The Turin Horse (Béla Tarr, 2011)

¿Qué es el tiempo?

Si nadie me pregunta, yo lo sé.

Si tuviera que explicarlo, no podría.

Sólo sé que si nada pasara, no habría pasado.

Y si nada nos llegara, no habría futuro.

Y no habría presente si no hubiera nada de lo que hay.

Mirar hacia fuera para olvidar lo de dentro: Este es el axioma que vincula íntimamente a los personajes de Béla Tarr en el tiempo. Al final de Sátántangó (1994) descubríamos que cada uno de los pequeños acontecimientos de la granja comunal estaban organizados por la mirada contemplativa de un escritor que pasaba largas horas delante de su ventana para no tener que afrontar la absoluta soledad en que estaba instalada su vida.  En El hombre de Londres (2007), Maloin, el guardagujas de la estación portuaria cargaba con la culpa del asesinato que había presenciado desde su garita para evadirse de los problemas que desgarraban su pequeño núcleo familiar. En The Turín Horse tenemos a un padre y su hija que se turnan armoniosamente para mirar por la ventana de su pequeña casa situada en medio de ninguna parte. Entre ellos no existen más que unas pocas palabras que aparecen en medio del estricto ritual que mantienen a diario; mientras él duerme, ella se sienta en el taburete colocado delante de la ventana. Cuando ella prepara la comida, él toma el relevo contemplativo. ¿Esperan a que aparezca alguien por ese horizonte en el que solo podemos divisar un árbol en los seis días en que se desarrolla la acción?

Probablemente la ventana sea el elemento más importante de todos los que componen el cine de Béla Tarr. Incluso más que los largos planos secuencia, las caminatas contra el viento, los bares o su escrupulosa fotografía en blanco y negro. Más, porque en el umbral entre un afuera y un adentro que marca el grosor milimétrico de un cristal, se regula la melancolía que en toda su dimensión conceptual atraviesa subyugando cada una de las imágenes de su filmografía. Una melancolía que, atendiendo a la definición de cierto pensador italiano, «no es tanto la retracción ante la pérdida de algo, sino la capacidad de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable para así poseerlo de manera definitiva» Ese objeto, como en todas las películas del maestro húngaro, es la vida.  La melancolía en la mirada captura una vida impropia que viene a sustituir esa vida propia que no se puede llegar a vivir. ¿Pero que ocurre cuando esa vida “exterior” ha desaparecido por completo, cuando no es más que un eco lejano?

En The Turín Horse ya no existe un “todo” concreto al que mirar. Alrededor de la casa solamente vemos el pozo al que la hija acude todos los días  y la cuadra donde duerme el caballo que al que evoca el titulo del film. O a su historia, mejor dicho. Porque la leyenda de ese misterioso caballo al que Nietzsche salvó de ser azotado por su cochero, es la que nos ha conducido hasta el lugar donde se desarrolla toda la película. Béla Tarr se radicaliza aún más y dice adiós a comunidades arcaicas y ciudades desangeladas para hacer del mundo un rumor sordo que solamente se deja oír cuando un hombre acude a visitar a la pareja para conseguir un poco de vino. Aunque el cochero está mirando por la ventana cuando aparece, no se percata de su llegada hasta que golpea vivamente a la puerta de entrada. Este hombre les cuenta que el viento, omnipresente durante todo el film como un martillo que repiquetea incisivamente sobre las imágenes, ha destruido el pueblo cercano hasta dejarlo en ruinas. Les habla del Apocalipsis que llega y le creen (le creemos). Sin preguntar nada,  le dejan marchar. Su vida ahora es esa casa, son ellos, su rutina: levantarse, ir a por agua, encender el fuego, comer patatas y dormir. Porque el caballo, su único medio de vida, no quiere moverse. El incidente con Nietzsche solo fue un primer aviso.

Nunca hubo un tiempo en el que no hubiera tiempo.

Si el presente existe sólo para convertirse en pasado, ¿como podemos decir que existe en absoluto, donde solo llegar a ser ya ha pasado?

