Misterios de Hong Sang-soo

Los grandes cineastas construyen sus películas alrededor de un secreto y un misterio. Mientras que el secreto se encarga de sostener silenciosamente el peso de la narración, el misterio se ocupa de guardarle celosamente. En Lubitsch, las puertas se muestran como un umbral que guarda el secreto de un triángulo amoroso: un secreto tras la puerta que acaba desvelando otro que jamás podrá ser revelado. En Garrel, al igual que en Cassavetes, el rostro de sus personajes al límite aparece como una superficie donde las intensidades afectivas de vidas sensibles y emocionales conectan con un secreto íntimo e indecible que les atormenta. Estas intensidades, estos estados de ánimo, son un indicador indirecto de lo inconfesable, de un secreto del corazón. En Rohmer, los largos paseos por grandes ciudades o pequeños lugares de vacaciones ofrecen el soporte a unas conversaciones donde la verdad baila con la mentira de dos personas que, quizás, lleguen a formar una pareja. Mientras caminan, mientras avanzan, van acercándose al secreto que les permitiría cumplir su deseo. Paradójicamente, cuanto más se acercan, más lejos se hayan de sustanciarlo. En Hong Sang-soo, el protagonismo recae sobre las mochilas con las que deambulan la mayoría de sus personajes. En un principio parece simplemente una forma recurrente de caracterización. Pero a medida que se va descubriendo su cine, la reiteración del detalle va cobrando una misteriosa dimensión.

 

Alguien, casi siempre un hombre, llega a un sitio con una mochila sobre los hombros. El arranque de las películas del cineasta coreano es así de sencillo. Le suele esperar alguien, como en La mujer es el futuro del hombre (2004). O no, como en Noche y día (2008). Después deambula por la ciudad, vive encuentros con amigos o mujeres, bebe, se emborracha, y si tiene suerte, hará el amor. En todo ese trayecto nunca le veremos meter o sacar nada de su mochila. ¿Qué esconden, qué guardan cuidadosamente? En el cine de Hong Sang-soo también encontramos bolsos que se cargan sobre un solo hombro. A diferencia de las mochilas, sí que llegamos a conocer lo que ocultan. Como en The Day a Pig Fell Into the Well (1996), donde una manzana, que introduce el escritor protagonista al comienzo del film, servirá de motivo recurrente en un momento posterior del metraje. O en Woman on the Beach (2006), donde el director de cine que sostiene buena parte de la narración transporta, el cuaderno de notas en el que recopila ideas para el guión que intenta escribir en la localidad costera que visita con unos amigos.

Acudamos a The Power of Kangwon Province (1998) para aclarar las ideas. En este film aterrizamos en una pequeña zona turística con unas chicas adolescentes. Son mochileras, y han decidido pasar sus vacaciones de agosto en esa provincia poblada de montañas a la que hace referencia el título del film. Después, en la segunda parte, acompañamos a un hombre al mismo lugar, también a pasar unos días de vacaciones junto a un amigo. A medida que avanza la narración, descubrimos que este hombre fue el profesor de una de las chicas y que mantuvieron una relación idílica en ese paraje al que ahora han acudido por separado, esperando encontrarse con sus recuerdos. Pero él estaba casado. Sigue casado. Y después de su escapada, busca trabajo recorriendo institutos en los que entrega el currículo que extrae de la bolsa que le acompaña a todas partes. Si tanto el escritor de The Day a Pig Fell Into the Well, como el cineasta de Woman on the Beach, mantenían una relación amorosa con dos mujeres a la vez, entonces podemos afirmar que ese bolso es algo así como el indicador de una culpa íntima, del secreto de un pecado.

Oki’s Movie (2010) aparece dividida en cuatro capítulos bien diferenciados. En el cuarto, acompañamos a una pareja mientras pasean por un parque situado en la ladera de una colina. Ambos cargan con una mochila. Son jóvenes, todavía no han adquirido compromisos irreversibles. No tienen que engañar a nadie. Por lo tanto, no puede aparecer la culpa ni el pecado porque no hay nadie más allá de ellos en ese momento. Sus mochilas, entonces, no contendrían nada: están por llenar. Como la de la chica de The Power of Kangwon Province. De momento, todo cuadra perfectamente. Pero recordemos a ese director que vuelve de Estados Unidos en La mujer es el futuro del hombre. Que vuelve con una mochila para reencontrarse con un amigo. Él está soltero y ha fracaso en su proyectos cinematográficos. Su amigo ha formado una familia pero no se encuentra satisfecho con su vida. Acaban de entrar en los cuarenta. Emprenden un viaje para reencontrarse con la adolescencia perdida. El director se enrolla con una amiga a la que había olvidado. Su amigo hace lo propio con una joven estudiante. Pero tenemos la sensación de que el director se siente culpable de lo que acaba de hacer aunque no mantenga ninguna relación paralela. Como si quisiera hacerse cargo del “error” que ha cometido su amigo. Y como si su mochila tuviera que funcionar como un dispositivo para la redención del otro. No obstante, la película va de eso, de personajes que llevan vidas que no desean, que ocupan lugares en los que no les gusta estar. Aun así, tampoco podemos asegurar nada.

Regresemos a Oki’s Movie, concretamente al monólogo que podemos escuchar en la primera parte del film. El chico que veíamos caminar es un estudiante de cine. Esa primera parte es en realidad el proyecto que ha filmado para presentarlo en un concurso de cortometrajes. Quiere homenajear a su profesor, que también es cineasta, recreando el hipotético debate posterior a la presentación de una película futura. Se imagina hablando como si fuera esa persona a la que admira: “No tenía ningún tema en mente. Mi película es similar al proceso de conocer gente. Conoces a alguien, te llevas una impresión, y eso te sirve para formar una opinión. Pero al día siguiente, puedes descubrir nuevas cosas. Me gustaría que mi película tuviera el tipo de complejidad de un ser vivo. Si me hubiera ceñido a un tema enfocaría todo a un único punto. No apreciamos las películas por sus temas. Nos han enseñado a hacerlo. Los profesores siempre preguntan: ‘¿Cuál es el tema?’ Pero antes de preguntárnoslo, ¿acaso no hemos reaccionado ya a la película? No tiene gracia meterlo todo por un embudo. Es demasiado sencillo. Pero quizás la gente prefiere las cosas sencillas.”

Es evidente que estas palabras son en realidad las de Hong Sang-soo. No es la primera vez que pone en la voz de sus personajes una reflexión sobre la relación entre el cine y la realidad. Tiene motivos más que suficientes para estar preocupado: cuanto más se esfuerza en construir imágenes realistas, más difícil resulta ver lo que pasa en ellas. Cuanto más sencillas y transparentes parecen, más misteriosas se vuelven. Cuanto más se acerca a sus personajes con zooms imposibles, más les separa de aquellos con los que comparte un espacio. En Woman on the Beach, el director de cine intenta explicar esta relación a una de las dos chicas con las que está enrollado. Dibuja en su cuaderno el esquema que se puede ver en la siguiente imagen.

 

Con este sencillo dibujo viene a decir que para ver en la realidad se deben tomar diferentes puntos de vista que la representen. Esas formas geométricas que podemos apreciar es la imagen que se va construyendo a partir de una pléyade de puntos de vista. Pero no dice que esa imagen, cuanto más grande se hace, oculta en mayor medida la realidad de la que parte. En un hermoso texto sobre el secreto en el cine de Cristina Álvarez López y Adrian Martín (Apuntes para una teoría del cine en http://cinentransit.com/), podemos encontrar unas palabras de Michelangelo Antonioni lo suficientemente elocuentes: “Detrás de cada imagen revelada hay otra imagen más cercana a la realidad. Y en el fondo de esta imagen hay otra imagen aún más fiel, y otra detrás de esta última, y así sucesivamente… Hasta la verdadera imagen de la realidad absoluta y misteriosa que nadie verá nunca”. En Hahaha (2010), dos parejas mantienen una conversación interesante sobre esta idea. Miran a través de una ventana a un vagabundo y discuten si seguiría siendo un vagabundo si le quitáramos la ropa y le laváramos, o sería siempre así, independientemente de la estética y el estilo de vida que se le impusiera.  Llegados a este punto, entiendo que en el cine de Hong Sang-soo, ir hacia lo “absoluto” es un mal negocio. Y que, como en algunos de los cineastas que utilizan el misterio como motivo, el viaje, el desplazamiento, las tentativas frustradas de alcanzar el secreto traen como recompensa el descubrimiento de otros inesperados.

