Carta a Alain Resnais

Querido Alain,

Esta carta, en realidad, es una forma de redención personal porque no tuve el valor suficiente para enviártela cuando tuve que hacerlo, hace algunos años, cuando Pedro me pasó Las malas hierbas (2009) y quedé fascinado por la manera en que utilizaste la palabra “Fin”. Mis pensamientos estuvieron ocupados durante bastantes días, hasta que por fín (valga la redundancia) pude plasmarlos sobre un papel. Te diré que después de muchos meses he vuelto a escribir una carta a un director que admiro para compartir mis impresiones sobre una película que me ha atravesado. Ya tenía decidido no seguir haciéndolo, después de haber escrito unas cuantas (también a actores) y no haber obtenido una respuesta de ninguno de ellos. Con ellas pretendía, gracias al formato epistolar, entablar un diálogo productivo que consiguiera crear un vínculo más allá de las películas. ¿Para que sirve el cine sino? Pero dejemos al lado este pequeño detalle que ya no tiene importancia. Desde luego que me parece paradójico que, precisamente hoy, haya decidido que seguiré enviándolas. D.E.P. Alain Resnais.

Estarás conmigo en que cuando entramos a una sala de cine disponemos de una única certeza: la película que veremos finalizará en un momento dado. Después del tiempo de la ficción podremos regresar a la realidad como si no hubiera pasado nada. Sobre ella se sustenta la complicidad entre director y espectadores gracias a un mecanismo que solapa la narración de una historia con la temporalidad de la película que la despliega. Pero, ¿las historias puestas en imágenes terminan realmente con el último fotograma del film? Durante el clasicismo, Hollywood utilizó Fin o The end para ahorrar la incomoda duda a aquellos que acudían a soñar a una sala de cine. La palabra aparecía para construir la sincronía entre todos los tiempos. A fuerza de repetir el sistema, consiguió que se firmara un contrato tácito con el resto de eras del cine. De este modo, hoy en día ya no es necesario que aparezca dicha palabra para tomar conciencia de que las historias acaban con el último plano de una película. Plano, porque al contrario de lo que era costumbre durante ese clasicismo, los títulos de crédito comenzaron a insertarse tras ese Fin o la última de las imágenes con función puramente narrativa.

Pero, ¿qué ocurre cuando esa palabra aparece sobre impresionada cuando todavía quedan veinte minutos de metraje? ¿Qué ocurre cuando se imprime sobre la espalda de Georges (André Dussollier) en el momento en que besa a Marguerite (Sabine Azéma) en Las malas hierbas? Las historias no finalizan con la desaparición de las imágenes, ni siquiera siendo forzadas por una palabra que intenta su clausura. Sabemos que continua disponibles para el resto de los tiempos. En realidad, los hemos sabido siempre aunque hayamos hecho como si no lo supiéramos. ¿Qué espectador, desde 1895 hasta fecha de hoy, no ha pensado en lo que ha visto cuando sale de la sala del cine? La problemática de esta disyunción fue estudiada ampliamente durante la modernidad. El propio Alain Resnais intentó rastrear a donde van a parar todas esas historias después de su muerte en filmes como en Je t’aime je t’aime (1968) o El amor ha muerto (1983)

La aparición de la palabra Fin solía coincidir con el primer beso de una pareja. Su devaneo amoroso discurría entre los intersticios que dejaban cada uno de los géneros tomados como soporte durante ese clasicismo al que estamos haciendo referencia. La unión de los amantes venía a certificar un compromiso que quedaba fuera de campo, fuera de la historia. El beso era el principio de una felicidad que no podría ser representada. La modernidad y todo lo que ha venido a continuación, no han querido retomar esas historias y han centrado sus narraciones en la melancólica imposibilidad del amor o la incomunicación de pareja. Por lo tanto, se puede afirmar que la felicidad no tiene historia: sería insoportable mirar durante noventa minutos algo que, normalmente, aparece de forma esporádica, como un destello fugaz. Sin embargo, el cine, con este desprecio se ha traicionado a sí mismo porque el secreto de su éxito es algo parecido a «mantener una nota o un acorde y hacerlo pasar por música»