¿O deberíamos aceptar que el tiempo existe sólo porque tiende a no existir?

La aparición de ese hombre no puede ser más decisiva: Sus palabras, su cifra puramente informativa, viene a instaurar un nuevo cambio de tiempo que suplanta al que regia hasta ese momento. El tiempo de la historia se ha desecho y, por lo tanto, lo humano ha perdido los contornos que lo conformaban. Paralelamente, los pequeños sistemas de referencia sobre los que se sostenía la mirada precaria e indefensa de cualquier espectador ante el minimalismo de la película se desploman. Hasta entonces resultaba útil ir construyendo certezas a partir de un orden simbólico; el caballo es la libertad, en el pozo se guarda cierto deseo perdido y los seis días que dura el film son la génesis de un nuevo mundo que se está creando. Todo eso ya no vale. Con la desaparición del tiempo de la historia, Tarr nos coloca ante un tiempo nuevo en que se descubre la animalidad velada, precisamente, por el orden del tiempo. Pero, ¿qué es la vida sin un sistema de coordenadas temporal? ¿Qué es la vida?

Si nos paramos a reflexionar sobre este concepto, nos daremos cuenta lo difícil que resulta articular un discurso sobre él. Nuestra cultura (Europea) ha interiorizado profundamente que «la vida es aquello que no puede ser definido, pero que, precisamente por ello, tiene que ser incisamente articulado y dividido». Lo que entendemos como vida natural realmente es una escisión en la que se confunden  una vida orgánica y otra animal. La primera tiene que ver con todas las necesidades y funciones básicas del organismo.  La segunda con la relación hacia fuera de si, con el mundo exterior. Una vez que el tiempo ha quedado “congelado”, una vez que la melancolía ya no puede operar, la vida animal queda completamente desactivada. Paradójicamente,  cuando esta vida animal ha sido suspendida,  los seres humanos vuelven a estar más cerca de su animalidad. Ahora, el cochero y su hija son únicamente una vida orgánica que trabaja para asegurar, precisamente, su vida.

¿Cómo y por qué surge la necesidad de melancolía? En el momento en  que esas relaciones con lo “cercano” del mundo exterior quedan rotas, cuando un suceso relevante crea una cesura insalvable entre dos singularidades. La melancolía es la sutura que palia la distancia, reuniendo dos vidas a través de sus miradas perdidas en ese mundo que se presenta en el horizonte común. Realmente,  esos cuerpos habían quedado reducidos a su animalidad mucho antes, pero la melancolía trabajaba simulando una vida relacional verdadera. En las películas de Bela Tarr ese mundo “mirado” que obra el milagro es el mundo de las imágenes. Porque sus personajes miran al mundo como si fueran  imágenes. El cineasta húngaro no se ha cansado de reflexionar sobre ellas con cada uno de sus trabajos aunque casi nadie le haya prestado la suficiente atención. De hecho, cuando fue explicito en Werckmeister Armoniak (2000) con aquella barraca de feria y su famosa ballena emulando, en cierta manera, el gesto con que Erice inauguraba El espíritu de la colmena (1973), tampoco se le tuvo en cuenta. El príncipe un tanto Maquiavélico que dirigía el espectáculo afirmó que «en la ruina todo está completo y que el conjunto no es nada» antes de que reinara el caos en aquella ciudad por la que deambulaba el entrañable Valuska. Ese caos se hizo orden cuando los hombres se unieron para componer una sinfonía de destrucción que les llevó hasta ese hospital en el que se encontraron a un anciano completamente indefenso y desnudo. Ese fue su límite. La pareja de The Turín Horse se viste y desviste todos lo días ante nuestros ojos: ellos no pueden tener conciencia de que son ese anciano.