 

Tomemos un ejemplo concreto; un pintor en busca de inspiración aterriza en París en Noche y día (2008). Espera a un taxi a la salida del aeropuerto. Viene con su mochila, por supuesto. Fuma. En seguida llega al hostal donde se aloja una pequeña comunidad de coreanos. Pasa los días visitando la ciudad con su mochila como compañera de viaje. Hasta que conoce a una veinteañera de la que se enamora. O que pretende ligarse, porque ni el mismo sabe qué le gusta. ¿Su belleza? ¿Su personalidad? Es un misterio lo que le atrae de esa estudiante de Bellas Artes que no le dijo toda la verdad sobre su vida. Que no le dijo que fue expulsada de la facultad por copiar a una compañera. El cortejo comienza y al mismo tiempo deja a un lado la mochila y comienza a pasearse por el París más bohemio con una bolsa de plástico de la mano. A través de su milimétrico espesor podemos adivinar cuáles son sus provisiones. ¿Un paquete de tabaco? Es posible. En las películas de Hong se fuma mucho y con estilo. Y él fuma. ¿Un libro? Probablemente. Él es un artista y suponemos que leerá algo. Suponemos, porque a los demás escritores y cineastas que pueblan la filmografía del coreano, no les hemos visto leer nunca. A lo sumo ojear libros, pasar algunas páginas como en el mediometraje Visitors (2009). Si en las mochilas y bolsas puede esconderse el pecado o la culpa de uno mismo o de un amigo, en esta podría guardarse el anhelo de padecer esos sentimientos. Porque nuestro pintor está casado. Su mujer se quedó en Corea y le llama todos los días para que regrese; no es la única que intuye que su marido no viajó a París para encontrar la inspiración del artista. ¿El amour fou que nunca pudo llegar a vivir? ¿O la culpa de haber engañado a su mujer?

Los personajes de Hong parecen no sentir nada de lo que les pasa. Dan la impresión de vivir inmunizados ante cualquier tipo de dolor y que buscan situaciones extremas, como el adulterio, para encontrar sentimientos que golpeen definitivamente su vida insatisfecha. Una vida que ha regresado al pasado, abrazando un hedonismo con el que tratan de mantenerse en cierto grado de adolescencia. No han vivido lo que les hubiera gustado e intentan ficcionalizar su pasado para encontrar un nuevo punto de partida. De esta manera entendemos que, cuando se tropiezan con su verdadero pasado, no sepan qué hacer. Como el protagonista de Turning Gate (2002), cuando se cruza con la mujer que fue su pareja y no es capaz de reconocerla. Ni siquiera cuando ella le habla y le cuenta “su” historia. En los últimos trabajos de Hong, como The Day He Arrives (2011), la desolación va en aumento. En este film, su protagonista llega a Seúl para encontrarse con un amigo. La ciudad está cargada de fantasmas. Antes de encontrarse con él, comienza a recordar una historia que vivieron juntos pero que no logra reconstruir. Lo intenta de cuatro maneras diferentes, pero en cada intentona desdibuja la identidad de todos aquellos que le acompañaron. La única certeza es su mochila. Aparece en cada una de las tentativas, que además, siempre desembocan en el mismo bar.

Los placeres mundanos, como el alcohol, siempre serán la manera más rápida de saciar un deseo insatisfecho. Algunas de las escenas más memorables del cine de Hong Sang-soo tienen lugar en bares y restaurantes. Se podría decir que las particularidades de su “toque” nacen de la capacidad que demuestra para filmar a grupos de amigos o parejas comiendo y bebiendo alrededor de una mesa. En esas escenas se genera un nuevo misterio: por una parte, las conversaciones solo parecen posibles con una alta tasa etílica en sangre; por otra, el mismo alcohol consigue reunir a las personas y que abandonen cierta dispersión en sus vidas. No hay término medio en estas reuniones; al final todos acaban borrachos. Cuando hay parejas de por medio, el momento acaba en una escena de sexo. Pero es curioso que cuando estos encuentros tienen lugar entre triángulos amorosos formados por dos hombres y una mujer, aquel que se lleva a la chica es el que más bebe, el último que queda de pie. El esquema se repite: salen los tres del restaurante y piden un taxi. El que está más borracho se vuelve a casa solo. El otro se queda con ella y se van a la cama juntos. El mejor ejemplo lo encontramos en Virgin Stripped Bare by Her Bachelors (2000).

El objetivo último de los personajes masculinos de Hong es follar. Bueno, el de todos los hombres, si apuramos el tópico. En la aventura de una noche intentan encontrar la salida a esa adolescencia perpetua con la que quieren redimir lo no vivido. Por supuesto, no les servirá de nada. El sexo aparece como algo doloroso, frío, distante. Siempre adoptan la postura del misionero y ninguno alcanza un verdadero placer. Algunas veces, los hombres tratan de engañarse a sí mismos con la complicidad de sus parejas. Las mujeres fingen, y ellos hacen que se lo creen. La mayoría de las ocasiones, ese encuentro sirve para sacarles de la realidad confusa en la que viven como en Tale of Cinema (2005). Pero la revelación tampoco les valdrá de nada, como en Like You Know It All (2009). Sus vidas se reinician continuamente, como en una película que se repite incesantemente. Les resulta imposible encontrar una experiencia que dé salida al presente que falsean. Aunque el problema también asola a las mujeres, puesto que los films de Hong aparecen planteados de manera especular, donde una de las partes refleja a las demás. Aunque es cierto que las únicas excepciones, las únicas que han conseguido encontrar aparentemente una nueva perspectiva a sus vidas son mujeres: la del utilitario azul en Woman on the Beach y la escritora de Visitors. Aparentemente, porque están solteras y al final de sus películas dejan a un lado el bolso que las acompañó durante todo el metraje. Así que me pregunto por qué en uno de los últimos trabajos de Hong Sang-soo hasta la fecha, encontramos escrita sobre una pizarra la frase: “El corazón de una mujer: un enigma eterno”. Creo que no diré en cuál.

Ricardo Adalia Martín.

Oki’s Movie (Hong Sang-soo, 2010)

Histoire(s) du cinema

“En el cine no pensamos, somos pensados”

Jean-Luc Godard

Un enigma tan grande como el corazón de una mujer: ¿por qué tienen tanto interés las películas de Hong Sang-soo? Toman como base relaciones afectivas dirigidas por una especie de deriva existencial que ya hemos visto infinitas veces. La desorientación dentro de un mundo completamente impersonal suena a una época ya superada. Todas emanan un aroma enrarecido a cuento moral. Parecen deambular por una serie de lugares comunes. Y el comportamiento de sus personajes responde habitualmente a un mismo esquema. Pero Hong, aunque siempre parte de estos temas, logra diluirlos aplicando sistemáticamente su “toque” para sumergirse en los procesos que los regulan, en los flujos narrativos que discurren silenciosamente entre sus imágenes. Flujos de cambio generados por narraciones que asocian momentos aparentemente desconectados para movilizar hacia lo visible aquello que excluyen por su propia condición, por el mero hecho de narrar algo en concreto. Y esto es muy difícil. Afortunadamente, para explicar las singularidades de este “toque” tan particular, no existe mejor película que Oki’s Movie (2010).

