el sujeto histórico. Ya es unánime: la Historia, entendida como una trama capaz de conferir una lógica al tiempo, ha sido criminalizada y despreciada en todos los órdenes de lo social y lo artístico. Puede continuar escribiéndose, pero el gesto será definido como reaccionario: ¿quién desea quedar atrapado en un relato que no haya sido escrito por el mismo? De facebook a Instagram, de los 140 caracteres a las galerías de imágenes ordenadas temporalmente, lo que viene después, es decir ahora, no son más que piruetas concéntricas alrededor de una infinitud de tiempos en los que se puede encontrar una subjetividad a la carta. No hay un tiempo que nos defina más allá del que se percibe como un eco lejano en cada transito entre cronotopos gracias a las abstracciones puras que regulan la vida: el dinero, las imágenes o los flujos de deseo. Todo correcto salvo por un pequeño detalle político: las subjetividades intercambiables se niegan a asumir que nos hemos convertido en aquello que odiaban con más fuerza las ideologías que prometieron un cambio, una revolución, mientras ayudaban a construir el sistema social justo y para todos que define nuestro tiempo. Entonces todo es nostalgia, drama, llanto perpetuo con el que se pretende trascender el vertiginoso cambio de tiempos y desplegar un gesto firme que vuelva a hacer Historia. Es la inútil épica de la derrota que trata de rescatar toda una generación (re)construyendo la ficción de una revolución desde su situación de burgueses, catedráticos de universidad, pensadores, escritores, críticos de cine, directores de revista o todas las cosas a la vez. A cada momento, con cada actualización de su muro de facebook, como un soniquete cansino, no cesan de recordarnos que la cosa está muy malita, el Capital tiene la culpa de todo y una revolución todavía es posible. Es el gesto de aquel que reniega de la Historia por su tradición tiránica, mientras pretende continuar haciendo historia, una nueva Historia, desde la narración intima desde su muro virtual.

Ante este panorama, la figura del actor debe ser considerada la figura más relevante de nuestro tiempo. Por una parte, vive atrapado en la eterna contradicción entre su ambivalente condición de persona y personaje. Por otra, con cada de sus acciones, con cada uno de los gestos integrados en una narración, consigue trascender a su contradicción constitutiva y hacer la Historia de la película: argumento y síntesis a lo largo de una pequeña porción de tiempo. En el final del siglo XX se intentó dar muerte al cine poniendo fin a su Historia y relegando a los actores a un papel secundario, como anacronismos incómodos, que nada tenían que hacer dentro de imágenes despojadas de los rasgos distintivos de lo ficcional. De Lisandro Alonso a Gus Van Sant, el siglo XXI arranco con presencias que deambulaban por unas imágenes alejadas de las maneras de ficción tradicionales. La conversación o la gestualidad corporal fueron sustituidas por un movimiento perpetuo, por itinerarios en fuga, por la idea del modelo bressoniano llevado a su propio límite. Ahora volvemos a la ficción. Como si la realidad y las imágenes estuvieran conectadas por un sistema de vasos comunicantes, las ficciones puestas en imágenes vuelven a estar llenas mientras la realidad se vacía poco a poco. El actor aparece entonces como un héroe que ha sido rescatado para desplegar el gesto heroico de la historia: traer una nueva esperanza.