Ante las imágenes estamos completamente desnudos, plenamente expuestos, situados en lo abierto. Porque la propia condición del dispositivo reclama una mirada melancólica hacia su espectralidad identitaria. Pero con la toma de conciencia de la desnudez se funda la posibilidad de un reencuentro con una potencia vital y relacional enraizada en la inconsciente animalidad. La melancolía, para sobrevivir en el tiempo, debe apropiarse de ella. ¿Es posible encontrar una manera de escapar de esa aporía? Bela Tarr lejos de criminalizar las imágenes, intenta destruir esta relación que rige nuestra mirada. Por eso no parece casual que en su cine todo orden tienda al caos y los cuerpos hacia el desamparo. Como el protagonista de La condena (1988), cuando terminaba arrastrándose por un vertedero y ladrando a los perros que merodeaban a su alrededor. El cine de Tarr está colmado de indicadores de esta ruina conviviendo en la superficie continua de una imagen, del mismo modo que la animalidad hace lo propio con nuestra humanidad. Esta indistinción provoca que todos los “cortes” (a la manera de Godard, por ejemplo) entre imágenes no sean más que intervalos tan falsos como los que gobiernan las grandes obras maestras de la música. De ello nos hablaba el investigador musical en Werckmeister Armoniak. Así que no queda otra que enfrenarse al problema a través del tiempo, instaurando uno propio que pueda colisionar con el de la duración de la película. El reto es tan difícil como el que regiría un hipotético enfrentamiento entre la animalidad y un animal.

En cada una de los trabajos que preceden a The Turín Horse este ejercicio era ya lo suficientemente arriesgado. Las largas caminatas por grandes espacios abiertos acababan desembocando en bares u hogares donde el tiempo parecía suspendido.  Ahora nos topamos con todo lo contrario. Son contados los puntos de fuga “caminados” hacia el pozo o la cuadra. La mayoría del metraje acontece en el espacio minúsculo de esa casa, y Tarr debe sacar a relucir todo su talento para regalarnos su película más virtuosa. ¿Cómo filmar ahí la misma rutina de seis maneras diferentes? Pese a todo, lo consigue. No repite ni el mismo encuadre ni el mismo movimiento de cámara. Con cada trazo lleva al límite una inventiva que logra construir un clima donde las variaciones alrededor de la rutina van “troceando” silenciosamente el tiempo de la película. Lo seis días repartidos en 146 minutos de metraje duran cada vez menos. La cámara va acumulando tiempo de registro hasta que el sexto día no “vivimos” más que unos pocos minutos de la realidad de la pareja. Como si se tratara de dos placas tectónicas, los tiempos arrugados despedazan la melancolía para revelar el suplemento intangible de su problemática: «Trascurre, pero no pasa».

El único tiempo que vivimos realmente es el presente.

Pero no obstante, en nuestras almas sentimos tres tiempos:

El presente del pasado, es decir, el recuerdo.

El presente del presente, es decir, la observación.

Y el presente del futuro, es decir, la espera.

Para el tiempo que resta:

Melancolía de la resistencia. László Krasznahorkai. Acantilado, 2001

The Enlightenment (Volker Schlöndorff, 2002)

Ricardo Adalia Martín.

Dos o tres cosas que se de él. Lo que queda de Nicholas Ray.

Mientras escribía el texto que forma parte del excelente volumen dedicado al cine y la figura de Nick Ray publicado por Shangrila en el centenario de su nacimiento, dudaba de si sería pertinente ofrecer un suplemento gráfico que ilustrará la idea sobre la que tratan de bailar cada una de las palabras. Finalmente, seis meses después de haberle puesto su punto final, y con el volumen ya a la venta, he decidido presentar esta pequeña asociación con algunas de las imágenes que tomé como punto de partida porque no me las puedo quitar de la cabeza. ¿Cómo podré olvidarlas? ¿Por qué a día de hoy siguen apareciendo como una figura fantasmal en muchas de las películas que veo por primera vez? Repaso el texto y me topo con un frase Godard «Nos quedamos si en el contracampo, sin un verdadero retorno». ¿Por qué siguen estando ahí a pesar de que ha desaparecido el mecanismo que las hacía volver?