Como viene siendo habitual en la obra del coreano, el armazón narrativo de Oki’s Movie se sustenta sobre tres personajes. Por una parte, tenemos al profesor y cineasta Song;  por la otra, a Jingu y Oki, dos de sus estudiantes más aventajados. El profesor es el tutor de sus proyectos, les aconseja, responde a todas sus preguntas (incluso personales) y ahora, además, debe decidir en un concurso cinematográfico cuál de los dos se llevará el premio al mejor cortometraje. El rumor corre por toda la facultad; parece que va a ganar Jingu porque mantiene una cierta amistad con su maestro. Al mismo tiempo, seguimos la relación entre Jingu y Oki: él hace todo lo posible para conquistarla, pero ella se muestra reticente ya que está saliendo de una intensa relación con un hombre mayor.

Oki`s Movie se divide en cuatro capítulos como si fueran cuatro pequeños cortometrajes, anunciados, además, por sus correspondientes títulos de créditos. El segundo y el tercero serían “la realidad” del triángulo amoroso. El primero y el cuarto corresponderían a los cortometrajes que han rodado Jingu y Oki, respectivamente. En ellos se subliman las experiencias que han vivido en los dos capítulos centrales. Y se aprecia perfectamente cómo las han transformado en una ficción que deja escapar todos los deseos que no pueden exteriorizar en su plano de realidad. Él quiere ocupar la posición de su maestro, vivir su vida, ser un profesor respetado, hacer películas incomprendidas y convertirse en una especie de rompecorazones. Ella no entiende el cine como una competición. Solo aspira a estar con un hombre mayor que le ofrezca un cierto grado de estabilidad emocional, alejada del egoísmo de su generación. Ha llegado a esa conclusión después de comparar su relación actual con la vivida anteriormente con ese hombre mayor que a todas luces parece Song porque figura en su cortometraje como si ya hubiera sido su pareja (cada capítulo lo interpretan los mismos actores). No debemos distraer nuestra mirada: con su comparación, Oki se acerca al verdadero presente, aquel en que convive lo vivido junto a lo no vivido. En la ficción puede permitirse no cancelar su aparición. De esta manera, se “hace presente” con la intención de construir, precisamente, “el presente”: para hacerlo habitable, para fundar a partir de él una experiencia propia que, a diferencia de Jingu, no se incline por la repetición de una vida impropia.

Casi todas las películas de Hong se encuentran divididas en capítulos que no encajan entre sí aunque se presenten como un juego de semejanzas. Esta particularidad ha propiciado que se hable de su cine como una serie de piezas que pueden intercambiarse indistintamente: ha llegado el momento de superar este flagrante error. Las imágenes y las historias de su cine siempre toman una posición precisa y premeditada para que se produzca la rima “en el tiempo” de sus series temáticas (en las que caben el amor, la amistad o el egoísmo). El proceso asociativo, trabajando siempre entre momentos alejados del metraje, genera y sostiene el flujo narrativo que debe perseguirse. En Oki’s Movie, termina encarnándose en la figura del profesor en el capítulo cuarto (con el que la propia película, no por causalidad, comparte título). Si, por ejemplo, los capítulos primero y cuarto ocuparan la parte central del film desplazando al segundo y tercero a los extremos, el flujo generado nos haría partir de una capa de realidad, atravesar la ficción (como en The Day He Arrives) y regresar de nuevo a la realidad. De esta manera, Oki’s Movie arranca y finaliza en la ficción de Jingu y Oki respectivamente, para empujarnos a través de toda la vida que ha conseguido encerrar entre medias.

Ricardo Adalia Martín.

La puerta del retorno (Hong Sang-soo, 2002)

Centauros del desierto

«Es más fácil conseguir que un actor se convierta en vaquero que convertir a un vaquero en actor»

John Ford

Se podría reescribir la historia del cine tomando como motivo el umbral de las puertas. Siempre ubicadas en un lugar preferencial dentro de la escena, han guardado celosamente el secreto de los amores de alcoba en una época en que estaba completamente prohibida la representación del sexo. Han ocultado complots, conspiraciones, golpes de estado y planes para acabar con jefes de gobierno y de la mafia o con el enemigo público número uno de turno. Han escondido asesinos, amantes, espías y ladrones de guante blanco. Han propiciado el tránsito entre mundos paralelos. Y cuando las leyes de la moral lo permitieron, fueron testigo privilegiado de los besos más bonitos de este arte que admiramos. Hablamos de Lubitsch, Lang, Sternberg, Rivette o Guitry. Y no olvidamos a John Ford, aunque debemos colocarle aparte por lo que todos sabemos: el tío Ethaw (John Wayne) se quedó solo al otro lado de la puerta después de encontrar a Debbie en tierra comanche y traerla de vuelta a la civilización. Estamos recordando el final de Centauros del desierto (1956), por si alguien lo dudaba.

Efectivamente, las puertas, al mismo tiempo que protegen un mundo particular, excluyen otro. La puerta del retorno concluye con el actor Kyung-soo parado frente a la que no ha podido cruzar desde que llegara a esa ciudad de provincias siguiendo a la mujer que conoció en el tren en que viajaba a la casa de sus padres. Le dijo que iba a por dinero, que le esperara. Por supuesto no regresó. Y además comenzó a llover para que se cumpliera la leyenda de la puerta del retorno que le había contado su amigo en la primera parte del film. Recordemos: un noble decapita a un plebeyo que está enamorado de su hija. Este se reencarna en serpiente y se enrosca en una pierna de la mujer de la que continúa enamorado. Como está enferma, la conduce hasta un santuario del que ya no saldrá jamás. La serpiente se queda sola y huye animada por la tormenta que comienza a caer en ese mismo momento. Detrás de la puerta queda un mundo de normalidad, placidez y seguridad al que no podrá acceder jamás: el de la pareja, la familia y el trabajo estable. Delante, solo el errar eterno del héroe trágico.

Kyung-soo no sabe que es un héroe porque, como todo héroe, no tiene conciencia de su condición. Nunca llegará a entender que siempre deberá darse la vuelta delante de cualquier puerta porque está obligado a realizar ciertos trabajos sucios para que las cosas funcionen, para que la vida continúe, para que los demás no nos volvamos aún más monstruosos de lo que somos. Él es la serpiente de esa leyenda, el que facilita que se curen las enfermedades que nos asolan. Su amigo le llamó. Acudió gustoso a la cita después de perder su trabajo en la productora. Conoció a la bailarina y se acostó con ella. No sabía que eran pareja. Pero, gracias a él, la relación pudo superar el momento de crisis por el que atravesaba. Entonces se marchó como había venido. No pudo volver a casa, pero en el tren se encontró con la chica que le condujo hasta su particular puerta del retorno. Estaba casada con un hombre de éxito, profesor y político. La pequeña aventura le sirvió para resolver las típicas dudas que aparecen a los treinta años, en ese incómodo tránsito entre la juventud y la adultez definitiva. Para retomar una vida normal y, por lo tanto, un futuro próspero.

El destino de Kyung-soo es tan trágico como el de Ethaw en la película de Ford. En ella apreciamos toda su dimensión cuando la mujer de su hermano sacude con cariño y nostalgia la suciedad del guardapolvo con el que había regresado de la guerra. Un simple gesto basta para entender todo lo que había pasado en esa familia. En La puerta del retorno, la mujer del político le recuerda que se conocieron hace quince años y le reprocha su mala cabeza. Después de tanto tiempo le sigue guardando cerca de su corazón. ¿Cómo puede acordarse Kyung-soo? La ayudó con unos tipos que la molestaban aunque no la conocía de nada. Solo fue un momento fugaz, que ha quedado marcado como una huella indeleble; ni el tiempo ni el amor de su marido lo han podido borrar. En el pequeño encuentro que mantienen deja entrever que le quiere. Que podría seguir queriéndole para siempre…

Ya lo decían Orson Welles, John Ford, John Ford y John Ford. Ahora no queda otra que entonar un Hong Sang-soo, Hong Sang-soo y Hong Sang-soo.