Cuestiones a tener en cuenta: los actores han vuelto, pero han perdido la inocencia. Después de ser expulsados del paraíso, han regresado poniendo sus propias condiciones: solo van a interpretar lo que ya conocen. O bien las ficciones en las que ya actuaron, o aquellas que han visto y se han erigido como lugares comunes del arte de la dramatización. Oscar, en Holy Motors,  revisita algunos momentos emblemáticos de los films de Leos Carax, junto con algunas situaciones típicas de la representación del amor, el musical, el género de acción y la muerte. Ya ha estado en ellas, sabe lo que va a pasar y como debe moverse. Pero su reacción no siempre es la misma; su método está orientado a trascender la condición de personaje y alcanzar el amor que ha perdido como persona. Cada uno de sus papeles, incluso el más violento, es el intento desperado por encontrar las trazas de un amor perdido. Desea amar, pero se encuentra ante un amor que ya no está en todas partes, sino dividido. Por una parte, en las situaciones en las que Oscar entra para interpretar su papel. Por otra, en el propio movimiento que le conduce a ellas, sobre la figura de esa conductora que le lleva a sus misiones. Ella está enamorada de él, pero en el movimiento del amor no pueden compartir el mismo espacio. Dentro de la limusina, cada uno habita dos espacios bien diferenciados. Cuando detiene el movimiento en un lugar concreto, ella le espera en el vehículo. Su destino es trágico: la mujer conduce la historia de amor hacia lugares que no cesan de alimentar la propia imposibilidad del amor entre ambos.

La imposibilidad del amor en el mundo de la ficción. Es decir, en nuestro mundo, donde todo ha sido dispuesto para vivir es una constante sensación de deja vú. Volver al pasado nos hace sentir seguros. En él se pueden encontrar las coordenadas necesarias para construir el personaje en un mundo de mentira. Los gestos del actor ya no deben trazar una relación con el espacio puesto que ya está perfectamente construido. Sino deshacer la madeja de tiempo en los que se habita para encontrar cierto poso de verdad, de autenticidad que rompa con lo homogéneo, lo social, el bien común. El gesto del actor es, por tanto, un gesto puramente político. Porque la política y cada una de las ideologías supervivientes que regulan el espacio común de lo social, sobreviven alimentando el recuerdo perpetuo de un tiempo mítico donde las cosas estaban bien. La operación es sencilla: se coge ese pasado y se le coloca con un futuro posible. De este modo se construyen imágenes inalcanzables al mismo tiempo que una insuperable sensación de insatisfacción. Se puede pensar que la situación podrá recuperarse, pataleando, poniéndose constantemente en contra de lo inevitable para continuar alimentándolo y legitimándolo. O, por el contrario,  comenzar a pensar la situación desde la propia situación en movimiento, asumiendo la ingobernabilidad del propio movimiento. En ese punto todo es posible.

Todo en la vida es ficción, aunque nos hayan educado para comportarnos de un modo realista. El fracaso político de nuestro tiempo nace de este error; de conductas que piden lo justo, lo ecológico, lo equilibrado, lo igualitario. Es decir, lo posible. Ser políticos requiere imaginar lo imposible, actuar dentro de un marco de realidad construido por las ficciones políticas de otro tiempo. Rodear el congreso para que no produzcan más recortes, continuar protestando por la perdida de derechos con las viejas recetas sindicales de los sesenta, no hace más que alimentar el marco de ficción en el que se producen los sucesos del mundo. Los actores políticos actúan interpretando los mismos papeles que hace 50 años. Cada acción, cada gesto es tan predecible como lo que queda de la cinefilia: se sabe mucho antes de su paso por Cannes, como ha ocurrido con Holy Motors, cual será la película del año, a quien le gustará, quien estará en contra, e incluso que argumentaran ambas partes. Pero el actor, para ser considerado hoy como tal, no debe interpretar sus vidas pasadas, sino aquellas que desea ser. El pasado está por todas partes, pero la habilidad del actor contemporáneo nace de su capacidad para construir lo imposible imaginable.

La política que viene es una cuestión cinéfila. Todo un sistema se tambalea después de que el pueblo decidiera interpretar un papel imposible; el de nuevos ricos que vivían por encima de sus posibilidades económicas. Todo un sistema se normaliza cuando el mismo pueblo decide interpretar el papel de proletarios indignados y echar mano de viejas recetas como la protesta, la concentración o la huelga. Entre medias, la historia de una trama interrumpida, de un amor dividido que, pese a todo, continúa circulando.

Ricardo Adalia Martín.