The Lusty Men (Nicholas Ray, 1952)

On Dangerous Ground (Nicholas Ray, 1952)

Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954)

Permanent Vacation (Jim Jarmusch, 1980)

Lightning Over Water (Nicholas Ray, Wim Wenders, 1980)

JLG/JLG – autoportrait de décembre (Jean-Luc Godard, 1994)

Liverpool (Lisando Alonso, 2008)

Ne change rien (Pedro Costa, 2009)

Film Socialisme (Jean-Luc Godard, 2010)


Revista El rayo verde

El rayo verde nació en 2007 con la vocación de servir como complemento a la programación del Cine Club Calle Mayor.  Pero una vez alcanzada su quinta entrega pretende expandirse hasta encontrar una identidad que logre englobar dentro de sus páginas un panorama cinematográfico más amplio. Además de en versión electrónica puede conseguirse gratuitamente impresa en papel a través de la dirección revistaelrayoverde@hotmail.com.

Mutilaciones digitales. El cine “noughties” de Pedro Costa.

Un tipo negro mira ensimismado hacia una pared pulcramente blanqueada. Está observando una grieta que la atraviesa de lado a lado y que solo él parece ver. Se llama Ventura y hace algunos años, cuando trabajaba como albañil antes de que una enfermedad le obligara a jubilarse, la levantó con sus propias manos. Para cualquiera esa fisura sería invisible,  pero para su honor de artesano es algo más que el moratón del irremediable paso del tiempo.

Pedro Costa también es un artesano aunque en los últimos años la crítica le haya convertido en un autor. Por eso filma esta escena de Juventud en Marcha (2006) con el mismo detenimiento con que Ventura mira a su pared. Escruta las grietas de una presencia física portentosa alargando la escena durante un par de minutos. No hay prisa. Espera el momento en que a su hierático protagonista se le escape un gesto, un movimiento capaz de liberar alguna idea acerca de lo que piensa. El registro utilizado parece documental, pero cuando el espacio se queda vacío, cuando Ventura desaparece de la escena y pervive la sensación de que quizás no volvamos a verle sobre un plano que ha quedado ausente, el tiempo comienza a engordar hasta hacerse demasiado pesado. Un corte de montaje se convierte en algo más que un anhelo para el espectador y la desesperación óptica se siente como un mal físico. Estamos colocados sobre el tiempo de película y comenzamos a apreciar las dimensiones de la grieta a la que miraba Ventura. Entonces el corte deseado aparece y c nos sorprende. La escena misteriosa da paso a la siguiente, pero en esencia no parece haber cambiado nada.

Corte 1. Espacios poblados.

Como la pared de Ventura, la filmografía de Pedro Costa está atravesada por una falla que la divide en dos partes perfectamente diferenciadas. Alrededor del año 2000, después de rodar O sangue (1989), Casa de Lava (1994) y Ossos (1997), y de gozar de cierto reconocimiento en festivales internacionales, decide dar un cambio radical a la concepción de su cine impulsado por un problema de conciencia. Sus palabras son lo suficientemente elocuentes: “Ossos funcionó muy bien, era una película culta, a la moda, todo el mundo hablaba de ella. Pasó por todos los festivales. Triunfó en Venecia. Paulo (su productor) me dijo «La siguiente va a ser increíble». Me asusté mucho porque me vi haciendo un Ossos aún más estilizado, o menos…, o más. […] No estaba contento del éxito de Ossos, digería mal todos los debates a los que iba, aquí, en Paris, y por todos lados. Había algo que no pasaba. Es una historia bastante incompleta y bastante cobarde, porque está protegida por el cine, por el equipo de producción. No afrontaba la realidad” [1]