“Dossier Hong Sang-Soo” en El rayo verde número 6:

Ricardo Adalia Martín.

The Day He Arrives (Hong Sang-soo, 2011)

Copia certificada*

“Es verdad que todas son mujeres, pero no mean”

Boccacio

“¿Qué hago?” El protagonista de The Day He Arrives se vuelve hacia la cámara y nos interpela de esta manera, como si supiéramos la respuesta, como si no estuviéramos en la misma situación que él: qué hago con mi tiempo, con mi deseo, con mis amigos, con mi vida, con mi presente. Qué hago para ligarme a esa mujer que parece una copia perfecta de aquella con la que mantuve una relación fugaz. Qué hago para prolongar en el presente una experiencia vivida en el pasado. No es nada nuevo en el cine Hong Sang-soo. La sensación de parálisis es común a cada uno de los personajes que pueblan su filmografía. Sus vidas aparecen suspendidas en el tiempo, repitiendo incesantemente un gesto con el que intentan resolver una experiencia vacía, un breve encuentro inolvidable que les dejó completamente insatisfechos. No queda otra que volver al mismo lugar, a la misma persona, al mismo acontecimiento. No queda otra que volver a la misma imagen.

Como en casi todos los trabajos de Hong Sang-soo, alguien llega a un sitio cargando con su mochila. El protagonista de The Day He Arrives es un director de cine que no puede filmar, vive fuera de Seúl y regresa a la ciudad con la intención de reunirse con un amigo. Le llama pero no consigue hablar con él. Se ha presentado de improviso y lamenta no haberle avisado de su llegada. Ante el fracaso, decide tomar unos tragos en un bar donde conoce a unos estudiantes de cine con los que termina emborrachándose. Posteriormente, huye de ellos y se reúne con la mujer que dejó abandonada pese a estar completamente enamorado. Llora y trata de que la relación vuelva a comenzar. No es posible y, quizás, ni siquiera esté sucediendo lo que estamos viendo: al final del metraje volvemos al mismo punto en que arrancó la película, al momento en que el director irrumpe en la ciudad. Nuevamente llama a su amigo y este le dice que no puede quedar con él, que está muy ocupado. Entre estas dos escenas, separadas por setenta minutos, hemos visto toda la serie de encuentros que sí han logrado mantener. Todo parece normal, si no fuera porque realmente hemos contemplado la repetición del mismo día: el día en que él llega.

En lo que podemos denominar “parte central” del film, Hong conduce hasta el límite el  extrañamiento que habitualmente produce su cine. La cita entre los amigos, reproducida de tres maneras diferentes, siempre se ajusta al mismo esquema: quedan por la mañana (no vemos que hablen por teléfono), comen, se reúnen con otros amigos, y por la noche terminan emborrachándose todos juntos en un bar (de nombre Novela), cuya camarera es la misma mujer de la que estaba enamorado nuestro director. Aunque ahora no se conocen de nada y él trata de conquistarla a toda costa. Cada una de las tres variaciones encuentra su solución con el advenimiento de las diferentes etapas por las que va atravesando su relación de pareja; encuentro, contacto físico y separación. Pero no existe una continuidad entre ellas. Alcanzarlas supone una vuelta al grado cero de la relación y la aparición de la siguiente funciona como una acumulación de lo que ha visto el espectador, pero no de lo que han vivido los personajes. Para complicar la cuestión un poco más, nuestro director recibe un mensaje, de esa mujer con la que no pudo reconciliarse, cada vez que pone en marcha su cortejo: ¿cómo es posible si es la misma? ¿O es que ambas son la misma imagen? ¿Que está pasando realmente? Tenemos todos los hechos, ¿pero quién puede hallar la verdad de The Day He Arrives? ¿Cómo construir un plano de referencia si la ficción evocada por el nombre del bar también falla?

Hipótesis: ¿Y si The Day He Arrives estuviera suspendida en un instante como en Virgin Stripped Bare by Her Bachelors (2000)? En aquel trabajo, Hong Sang-soo hacía pivotar toda la narración alrededor del teleférico donde una chica se quedó atrapada cuando acudía a reunirse con su expareja en un hotel. Mientras él esperaba, ella describía la génesis de su relación. Contaba que era una tímida virgen y explicaba cómo él consiguió que dejara a un lado todas sus ideas preconcebidas sobre el sexo. Después, cuando el teleférico se puso en marcha, la chica desveló cómo lo ocurrido en el tiempo que compartieron había sido bastante diferente a lo que habíamos visto hasta ese momento. Las situaciones y los lugares eran los mismos, pero los sucesos bien distintos: no existía problema alguno con el sexo ni con la timidez. En The Day He Arrives, ese momento corresponde a la llamada de teléfono con la que nuestro director pretende contactar con su amigo.

El cine de Hong partió de historias de parejas y ha ido evolucionado hacia las de amistad, volviéndose en su recorrido cada vez más críptico. En Hahaha (2010), dos amigos quedan para contarse cómo fue su verano. Intercambian puntos de vista, relatan apasionadamente sus vivencias, pero son incapaces de descubrir que compartieron, desde una tímida distancia, espacio, amigos y realidades; sus historias son opuestas pero semejantes. The Day He Arrives supone un nuevo giro en la obra de Hong porque hace desaparecer ese “segundo punto de vista” que asoma en cada uno de sus trabajos anteriores. Ahora no es posible el “contraplano” porque la comunicación ha sido interrumpida por uno de los interlocutores. ¿Qué es lo primero que hace nuestro director cuando llega a Seúl? ¿Su regreso puede entenderse como el anhelo de una hipotética reconciliación? Si su amigo no le coge el teléfono, o se muestra esquivo, solo puede responder a un malestar generado por una situación que les separó en un pasado. ¿Y si nuestro director se hubiera ligado a la mujer que su amigo deseaba? Los momentos en que se hace patente la cercanía entre el amigo y la camarera son una constante. De hecho, él tiene total confianza para entrar a ese bar aunque esté cerrado, servir unos tragos y que a ella no le importe en absoluto. ¿Y si nuestro director no tenía conciencia de lo que anhelaba su amigo? ¿Y si creía que le gustaba realmente la profesora que le acompaña en cada uno de esos encuentros?

Sin duda, ya han aparecido demasiados interrogantes; el cine de Hong es un misterio que conduce a otro misterio. ¿Qué hacer ante la ausencia de contraplano? ¿Qué hacer cuando solo puedo mantener un diálogo conmigo mismo? Volver una y otra vez al contexto de la separación. Intentar establecer el origen de la ruptura. Ese palimpsesto inmemorial en que se confunde lo que ha pasado con la ambición de lo que se pretende que sea. The Day He Arrives se percibe como una pequeña tragedia porque ni siquiera la ficción evocada por el bar del “eterno retorno” vale para introducir novedad alguna en el presente. En algunos trabajos de Hong, como The Power of Kangwon Province (1998) o Woman on the Beach (2006), sus personajes todavía guardaban el anhelo de reencontrarse con un recuerdo para resolver su presente en el espacio donde se produjo una vivencia. Pero allí no cambiaba nada. Y ni siquiera entendían que ese lugar había devenido en cifra impersonal, que cuando lo abandonaron ya había quedado desposeído de todo significado, de toda posibilidad relacional. Entonces no parece extraño que el Seúl de The Day He Arrives no sea muy diferente a, por ejemplo, la ciudad de provincias de Turning Gate (2002) o La mujer es el futuro del hombre (2004). Por lo tanto, ante el extrañamiento, a nuestro director solo le queda acudir a «las ficciones” para encontrar una solución a su empresa, como en Tale of Cinema (2005) u Oki`s Movie (2010). Desgraciadamente, como hemos visto, tampoco le sirve para nada; solo le resta habitar una melancólica realidad autorreferencial.

