Nada

Dos películas conectadas por una preocupación común: en Vidaextra (Ramiro Ledo Cordeiro, 2013), una chica, dentro de una conversación entre amigos que gira alrededor de la ocupación del antiguo edificio Banesto el 28 de septiembre de 2010 en Barcelona, se lamenta de su incapacidad política. Se pregunta cómo va a poder formar parte de un movimiento político, como va a conseguir participar en una acción conjunta, si la resulta imposible organizar su vida, encontrar una serie de patrones con los que organizar su tiempo. El director de El futuro (2013), Luis Lopez Carrasco, explica en la web de la película que: « El film parte de un momento personal difícil, en el que tanto yo como otros amigos y familiares habíamos perdido nuestro trabajo. Por vez primera en mi vida, la incertidumbre y la precariedad es tan alta, tan excesiva, que no soy capaz de vislumbrar ningún camino, no soy capaz de planificar nada mínimamente estable.»

De ambos filmes emana una ansiedad similar, animada por la necesidad de lograr construir horizontes concretos hacia los que caminar. Este sentimiento se ha convertido en el denominador común de nuestros días. Sin embargo, más que incidir en él, me parece más relevante orientar la mirada hacia  los lugares de donde surge esa preocupación; casas cualquiera donde se reúne gente joven para hablar. En la película de Ramiro Ledo tenemos a cinco amigos conversando alrededor de una mesa. Pasan una noche recapitulando su participación en la manifestación/ocupación señala un poco más arriba. En la película de López Carrasco es una fiesta que evoca el año 1982, justo después de la primera victoria socialista en unas elecciones democráticas, en la que las voces se su protagonistas son veladas por una exquisita banda sonora. Beben, bailan y apenas podemos oír lo que dicen. La más clara es, sin duda, en la que se nombra a ETA a raíz de una manifestación que ha tenido lugar cerca del Hotel Palace.

Estas películas evidencian un desarraigo con los espacios en los que tradicionalmente ha recaído la tarea de construir un futuro. Hubo un tiempo en el que la casa se mostraba como un espacio al que regresar para después volver a partir. Era el lugar del descanso, donde se podía pensar y planificar una vida. Pero sin duda, su función fundamental era la de “nido” en el que engendrar a los hijos para después poder criarlos. ¿La casa sigue teniendo esta función o por el contrario ha mutado hacia otra como meramente de transito, de lugar en el que se detiene momentáneamente el movimiento de la vida? ¿Cuánto tiempo pasamos en casa? ¿Qué hacemos en ella?

El cine, como se sabe, es un síntoma de los tiempos: ¿en cuantas de las películas que vemos hoy se reflexiona sobre la casa y el hogar? ¿En cuantas se habla acerca de cómo planificar una vida, sobre cuando tener hijos, acerca de cómo criarlos? ¿Cuánto diálogos hemos escuchado en los que se diferencie un hogar del espacio que lo acoge? Probablemente, solamente en lo que se ha venido denominando nueva comedia americana; en películas como Lío Embarazoso (Judd Apatow, 2007), tachadas de conservadores o simplemente de comedias adolescentes, pero donde se trata de poner en juego una reflexión sobre el tiempo. En ellas, los hijos generan una serie de reflexiones entorno al tiempo, haciendo aparecer una lucha que trata de conseguir restituir una línea temporal clásica: es decir, aquella que traza una línea temporal “lógica”, uniendo, vinculando a diferentes generaciones en una cadena de transmisión “recta”, que se enfrenta al rizoma del tiempo en que parece enredada nuestra vida.

El futuro y Vidaextra evidencian la disolución de la firme frontera que separaba los espacios de lo público y lo privado. En ambas se intenta hacer política dentro de las casas, desde palabras que reflexionan sobre acciones políticas que han tenido lugar fuera de ellas. En el tiempo de El futuro todo estaba por hacer y todavía no se conocían el activismo de la ocupación sobre el que se reflexiona en Vidaextra. Sobre esas formas políticas que tratan de convertir un espacio público en  un hogar, como posteriormente han conseguido movimientos como el 15M en la plaza madrileña de Sol. Sin embargo, pese a la conquista, no parecía que hubiera un proyecto concreto por sobre lo que debía hacer allí cada persona reunida,  más allá de la mera ocupación para hacer del espacio algo útil: un espacio de protesta que lograra trascenderse de si mismo como forma política.

Mientras escribía estas líneas me encuentro con un ensayo de Vicente Rodrigo Carmena, en el que en apenas 6 líneas define a la perfección ese tiempo del después que le cuesta tanto definir a Jacques Ranciére. «La diferencia entre un tiempo “utilizado” y un tiempo “perdido” es puramente política. Digamos que la política es esa forma de pensamiento cuya principal cualidad es la de convertir el tiempo vital en un tiempo “útil”, un tiempo aprovechado, capaz de generar un bienestar que redunde en la sociedad (trabajar, opinar, relacionarse, incluso amar). Es el tiempo del evento, y el cine clásico es un cine de eventos. El tiempo “perdido” sería todo aquel tiempo de tránsito entre instantes de la experiencia útil. El tiempo, quizás, del desplazamiento, el tiempo de un trayecto en Metro que conecta utilidades.»