Efectivamente, su cine había discurrido bajo los patrones de cierto concepto cinematográfico muy europeo situado dentro de las coordenadas estéticas de la frontalidad y el distanciamiento formal, que al mismo tiempo proyecta una mirada abnegada, melancólica y complaciente hacia aquello que mira. Las buenas intenciones de una conciencia social ya no bastaban para retratar la historia de una enfermera que acude a Cabo Verde para cuidar a uno de su pacientes que habían sido deportado en Casa de Lava, o al joven drogadicto que pretende vender a su hijo recién nacido en Ossos porque no sabe qué hacer con él. Seguir acercándose de esta manera – como continua haciendose habitualmente en cine más social –, con un gran equipo de producción a un grupo humano excluido o a un espacio reducido a sus ruinas, por lo menos se puede calificar de hipócrita. Porque en esencia, ese ejercicio en que cada una de las dos partes implicadas no parte de la posición, no hace más que alimentar la desigualdad a través de las imágenes.

A partir de esa toma de conciencia el nuevo “sistema Costa” toma impulso, paradójicamente, de una metodología utilizada por una industria tan desmesurada y megalómana como la que gobernaba al mítico sistema de estudios del Hollywood más clásico. Solo que ahora de manera actualizada, reducida a una sola persona. A la del propio Pedro Costa, equipado con una pequeña cámara miniDV, un foco artesanal y un cuaderno de script. Con esas pocas provisiones se adentró en el barrio marginal de Fontainhas para hacer de y en él su propio estudio de rodaje. Tanto en el Hollywood clásico como en su “Hollywood” particular, el dinero no es la variable sobre la que operan las imágenes. Bien sea por exceso o por defecto, este “factor” se disuelve para dejar paso al espíritu, a las ganas de sacar adelante a un proyecto en común, y en el que todo aquel que participa está – o en teoría debe estar – implicado. He aquí el concepto más cercano a lo artesanal.

Costa ya había estado en Fontainhas para rodar Ossos, pero en su regreso trataba de explorar el barrio buscando todo aquello que había sido incapaz de ver algunos años antes. En ese espacio ruinoso, abandonado a su suerte, donde las drogas devastan a casi todos los que todavía viven allí, Costa encuentra a su particular star system: Vanda Duarte y Ventura. Presencias físicas que enraizan con los arquetipos clásicos de una Joan Crawford o un John Wayne. Pero la pátina que recubre su amargura deviene y trasforma en una realidad difícil de mirar. Vanda vive enganchanda a la drogas y únicamente se dedica a “asesorar” a todo aquel que pasa por la habitación que da título a No cuarto de Vanda (2000). Por el contrario, Ventura se mueve muchísimo en Juventud en Marcha. Vaga todo el día buscando a los hijos que se inventa para calmar la melancolía por una vida dividida, entre su Cabo Verde natal y el espacio espectral por el que transita.

A primera vista podría pensarse que estamos ante un nuevo acercamiento a la miseria del mundo, a uno de esos reflejos incómodos de lo que escondemos bajo la alfombra. En el registro aparentemente documental utilizado para su empresa da la impresión de que Costa trata de presentar la desgracia en todo su esplendor justificado, además, la necesidad de acercarla. Nos equivocaríamos de medio a medio. Su cine no trata de rastrear psicológicamente las causas que han precipitado una situación que a los ojos del espectador acomodado siempre es escandalosa. Todo lo contrario. Su tentativa no escatima esfuerzos para mostrar lo que puede un cuerpo reducido a una forma de vida. Sus imágenes low cost registradas con una cámara domestica, se equiparan a los cuerpos en un régimen de calidad similar para ver lo que pueden a partir de ese momento con ayuda de la ficción que interpretan y les apoya. Son cuerpos ruinosos, devastados por las drogas, por el paso del tiempo, por el trabajo. Las imágenes de Costa recogen las potencialidades de lo que queda de ellos. No hay nostalgia, ni lastima, ni complacencia: Solo dignidad. Dignidad estética.

Corte 2. Ne change rien.