En el número cinco de El rayo verde, José Miguel Burgos escribía a propósito de Copia certificada (Abbas Kiarostiami, 2010): “Para saber quiénes somos sólo hace falta mirarnos en el espejo, apreciar nuestros cambios, asumir el paso del tiempo. En la mirada final de James, uno de los protagonistas de Copia certificada, ante el espejo del baño esta experiencia se lleva hasta la extrema conciencia de que la posición del protagonista está marcada por una sensación de insólito extrañamiento. Ni el reflejo en el espejo ni el ritmo acompasado de su voz pueden garantizar su consistencia personal como marido, amante, como profesional y escritor. Entre quien se mira en un espejo y la imagen reflejada siempre aparece un lugar vacío que repele toda atribución de significado y que se resiste a ser capturado en las mallas de la representación”.

A Hong Sang-soo se le suele comparar acertadamente con Ozu (por aquello de los rituales alrededor de la bebida) y Eric Rohmer (véase el excelente texto de Faustino Sánchez unas páginas atrás). Pero es lamentable que se hayan obviado las estrechas relaciones que guarda con Abbas Kiarostami. No tanto por la fractura que ambos provocan en lo visible, sino por aquello a lo que nos enfrentan. El Kiarostami del siglo XXI tiene poco que ver con aquel que gozó de reconocimiento a finales del XX. Al igual que Hong, se ha dedicado a construir un tipo de imagen que se presenta como un espejo –en Five (2003), Shirin (2008) y Copia certificada (2010)– capaz de desvelar nuestro verdadero estatuto como personas: no lo que “somos”, sino “cómo es aquello que somos”. Cómo es el rol asumido íntimamente, el estilo que nos define o la forma de vida que hemos adoptado. Cómo es “la imagen de vida” que se confunde con “mi vida”. De esta manera, entendemos que el protagonista de The Day He Arrives equivoca su pregunta: ¿qué hago? no es la cuestión, sino ¿cómo hacer? Cómo hacer para relacionarme con mi condición de director de cine, parado, arquitecto, cinéfilo o cineclubista. Cómo hacer para relacionarme con la imagen que me da forma. Cómo hacer para relacionarme con esa mujer que es al mismo tiempo carne e imagen, presente y pasado, original y copia de mi deseo.

El cine humanista más casposo y adocenado, como el de Kaurismaki o Kore-eda, continúa propagando como un virus la máxima brechtiana de que el destino del hombre es el hombre. Sea cual sea su problema, “el hombre” podrá superarlo gracias a su abnegada humanidad: no hay peor ciego que el que no quiere ver. ¿Y qué pasa con las imágenes que utilizan como medio de expresión? ¿Cómo se puede abandonar una sala de cine (o dejar de mirar un pantalla) siendo inmune a lo que se acaba de ver? Es la cuestión del sujeto y sus predicados: cualquiera puede vivir su vida, ¿pero quién se atreve a imaginarla?

Ricardo Adalia Martín.

* Texto originalmente publicado en «Dossier Hong Sang-Soo» de El rayo verde número 6:

-El futuro del cine es Hong Sang-soo

-Las permutaciones Hong Sang-soo

-Vivir para jugar. Woman on the beach

-Misterios de Hong Sang-soo

-Atlas Hong Sang-soo

La puerta del retorno (2002)

La mujer es el futuro del hombre (2004)

Oki’s movie (2010)

Hahaha (2010)

The day he arrives (2011)

Mirar una escultura de Rodin

«¿Cómo piensa la escultura?¿Cómo la escultura esculpe el tiempo?¿Cómo procede con este mismo tiempo – memoria, presente, tensión hacia el futuro – para remover nuestros espacios familiares (nuestra cotidianidad), conmovernos interiormente, «tocarnos» con los lugares, los umbrales que esta inventa?» (Didi-Hubermann)

Respuesta en Contrapicado #44: Al alcance de la(s) mano(s).  O la manera en que Un couple parfait (Nobuhiro Suwa, 2005) abraza la sombra de Viaggio in Italia (Roberto Rossellini, 1953)

Imágenes: Octubre (Sergei M. Eisenstein, Grigori Aleksandrov, 1928)

Dos o tres cosas que se de él. Lo que queda de Nicholas Ray.

Mientras escribía el texto que forma parte del excelente volumen dedicado al cine y la figura de Nick Ray publicado por Shangrila en el centenario de su nacimiento, dudaba de si sería pertinente ofrecer un suplemento gráfico que ilustrará la idea sobre la que tratan de bailar cada una de las palabras. Finalmente, seis meses después de haberle puesto su punto final, y con el volumen ya a la venta, he decidido presentar esta pequeña asociación con algunas de las imágenes que tomé como punto de partida porque no me las puedo quitar de la cabeza. ¿Cómo podré olvidarlas? ¿Por qué a día de hoy siguen apareciendo como una figura fantasmal en muchas de las películas que veo por primera vez? Repaso el texto y me topo con un frase Godard «Nos quedamos si en el contracampo, sin un verdadero retorno». ¿Por qué siguen estando ahí a pesar de que ha desaparecido el mecanismo que las hacía volver?

The Lusty Men (Nicholas Ray, 1952)

On Dangerous Ground (Nicholas Ray, 1952)

Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954)

Permanent Vacation (Jim Jarmusch, 1980)

Lightning Over Water (Nicholas Ray, Wim Wenders, 1980)

JLG/JLG – autoportrait de décembre (Jean-Luc Godard, 1994)

Liverpool (Lisando Alonso, 2008)

Ne change rien (Pedro Costa, 2009)

Film Socialisme (Jean-Luc Godard, 2010)


El Sur en Transit número 10.

Después de publicar una reflexión sobre La vida sublime, Ricardo Adalia recibió en su domicilio una misiva anónima invitándole a reflexionar acerca de lo que había dejado escrito. Aunque en un principio no la tuvo en cuenta, finalmente provocó que un malestar se instalara en su cuerpo, empujándole a repensar su concepto de “Sur”. El resultado se puede leer, entre otros textos sumamente interesantes, en el número 10 de Transit: cine y otros desvíos.

Revista El rayo verde

El rayo verde nació en 2007 con la vocación de servir como complemento a la programación del Cine Club Calle Mayor.  Pero una vez alcanzada su quinta entrega pretende expandirse hasta encontrar una identidad que logre englobar dentro de sus páginas un panorama cinematográfico más amplio. Además de en versión electrónica puede conseguirse gratuitamente impresa en papel a través de la dirección revistaelrayoverde@hotmail.com.

Mutilaciones digitales. El cine “noughties” de Pedro Costa.

Un tipo negro mira ensimismado hacia una pared pulcramente blanqueada. Está observando una grieta que la atraviesa de lado a lado y que solo él parece ver. Se llama Ventura y hace algunos años, cuando trabajaba como albañil antes de que una enfermedad le obligara a jubilarse, la levantó con sus propias manos. Para cualquiera esa fisura sería invisible,  pero para su honor de artesano es algo más que el moratón del irremediable paso del tiempo.