En la superposición de Fin y el beso que tiene lugar en Las malas hierbas, todavía queda un invitado por señalar: la famosa música de la Metro que da pie a la aparición del león rugiendo en su logotipo, y que suena mientras dura dicho beso. De esta manera, lo que en otro tiempo fueron los signos recurrentes para marcar principio y final de una película, ahora quedan solapados en cualquier parte de en medio. Suspendidos en un instante de indefinición donde parece que todavía no hemos visto nada o que ya lo hayamos visto todo, donde todo va a terminar o a comenzar de nuevo. Un instante, en realidad, completamente intercambiable por cualquiera en los que componen  el resto del film: en todos ellos tenemos la sensación de que Georges puede dejar definitivamente a su mujer o volver tener una relación pasional con ella. O que Marguerite va cambiar su relación lesbica con su compañera dentista, por una heterosexual con Georges.

La sensación no es nueva, incluso puede que demasiado contemporánea: es la que exponen brillantemente L’aponollide (Bertrand Bonello, 2011) o The Turín horse (Bela Tarr, 2011). En la primera, el burdel camina hacia su cierre definitivo mientras las prostitutas lo hacen hacia su liberación. En la segunda, el Apocalipsis total parece que va conseguir que la pareja protagonista abandone la casa donde habitan en soledad. En Las malas hierbas esa tensión la revela la escena final, cuando el triangulo amoroso vuela hacia la muerte mientras el amor está naciendo de nuevo. ¿De quién hacia quien? Entonces aparece otra historia, de una niña que nada tiene que ver con la que hemos visto hasta entonces. Y después otro Fin impreso sobre el negro de los títulos de crédito. ¿Cuál de las dos palabras es el falso culpable? ¿Cuál de las dos historias es la falsa culpable?

En el amor todos somos principiantes.

Ventura.

La vida sublime (I). Una película hablada

Tengo que reconocer que el cine no acaba de convencerme. Reconozco que algo debe tener cuando cuenta con tantos partidarios, no solo entre el gran público, sino también entre los intelectuales

Vicente Escudero

No puedo repetir un solo instante de mi vida, pero uno cualquiera de esos instantes puede repetirlo el cine indefinidamente ante mí

André Bazin

Las artes del tiempo deben dar cabida a lo inesperado

Georges Didi-Huberman

Adalia es una pequeña localidad situada en la provincia de Valladolid. A unos cuantos kilómetros, pero ubicada dentro de los límites territoriales de la provincia de Palencia, se encuentra la de Villamediana. Pese a la estimable distancia geográfica que las separa, ambas, al igual que todas aquellas poblaciones de la comarca agrícola conocida como Tierra de Campos, se acercan gracias a un paisaje homogéneo que las engloba dentro de una imagen en común, casi abstracta, de una tierra que fue conocida como “El granero de España”; de un desierto yesifero y arcilloso en invierno, y de un mar de espigas de cereal mecidas (en ocasiones) por el viento en verano. Una estampa bella e impersonal, como la que abre La vida sublime (2011). Una imagen que cifra sobre un tapete vegetal en pleno esplendor una escena jamás rodada de El Sur (1983) de Víctor Erice y la sublimación de un horizonte evocado por el testamento recogido por el segundo apellido de su director. Villamediana. Ese que se erige por encima del primero apocopándolo como V. para revelar la pulsión telúrica que empuja su cine.  Hablamos de una imagen capaz de integrar las historias de las dos comunidades españolas de mayor extensión geográfica. Como aquella del mar mediterráneo a la que recurren esos cineastas que nos gustan tanto para acercar en el tiempo y en el espacio culturas tan diferentes como la griega y la egipcia.