Seguramente que si Ne change Rien (2009) ha sido la primera película de Pedro Costa que has visto, te estarás preguntado que tiene todo esto que ver con una actriz tan “pija” como Jeanne Balibar intentado interpretar todo aquello que se le ponga por delante. Debemos acudir al imperativo al que hace referencia el título del film, “No cambiar nada para que todo sea diferente”, tomado de un sampler de Histoire(s) du cinéma (Jean-Luc Godard, 1988-1998) para encontrar la repuesta al impulso que mueve todo el cine de la “nueva” era digital de Costa: El de los cuerpos tratando de acoplarse a un ritmo; de la música, de la vida, de la ficción, de las imágenes. Porque el cine del director portugués se sitúa a la distancia justa de las dos instancias entre las que se debaten los cuerpos. Entre su propia vida y las ficciones que las rodean. Cada una con su tiempo, con sus cadencias, con sus movimientos invisibles. ¿Cómo acceder a cada una de ellas una vez que las fronteras se han difuminado? Tal es el secreto y la fascinación del cine de Costa, que algunas veces nos parece el documental de una ficción y otras una ficción documentada. Pero este debate debería ser considerado ya como poco interesante aunque siga vigente desde que Juventud en Marcha pasara por Cannes en el año 2006 creando uno de los mayores debates contemporáneos alrededor de un régimen estético y descubriendo para el mundo la filmografía del director portugués. Sin embargo, en algo se ponían de acuerdo tanto los admiradores como los detractores de la película: aquellas imágenes, pese a su precariedad, emanaban una fuerza especial y disponían de una personalidad propia.

Costa, criado cinematográficamente en la filmoteca de Lisboa dirigida por el hoy fallecido João Bénard da Costa, vio y vivió intensamente las imágenes de John Ford, Raoul Walsh, Yasujiro Ozu, Jacques Tourneur, Charles Chaplin o Ernst Lubitsch. Porque es en la vivencia profunda, en la interiorización de un concepto que se actualiza a través de un cuerpo y su memoria, cuando las imágenes vuelven a la realidad cobrando un nuevo aliento, un nuevo impulso capaz de golpear ferozmente a cada retina. Por eso en las imágenes de Costa reconocemos muchos gestos cinematográficos reducidos a su esencialidad: un cuerpo derrumbado, el umbral de una puerta, una mano que reconforta. Filmados, además, en un escorzo puramente artístico. En lo que Mónica Muñoz Marinero llama puesta en escena esquinada [2]. Porque el cine de Costa huye de la frontalidad europea a lo Michael Haneke que se aleja de aquello que quiere representar como una realidad total. Solo el esbozo se muestra como el campo abierto donde la imaginación devuelve una nueva operatibilidad a las imágenes y a los cuerpos.

Las imágenes de Ne change rien llevan hasta el extremo el concepto. Del rostro de Jeanne Balibar emerge su voz intentando acoplarse tanto al ritmo de una opereta como de una canción pop y de una banda sonora western. Costa acompaña el vaivén genérico con uno temporal, confiriendo a las imágenes la categoría de autónomas. De esta manera heredan parte de ese misterio característico de las de, por ejemplo, un Tourneur. Envuelve, en consecuencia, a Balibar en una zona de incertidumbre dibujada por el claroscuro de un precioso blanco y negro. ¿Volveremos a verla en la siguiente escena? La amenaza también estaba presente en el color de sus dos películas anteriores. Vanda camina en el alambre resistiendo a una sobredosis, y la melancolía que embarga a Ventura, y que le hace reescribir una carta de amor a alguien que dejó en Cabo Verde antes de emigrar a la tierra de las promesas, nos hace dudar de que un corte de montaje le haga desaparecer para siempre. ¿Serán capaces de sobrevivir a la ficción que les relaciona con un espacio y su propia vida? El corte se convierte entonces en la amenaza fantasma de una vida en el abismo, misteriosa, sostenida por alfileres, pero que pese a todo lucha contra su propia desaparición.

Corte 3. ¡Corten!