Pedro Costa también es un artesano aunque en los últimos años la crítica le haya convertido en un autor. Por eso filma esta escena de Juventud en Marcha (2006) con el mismo detenimiento con que Ventura mira a su pared. Escruta las grietas de una presencia física portentosa alargando la escena durante un par de minutos. No hay prisa. Espera el momento en que a su hierático protagonista se le escape un gesto, un movimiento capaz de liberar alguna idea acerca de lo que piensa. El registro utilizado parece documental, pero cuando el espacio se queda vacío, cuando Ventura desaparece de la escena y pervive la sensación de que quizás no volvamos a verle sobre un plano que ha quedado ausente, el tiempo comienza a engordar hasta hacerse demasiado pesado. Un corte de montaje se convierte en algo más que un anhelo para el espectador y la desesperación óptica se siente como un mal físico. Estamos colocados sobre el tiempo de película y comenzamos a apreciar las dimensiones de la grieta a la que miraba Ventura. Entonces el corte deseado aparece y c nos sorprende. La escena misteriosa da paso a la siguiente, pero en esencia no parece haber cambiado nada.

Corte 1. Espacios poblados.

Como la pared de Ventura, la filmografía de Pedro Costa está atravesada por una falla que la divide en dos partes perfectamente diferenciadas. Alrededor del año 2000, después de rodar O sangue (1989), Casa de Lava (1994) y Ossos (1997), y de gozar de cierto reconocimiento en festivales internacionales, decide dar un cambio radical a la concepción de su cine impulsado por un problema de conciencia. Sus palabras son lo suficientemente elocuentes: “Ossos funcionó muy bien, era una película culta, a la moda, todo el mundo hablaba de ella. Pasó por todos los festivales. Triunfó en Venecia. Paulo (su productor) me dijo «La siguiente va a ser increíble». Me asusté mucho porque me vi haciendo un Ossos aún más estilizado, o menos…, o más. […] No estaba contento del éxito de Ossos, digería mal todos los debates a los que iba, aquí, en Paris, y por todos lados. Había algo que no pasaba. Es una historia bastante incompleta y bastante cobarde, porque está protegida por el cine, por el equipo de producción. No afrontaba la realidad” [1]

Efectivamente, su cine había discurrido bajo los patrones de cierto concepto cinematográfico muy europeo situado dentro de las coordenadas estéticas de la frontalidad y el distanciamiento formal, que al mismo tiempo proyecta una mirada abnegada, melancólica y complaciente hacia aquello que mira. Las buenas intenciones de una conciencia social ya no bastaban para retratar la historia de una enfermera que acude a Cabo Verde para cuidar a uno de su pacientes que habían sido deportado en Casa de Lava, o al joven drogadicto que pretende vender a su hijo recién nacido en Ossos porque no sabe qué hacer con él. Seguir acercándose de esta manera – como continua haciendose habitualmente en cine más social –, con un gran equipo de producción a un grupo humano excluido o a un espacio reducido a sus ruinas, por lo menos se puede calificar de hipócrita. Porque en esencia, ese ejercicio en que cada una de las dos partes implicadas no parte de la posición, no hace más que alimentar la desigualdad a través de las imágenes.

A partir de esa toma de conciencia el nuevo “sistema Costa” toma impulso, paradójicamente, de una metodología utilizada por una industria tan desmesurada y megalómana como la que gobernaba al mítico sistema de estudios del Hollywood más clásico. Solo que ahora de manera actualizada, reducida a una sola persona. A la del propio Pedro Costa, equipado con una pequeña cámara miniDV, un foco artesanal y un cuaderno de script. Con esas pocas provisiones se adentró en el barrio marginal de Fontainhas para hacer de y en él su propio estudio de rodaje. Tanto en el Hollywood clásico como en su “Hollywood” particular, el dinero no es la variable sobre la que operan las imágenes. Bien sea por exceso o por defecto, este “factor” se disuelve para dejar paso al espíritu, a las ganas de sacar adelante a un proyecto en común, y en el que todo aquel que participa está – o en teoría debe estar – implicado. He aquí el concepto más cercano a lo artesanal.

Costa ya había estado en Fontainhas para rodar Ossos, pero en su regreso trataba de explorar el barrio buscando todo aquello que había sido incapaz de ver algunos años antes. En ese espacio ruinoso, abandonado a su suerte, donde las drogas devastan a casi todos los que todavía viven allí, Costa encuentra a su particular star system: Vanda Duarte y Ventura. Presencias físicas que enraizan con los arquetipos clásicos de una Joan Crawford o un John Wayne. Pero la pátina que recubre su amargura deviene y trasforma en una realidad difícil de mirar. Vanda vive enganchanda a la drogas y únicamente se dedica a “asesorar” a todo aquel que pasa por la habitación que da título a No cuarto de Vanda (2000). Por el contrario, Ventura se mueve muchísimo en Juventud en Marcha. Vaga todo el día buscando a los hijos que se inventa para calmar la melancolía por una vida dividida, entre su Cabo Verde natal y el espacio espectral por el que transita.

A primera vista podría pensarse que estamos ante un nuevo acercamiento a la miseria del mundo, a uno de esos reflejos incómodos de lo que escondemos bajo la alfombra. En el registro aparentemente documental utilizado para su empresa da la impresión de que Costa trata de presentar la desgracia en todo su esplendor justificado, además, la necesidad de acercarla. Nos equivocaríamos de medio a medio. Su cine no trata de rastrear psicológicamente las causas que han precipitado una situación que a los ojos del espectador acomodado siempre es escandalosa. Todo lo contrario. Su tentativa no escatima esfuerzos para mostrar lo que puede un cuerpo reducido a una forma de vida. Sus imágenes low cost registradas con una cámara domestica, se equiparan a los cuerpos en un régimen de calidad similar para ver lo que pueden a partir de ese momento con ayuda de la ficción que interpretan y les apoya. Son cuerpos ruinosos, devastados por las drogas, por el paso del tiempo, por el trabajo. Las imágenes de Costa recogen las potencialidades de lo que queda de ellos. No hay nostalgia, ni lastima, ni complacencia: Solo dignidad. Dignidad estética.

Corte 2. Ne change rien.

Seguramente que si Ne change Rien (2009) ha sido la primera película de Pedro Costa que has visto, te estarás preguntado que tiene todo esto que ver con una actriz tan “pija” como Jeanne Balibar intentado interpretar todo aquello que se le ponga por delante. Debemos acudir al imperativo al que hace referencia el título del film, “No cambiar nada para que todo sea diferente”, tomado de un sampler de Histoire(s) du cinéma (Jean-Luc Godard, 1988-1998) para encontrar la repuesta al impulso que mueve todo el cine de la “nueva” era digital de Costa: El de los cuerpos tratando de acoplarse a un ritmo; de la música, de la vida, de la ficción, de las imágenes. Porque el cine del director portugués se sitúa a la distancia justa de las dos instancias entre las que se debaten los cuerpos. Entre su propia vida y las ficciones que las rodean. Cada una con su tiempo, con sus cadencias, con sus movimientos invisibles. ¿Cómo acceder a cada una de ellas una vez que las fronteras se han difuminado? Tal es el secreto y la fascinación del cine de Costa, que algunas veces nos parece el documental de una ficción y otras una ficción documentada. Pero este debate debería ser considerado ya como poco interesante aunque siga vigente desde que Juventud en Marcha pasara por Cannes en el año 2006 creando uno de los mayores debates contemporáneos alrededor de un régimen estético y descubriendo para el mundo la filmografía del director portugués. Sin embargo, en algo se ponían de acuerdo tanto los admiradores como los detractores de la película: aquellas imágenes, pese a su precariedad, emanaban una fuerza especial y disponían de una personalidad propia.