Castilla y Andalucía, tierras de quejiós y desgarros, de cantaores y bailaores de soledades, aunque los focos suelan detenerse solamente en aquellos que exhiben su adjetivo flamenco, olvidando a nombres como el de Vicente Escudero. Bailaor vallisoletano al que está dedicada una película que originariamente pretendía radiografiar a esa figura torera que se puede intuir en Fuego en Castilla (José Val del Omar, 1958-1960) y ver con toda la integridad de su ocaso en Con el viento solano (Mario Camus, 1966). “¡Baile de hierro!” se puede leer en la última frase de Mi baile (1974). (Un libro que sin duda ha inspirado a nuestro mejor bailaor; Israel Galván). Un baile “capaz de quebrar el mundo” que nos deberá para siempre Villamediana. Permaneciendo como posibilidad latente dentro su filmografía y sobre esa tierra que posee siempre la misma luz y las mismas luces porque mira invariablemente “con su profundidad de campo castellana”. A diferencia de ese sur misterioso y su capacidad para fascinar por igual a dos generaciones tan diferentes como a la de Víctor J. Vázquez (actor protagonista y primo del director) y a la de su abuelo “el Cuco”.

Ese sur indefinido más allá de una mera coordenada geográfica es el que también ha hechizado y ensimismado a diferentes generaciones de cinéfilos gracias a la leyenda de una película inacabada por el capricho de un productor. Inacabada, que no escindida ni dividida en dos partes, porque como cuenta el propio Erice, su película estaba concebida  para haberse finalizado sin ninguna cesura. Una cuestión que se revela esencial para entender el concepto del sur como una potencia inagotable de lugares y sueños evocados. Estrella, la niña protagonista del segundo trabajo de Erice, debería haberse encontrando allí con su hermano (secreto) y haberle entregado el péndulo de su padre ya fallecido. Para posteriormente haber sido correspondida con un libro (Las islas del sur) que evocaría otro sur más lejano, literario, inasible. Como un polo magnético con infinito poder de atracción sobre el que se subvierte la lógica imperante del mercado de las imágenes,  mostrando la poca importancia del fin para otorgársela a todo aquello que se va realizando en la tentativa de alcanzarlo.

Colocado en el curso del tiempo y sufriendo la máxima Kiarostámica de que “la ficción siempre es un poco menos que vida”,  Víctor choca en su trayecto hacia la memoria de su abuelo tanto con las imágenes sublimadas de la historia que desea conocer como con la ficciones que acosan la vida. Porque es en él, precisamente, donde se puede moldear la historia de un mito que se desploma en contacto con la realidad y que vuelve a recomponerse. No puede encontrar un rival para su pelea, ni comer noventa boquerones, ni mucho menos torear una vaquilla, pese a haber trabajado el gesto durante la ficción de El Brau Blau (2008). Como un autentico Quijote, solo puede recoger su armadura después de caer en una batalla consigo mismo. Y todo ello a través de esa palabra que cobra forma a la sombra de los mejores trabajos de Oliveira. Una palabra que deja de ser muda para traer sobre una historia familiar todos los recovecos de una nación y de un imaginario fílmico.

Pero una historia que por ser familiar no deja de ser sospechosa. Esa fecha en la que se data el viaje (1939) “oficial” del abuelo a Cádiz para sacar las oposiciones para policía nos hace pensar en una tierra en la que esperaba encontrar el anonimato tras el que esconder su filiación anarquista. O en una tierra en la que quizás buscaba tomar un barco hacia un exilio permanente en Nueva York. O en una tierra a la que quizás nunca acudió, porqué estuvo escondido ocho meses en un monte cercano a su hogar hasta que vio apaciguada la situación post-guerra civil. O en una escapada para salvaguardar su integridad física después de haber dejado embarazada a su novia sin haber pasado antes por un altar. Todas ellas posibilidades de constituir un sur sobre el propio movimiento. Como el que pretende realizar algún día el que firma este texto hacia esa localidad (o sus imágenes) que denota su apellido Adalia.

Ricardo Adalia Martín.