Jamás se volverá a oír la palabra que titula este epígrafe en un rodaje de Pedro Costa. Al igual que la empresa en la que coloca a sus personajes, lleva a cabo un ejercicio reciproco intentado encontrar el ritmo de la vida con sus ficciones. Su cámara registra continuamente hasta que las baterías se agotan y no queda más remedio que parar el rodaje. Solo en el montaje, con sus propias manos siguiendo la idea de Godard, encontrará el sentido de sus películas.

Jamás ha intentando rodar un documental en el sentido estricto del término, exceptuando ¿Dónde yace tu sonrisa escondida? (2001). Un capitulo para la serie Cineastas de nuestro tiempo en el que pretendía enseñar de manera didáctica la complejidad de sus admirados Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. Esta pareja de cineastas debate calurosamente delante de una mesa de montaje mientras trabaja en la tercera versión de Sicilia! (1999) – para el que firma este texto su mejor película. Costa se agazapa en el rincón de una habitación sumergida en la penumbra que requiere ese trabajo, y su cámara permanece atenta a la impagable reflexión sobre la importancia de efectuar un corte un fotograma antes o después. El valor de “la cuestión Straub” desarrollada desde Dalla nube a la resistencia (1979) no reside en donde cortar sino en por qué cortar. Como alumno aventajado, Costa ha prolongado lo aprendido en todos sus trabajos digitales filmados a partir del año 2000.  En los que ese corte se ha revelado como una cuestión tan vital como social y política. Porque con su aparición desautoriza a documental y ficción para otorgar al tiempo la responsabilidad de operar en la figuración de lo real. En un mundo sobre-representado el valor añadido de una imagen estriba en lo que pueden pervivir en el tiempo. Sus imágenes se convierten entonces en una forma de resistencia a la lógica del espectáculo. Su tiempo pesa hasta que se trabajan a partir de su vivencia verdadera. Porque para un espectador, una imagen vivida es una imagen trabajada. Como la de un tipo negro que mira ensimismado hacia una pared pulcramente blanqueada.


[1] Un mirlo dorado, un ramo de flores y una cuchara de plata. Libro incluido en el cofre dedicado a Pedro Costa editado por Intermedio que contiene todas las películas de esta etapa digital en la que nos hemos detenido.

[2] http://contrapicado.net/old/panoramica.php?id=276

Noughties. Termino acuñado por la BBC para denominar a la década 2000-2009 “sin nombre”.

Ricardo Adalia Martín.

Número 5: http://issuu.com/rayoverde/docs/rayoverde5

A través de las ficciones

A través de los olivos (1994). El argumento que nos propone Abbas Kiarostami traza el conflicto de unos actores no profesionales que no consiguen separar realidad y ficción. Actuar con la ficción supone para ellos mentir.

Copia Certificada (2010). La pareja de actores que interpreta , expresa, actúa las potencialidades de sus deseos, sus anhelos, sus preocupaciones. No consiguen lo que quieren ni lo que necesitan pero se ve, en su (re)presentación, que lo (re)conocen.

Y la vida continúa (1991). Un director vuelve a las tierras arrasadas por el terremoto buscando al niño que protagonizó ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987). Al tiempo que vemos la huella de la destrucción – al tiempo que el director investiga y acumula historias , diálogos y escenas del post-terremoto- se habla del cine, de su ficción, se desvela su construcción.

En un momento del film un anciano quiere ofrecer un vaso de agua a Pooya -el hijo del director- pero no encuentra el cazo. Pregunta al director dónde está. Atraviesa el plano una mujer que lleva una carpeta con papeles , coge el cazo, se lo entrega y desaparece. La mujer no viste de campesina. Es la script, la ayudante de producción, la persona para todo que conoceremos mejor en A través de los Olivos. Es una escena sorprendente ésta, otro nivel desvelador dentro del discurso desvelador de la historia narrada. Es tan fugaz que fácilmente ni se percibe. No es lo mismo verlo ahora, después de conocer A través de los Olivos, que percibirlo antes de que esta película fuera hecha. Es como si nos adelantara la película que Abbas iba a rodar tres años más tarde y que, por supuesto, aún no había escrito.