Costa, criado cinematográficamente en la filmoteca de Lisboa dirigida por el hoy fallecido João Bénard da Costa, vio y vivió intensamente las imágenes de John Ford, Raoul Walsh, Yasujiro Ozu, Jacques Tourneur, Charles Chaplin o Ernst Lubitsch. Porque es en la vivencia profunda, en la interiorización de un concepto que se actualiza a través de un cuerpo y su memoria, cuando las imágenes vuelven a la realidad cobrando un nuevo aliento, un nuevo impulso capaz de golpear ferozmente a cada retina. Por eso en las imágenes de Costa reconocemos muchos gestos cinematográficos reducidos a su esencialidad: un cuerpo derrumbado, el umbral de una puerta, una mano que reconforta. Filmados, además, en un escorzo puramente artístico. En lo que Mónica Muñoz Marinero llama puesta en escena esquinada [2]. Porque el cine de Costa huye de la frontalidad europea a lo Michael Haneke que se aleja de aquello que quiere representar como una realidad total. Solo el esbozo se muestra como el campo abierto donde la imaginación devuelve una nueva operatibilidad a las imágenes y a los cuerpos.

Las imágenes de Ne change rien llevan hasta el extremo el concepto. Del rostro de Jeanne Balibar emerge su voz intentando acoplarse tanto al ritmo de una opereta como de una canción pop y de una banda sonora western. Costa acompaña el vaivén genérico con uno temporal, confiriendo a las imágenes la categoría de autónomas. De esta manera heredan parte de ese misterio característico de las de, por ejemplo, un Tourneur. Envuelve, en consecuencia, a Balibar en una zona de incertidumbre dibujada por el claroscuro de un precioso blanco y negro. ¿Volveremos a verla en la siguiente escena? La amenaza también estaba presente en el color de sus dos películas anteriores. Vanda camina en el alambre resistiendo a una sobredosis, y la melancolía que embarga a Ventura, y que le hace reescribir una carta de amor a alguien que dejó en Cabo Verde antes de emigrar a la tierra de las promesas, nos hace dudar de que un corte de montaje le haga desaparecer para siempre. ¿Serán capaces de sobrevivir a la ficción que les relaciona con un espacio y su propia vida? El corte se convierte entonces en la amenaza fantasma de una vida en el abismo, misteriosa, sostenida por alfileres, pero que pese a todo lucha contra su propia desaparición.

Corte 3. ¡Corten!

Jamás se volverá a oír la palabra que titula este epígrafe en un rodaje de Pedro Costa. Al igual que la empresa en la que coloca a sus personajes, lleva a cabo un ejercicio reciproco intentado encontrar el ritmo de la vida con sus ficciones. Su cámara registra continuamente hasta que las baterías se agotan y no queda más remedio que parar el rodaje. Solo en el montaje, con sus propias manos siguiendo la idea de Godard, encontrará el sentido de sus películas.

Jamás ha intentando rodar un documental en el sentido estricto del término, exceptuando ¿Dónde yace tu sonrisa escondida? (2001). Un capitulo para la serie Cineastas de nuestro tiempo en el que pretendía enseñar de manera didáctica la complejidad de sus admirados Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. Esta pareja de cineastas debate calurosamente delante de una mesa de montaje mientras trabaja en la tercera versión de Sicilia! (1999) – para el que firma este texto su mejor película. Costa se agazapa en el rincón de una habitación sumergida en la penumbra que requiere ese trabajo, y su cámara permanece atenta a la impagable reflexión sobre la importancia de efectuar un corte un fotograma antes o después. El valor de “la cuestión Straub” desarrollada desde Dalla nube a la resistencia (1979) no reside en donde cortar sino en por qué cortar. Como alumno aventajado, Costa ha prolongado lo aprendido en todos sus trabajos digitales filmados a partir del año 2000.  En los que ese corte se ha revelado como una cuestión tan vital como social y política. Porque con su aparición desautoriza a documental y ficción para otorgar al tiempo la responsabilidad de operar en la figuración de lo real. En un mundo sobre-representado el valor añadido de una imagen estriba en lo que pueden pervivir en el tiempo. Sus imágenes se convierten entonces en una forma de resistencia a la lógica del espectáculo. Su tiempo pesa hasta que se trabajan a partir de su vivencia verdadera. Porque para un espectador, una imagen vivida es una imagen trabajada. Como la de un tipo negro que mira ensimismado hacia una pared pulcramente blanqueada.


[1] Un mirlo dorado, un ramo de flores y una cuchara de plata. Libro incluido en el cofre dedicado a Pedro Costa editado por Intermedio que contiene todas las películas de esta etapa digital en la que nos hemos detenido.

[2] http://contrapicado.net/old/panoramica.php?id=276

Noughties. Termino acuñado por la BBC para denominar a la década 2000-2009 “sin nombre”.

Ricardo Adalia Martín.

Número 5: http://issuu.com/rayoverde/docs/rayoverde5

Colaboraciones

El número 13 de la revista Shangrila. Derivas y ficciones aparte dedicado a la figura de F.M. Dostoievski vista a través de diferentes escritores, cineastas y pensadores, acaba de ver la luz y ya puede ser adquirida en los puntos de distribución habitual, incluido su weblog. Nuestra colaboración, por partida doble, rastrea las correspondencias entre Noches blancas (1848)/Two Lovers (James Gray, 2008) y Apuntes del subsuelo (1864)/Control (Anton Corbijn, 2007).

También está disponible un nuevo número Transit: cine y otros desvíos. En su octava entrega, en la que se presta una especial atención a la 48 edición del festival internacional de cine de Gijón, colaboramos con un texto dedicado a Film Socialisme (Jean-Luc Godard, 2010) y una aproximación al cine de Eugène Green.

Esperamos que os resulte interesante.

Two lovers

Advertencia previa: Este texto se perdió en los circuitos eléctricos de un pendrive justo cuando iba a ser entregado para su publicación en contrapicado.net. Tuve que rescribirlo a partir de la idea que mantenía de él en mi memoria, y cuando finalmente ha sido publicado en contrapicado.net, gracias a la paciencia de un amigo ha podido ser recuperado del limbo informático.

Lo prometo; a la salida de la sesión matinal de la pasada Seminci en la que se presentó Copia Certificada (Copie conforme, 2010), unas campanas repiqueteaban fuertemente, llenando con su sonido los espacios vacíos de una ciudad que comenzaba a despertarse en una mañana de domingo. Sorprendentemente, en el exterior del teatro que albergaba la sección oficial del festival no se había formado el revuelo habitual posterior a cualquier proyección. Estaba solo, y mientras mi cara agradecía el calor proporcionado por los rayos de un sol otoñal, podía escuchar perfectamente aquel sonido que provenía de alguna iglesia cercana mientras comenzaba a solaparse con el de aquellas campanas que acababa de escuchar en la escena final del último trabajo de Abbas Kiarostami. Sin ser exactamente una revelación, puedo afirmar que sentí como mi cuerpo realizaba una especie de transición hacia ese intersticio que separa realidad visual (o sonora) y memoria en el que el cineasta iraní ha tratado de colocarnos desde que se convirtiera en una cineasta de referencia a principios de los años noventa, con sus caminos y carreteras zizageantes entre todas las mentiras (Véase Verdades y mentiras, Jean-Pierre Limosin, 1994) que sostenían sus trabajos.

La singularidad del medio cinematográfico radica en aquello que se “ha visto”. Es decir, en la fuerza que ejerce una imagen que acabamos de ver sobre aquella que estamos viendo. De esta manera, lo que ha pasado se convierte en pura potencia de una suma de potencialidades, tanto de lo que ha sido como de lo que no ha podido ser. En teoría, la imaginación conectada a la experiencia fundada por todas esas memorias en duelo debería ser suficiente para suturar la cesura. Sin embargo, la comodidad, la instrumentalización cultural o cualquier otro tipo de influencia empujan a un espectador cualquiera a monumentalizar las imágenes como fetiches, a constituirlas como imágenes fijas que funcionan como axiomas que someten a la percepción personal a un mero ejercicio comparativo.