Y la vida continúa: Anciano, director e hijo hablan del rodaje de ¿Dónde está la casa de mi amigo? En realidad, el anciano no era tan viejo ni tenía chepa y muchas de las casas habían sido construidas para el rodaje. Dice el director: pero han sobrevivido al terremoto y son casas de verdad.

Varios personajes se preguntan por el sentido de la muerte. ¿Es obra de Alá? ¿Merecemos el castigo? Sólo fue el terremoto, dice el niño Pooya. Mató a los que encontró a su paso. La realidad es el terremoto, parece decirnos. Alá representa para nosotros otra cosa. Alá nos quiere. Esto no le corresponde. Alá es nuestra ficción, nuestro sentido.

El desastre nos iguala. Aventura el joven enamorado en A través de los olivos. Dice que el terremoto vino a hacernos a todos iguales porque ahora ya nadie tiene casa. Pero él mismo reconoce después que eso no es cierto, que las costumbres se mantienen, que él sigue siendo más pobre que aquellos que eran propietarios, que él es analfabeto y la joven que ama no.  La realidad no sólo la compone lo natural, sus desastres y sus virtudes. La realidad no es sólo la noche y el día, la lluvia y el frío. La realidad también es esta casa que está hecha por los hombres con ladrillos. Lo son las ruinas, la altivez de su amada, su posición social inferior.

En A través de los olivos Kiarostami  multiplicaba la estructura en torno a  los artificios del cine. Un director (interpretado por Mohamad Ali Keshavarz) rueda las escenas de Y la vida continúa. El actor que hacía el papel de director de ¿Dónde está la casa de mi amigo? en Y la vida continúa (Farhad Kheradmand) está ahora dentro de cuadro como actor que interpreta al director. Se ensaya frente a la casa de los jóvenes que se habían casado el día después del terremoto sin el permiso de los mayores. Ellos interpretan su rol de actores. Pero hay otra ficción paralela a ésta que también tienen que interpretar que es su otra relación, la que se aporta como real en la ficción de A través de los olivos. Como si fueran ellos mismos, Hossein le aclara a su amada que él no es como actúa según las órdenes del director. Y nosotros, como espectadores, pensamos que esto es real. Pero no lo es. Es otra ficción. Hay una ficción que reconstruye un artificio y desvela verdades y hay, al mismo tiempo, otra ficción que cuenta de otro modo otras verdades. Es como que viene a decirnos: desde el distanciamiento bretchiano o desde la identificación clásica y la catársis, deconstruyendo o seduciendo las emociones, siempre montamos ficciones para acercarnos a verdades. O, en palabras de Abbas: contamos mentiras para alcanzar verdades más profundas.

Con Copia certificada ya sabemos que estamos ante una ficción. Lo que viene a desconcertar es la lógica de tal ficción. Kiarostami revienta el puente que permite que la lógica de la verdad y la mentira de la realidad se instale en el universo de la ficción. Esa lógica que ordena los actos y los diferencia de las ilusiones, la que sanciona como falso todo lo que es irreal, inactual, inalcanzado, ausente. Esa lógica, no llega, no puede ordenar esta ficción.

Primer Plano (1990). Hossain Sabzian  es un pobre hombre obsesionado con el cine y admirador del director Mohsen Makhmalbaf  que inicia una relación con una familia burguesa haciéndose pasar por el afamado director. Cuando la familia descubre la falsedad, lo denuncia por estafa y Sabzian es encarcelado. La investigación de este hecho real permitía a Kiarostami volver a enfrentar dos ejes que se confunden y que no son lo mismo: el eje ficción-realidad frente al eje verdad-mentira. Sabzian sostenía una ficción que le permitía huir de su realidad y quizás acercarse a sus verdades. De algún modo es lo que también hacen Ella y Martin en Copia certificada. Es lo que hacen los actores. Es el modo en el que nosotros, como espectadores, participamos. Es el cine, el arte, los sueños. Kiarostami, el director, lo ha dicho: Sabzian soy yo.

Raquel Castro.