Como es bien sabido, a partir de ABC África (2000) el director iraní se deshizo de la puesta en escena tradicional gracias a las posibilidades ofrecidas por el recién nacido medio digital que él y otros autores han explorado a lo largo de la última década. Con ello consiguió despegarse de sus imágenes y encontrar la distancia justa desde donde mirarlas. Las cinco tomas de Five (2003) con el mar como fondo o los rostros de las actrices de Shirin (2008) escenifican el paradigma de la singularidad del medio cinematográfico; las imágenes avanzan por la pantalla lentamente ofreciendo la posibilidad de recordar lo visto sobre la imagen siguiente. Reducidas a un cierto tipo de esencialidad, las imágenes intercambiables ordenadas secuencialmente se ofrecen a una comparación que fracasa ante la imposibilidad de identificar la original y cada una de sus copias. Efectivamente, una imagen no es lo uno ni lo otro, sino una metamorfosis continua a través del tiempo, como sabemos gracias a los estudios de Didi-Huberman a partir de la obra de Aby Warburg.

Te querré siempre.

Con Copia Certificada Kiarostami vuelve a una puesta escena tradicional en el mismo país donde rodó un segmento de la película colectiva Tickets (2005). Después de diez años en que su cine ha pasado desapercibido para el público en general, dejando una cierta sensación de desilusión por la radicalidad de sus propuestas, su nuevo trabajo podría verse como una vuelta al mercado de la exhibición en salas comerciales, con una ficción que maneja todos los ingredientes de la practica cinematográfica alrededor de la relación que mantienen James Miller (William Shimell) y Ella (Juliette Binoche) durante un domingo cualquiera en la Toscana Italiana. James acaba de presentar su libro “Copia certificada” y Ella, gran admiradora de su obra, le invita a dar una vuelta por los alrededores. En un primer vistazo todo lo visible se adecua a una cierta concepción del cine de parejas en crisis.  Pero como conocemos a ciencia cierta que la obra del director iraní es una continúa operación evolutiva, debemos situarnos un poco por encima de sus imágenes para comprobar que en realidad la aparente sencillez oculta, bajo sus formas, una película pionera en la historia del cine. ¿Cómo se actualiza una imagen? La gran pregunta que revolotea sobre gran parte cine contemporáneo, solo han conseguido responderla algunos cineastas como  Hong Sang-Soo o Gus Van Sant (en su trilogía de la muerte) mediante la comparación de las vibraciones de su imaginario sobre el segmento de tiempo que separa una nueva película de la anterior. Pero la respuesta de Kiarostami, con la que creo sinceramente que ha vuelto a abrir una nueva vía del cinematógrafo,  escenifica ese proceso de actualización en tiempo real, recorriendo aquel intersticio ya identificado en sus anteriores trabajos. Toda renovación es el resultado de un conflicto, y el seguimiento de la pareja durante ese domingo cualquiera expone, de forma alusiva, algunos de los que sufre la imagen en su circular entre medios, soportes y épocas.

Después de la presentación del libro, James y Ella conversan sobre el mundo del arte y de que forma como van a pasar ese día. Viajan en coche hasta un museo cercano y tenemos la sensación de que estamos asistiendo a la génesis de una pareja. Tras discutir sobre la “Musa Polimnia”, vulgarmente conocida como la “Gioconda de la Toscana”, nuestra percepción cambia gracias a la ayuda de la camarera del restaurante en que la pareja se detiene a reponer fuerzas tras la visita. A partir de ese momento comenzamos a pensar que quizás se conocen  y que realmente estamos asistiendo a sus últimos coletazos como pareja. Primer conflicto; el cine es el arte que ha nacido tomando prestados motivos estéticos o narrativos de las demás artes. Fruto de esa herencia todavía mantiene la querella entre su imagen y la imagen pictórica (por ser la primera en representar la realidad). André Bazin habló de esa relación entre cine y pintura diferenciando entre la fuerza centrípeta de la imagen pictórica, que orienta a la imagen al interior de si misma, y la fuerza centrífuga propia de la cinematográfica, a partir de la cual se crea la relación con la imagen inmediata. Cuando el crítico francés hacía esta distinción el cine todavía era capaz de superar la barrera de los límites del cuadro que le había sido impuesto por la imagen que la precedía. En nuestro tiempo, un vez que el cine ha perdido su capacidad de organizar el mundo, ese contorno aparece como un fantasma que  atrapa la fuerza de la imagen fílmica y la devuelve hacia su memoria. Esa es la idea que se subyace de las escenas encadenadas del museo y el restaurante. La percepción se quiebra y comenzamos comparar la relación con la de Te querré siempre (Viaggio en Italia,  Roberto Rossellini, 1953) o con la de cualquier película que verse alrededor de la temática de parejas puestas en crisis.

Te odiaré siempre.

La pareja, de la que podemos afirmar que son una especie de  avatares (cuerpos reducidos a su propia imagen), continúa su periplo hasta que se detiene frente a una estatua que preside la fuente en una plaza bastante concurrida. Ante ella, James mantiene un discurso formalista, que trata  de reconocer si la pieza es en realidad un original o una copia. Por el contrario, Ella observa toda la fuerza de un hombre que protege a su mujer bajo sus brazos. La discusión, a la que sumarán a una pareja que pasa por allí (lo que permite un sorprendente cameo de Jean-Claude Carrière), nos coloca ante un nuevo problema, que por supuesto no es nada nuevo. ¿Cómo mirar las imágenes? No cabe duda que toda la tradición artística nos ha condenado a mirarlas bajo unos criterios de belleza asumida en el imaginario colectivo. Como un patrón de lo que debe ser, las imágenes del tipo que sean, deben ser miradas bajo unos códigos estrictos que amortajan nuestra percepción. Evidentemente, debe existir una clasificación que permita recontar y clasificar las obras en el tiempo. Pero llegados a este momento de la historia, donde la representación se muestra en retirada (registro del mundo como promesa de memoria, como su copia), debe producirse un cambio radical en la mirada orientado a su articulación bajo criterios puramente perceptivos y emotivos que construyan una relación verdadera con el objeto mirado. No se trata de subjetividad, tampoco del discurso humanista que se ha visto erróneamente en la obra del director iraní. El arte del espectador no consiste en conocer como se construye una imagen, sino en entender cómo se relaciona con ellas. ¿Realmente es tan importante saber valorar si un actor trabaja bien o si un guión ha sido bien desarrollado? Pensamos en las imágenes como objetos de los que podemos permanecer inmunizados. Acudimos a cines o museos, y nos olvidamos de las imágenes como si no hubiéramos vivido una experiencia con ellas, del tiempo compartido, lo sentido, los afectos movilizados. Las imágenes penetran en los cuerpos, se almacenan en ellos, se cargan de su tiempo. El sentido de las imágenes ya no se encuentra entre ellas, sino allí donde se confunden con la vida.

Un nuevo vaivén perceptivo tras las escena de la plaza nos hará entender la relación como la última oportunidad de la pareja, como su último intento de reconciliación,  hasta que lleguen finalmente a un hotel al que parecen entrar pensando en revivir su noche de bodas. En ese momento tenemos la sensación de que hemos descrito un trayecto hasta el origen de un problema enraizado quince años atrás en el tiempo. Ella se tumba en la cama y James repite, al igual que al principio de la película, que deber coger un tren a las nueve. Las certezas que tratamos de encontrar continúan siendo posibilidades, porque en el tiempo que hemos pasado junto a ellos, transitando espacios en los que se contemplan imágenes y se celebra la vida, hemos mantenido una comunicación imposible con la película, como la que mantendrían dos interlocutores que se expresan en distintos idiomas. Pese a todo,  con las campanas como fondo sonoro después de que desaparezca de la pantalla el rostro filmado en primer plano de James, al final del metraje se funda un verdadero origen donde resulta imposible otorgar un origen a las imágenes, pero si identificar como vuelven a comenzar.

Ricardo Adalia Martín.