La política que viene podría ser definida a partir de las palabras que articula una pareja en Árboles (2013), film del Colectivo los hijos, del que también forma parte Luís López Carrasco. Hablan de cómo organizar el espacio de su casa, sobre donde colocar una mesa para que su hija, cuando nazca otra que está en camino, pueda dibujar y jugar. Ella sostiene que hay que instalarla en la sala de estar. Él, por el contrario, que deber hacerse en su habitación, porque en la sala de estar es donde se hace la vida, y resulta más apropiado donde la niña juega normalmente. Ella no está de acuerdo y afirma que para la niña, jugar es hacer la vida. La conversación no termina ahí, pero pasan a otro tema. En el aire han dejado algo difícil de asumir para muchas generaciones que han creído en la política, el trabajo, la historia y la cultura como salvación, y que podría resumirse en : «Hacer la vida mientras se pierde el tiempo». Es un lema sobre el que pensar, sobre todo ahora que, después de todo, debemos responder a la pregunta de ¿qué vamos a hacer cuando ya nada tiene ningún tipo de valor existencial?

Ricardo Adalia Martín.

‘Passion’ (Brian De Palma, 2012)

Atrapado por su pasado

 “Mis películas se construyen cada vez más en torno a tres o cuatro escenas visuales importantes en las que, para mí, está toda la película”

Brian De Palma

En un interesante texto publicado en Cahiers du cinema, Oliver Assayas consiguió ofrecer un nuevo punto de vista sobre el cine de Brian De Palma,  alejándose de los lugares comunes en los que se suele caer, irremediablemente, al poner su obra en relación con la del maestro del suspense. «Hitchcock, más allá de la audacia de sus búsquedas formales, de la complejidad de sus mecanismos a menudo próximos a los trabajos vanguardistas, seguía siendo un cineasta de la narración y esto le hacía identificarse plenamente con su época. Aislando a sus personajes, De Palma hace una apuesta arriesgada. Supone que estos existen por sí mismos, más fuertes que sus significados. Concede un valor arquetípico no a las situaciones, sino a los dispositivos, postulando que el dispositivo es el único tema del cine, lo que no significa que sea un cineasta de la ausencia de sujeto. En sus dos películas más logradas, Impacto (Blow out, 1981) y hoy por hoy Doble Cuerpo (1984) el director toma al propio cine como telón de fondo, fabricando un laberinto de espejos donde sólo existen las miradas, no existe más que el juego entre la verdad y el trucaje, entre el voyeurismo y lo real. Esta confusión en la percepción, esta incertidumbre respecto a los límites de lo tangible y lo imaginario, del deseo y de lo fantasmagórico, es sin duda alguna el gran tema del cine contemporáneo» [i]

Gran parte de la filmografía de Brian de Palma ha tomado como motivo el dispositivo cine aunque la metáfora del rodaje de una película no haya aparecido de forma explícita. Durante los primeros años del siglo XXI hemos visto cómo sus investigaciones sobre el medio han ido avanzando y profundizando gracias a dos líneas de trabajo perfectamente definidas. Por una parte se ha ocupado de lo que queda del cine como una narración capaz de equilibrar razón y emoción, con trabajos como Femme Fatale (2002) y Dalia Negra (2006). Por otra  se ha preocupado por la manera en que el cine se ha hecho permeable a las nuevas formas audiovisuales y como estas han conseguido difuminarlo como punto de referencia para el universo de la Imagen, con un film como Redacted (2007). Passion (2012) sintetiza estos dos caminos abiertos situando su epicentro en una agencia publicitaria (Koch Imagen) en la que se trabaja creando videos publicitarios para empresas de telefonía móvil, y haciendo deambular su trama por las trazas narrativas del film con aroma a cine clásico que Alain Corneau firmó en 2010; Crime d’amour.

Koch Imagen se presenta como un cuadrilátero de pasiones frías en la que cada esquina aparece ocupada por un “púgil” que desea simultáneamente al Otro y el puesto que ocupa dentro de la agencia.  Isabelle, Christine, Dirk y Dani: todos son amigos, amantes y compañeros de trabajo al mismo tiempo, y no dudan en traicionar su amistad, ridiculizarse en público, pisarse laboralmente o follarse a quien haga falta para conseguir sus objetivos. En este escenario, lo que queda del cine es una mezcla de odios, misterios, mentiras, muerte, venganza y falsos culpables con sabor a las mejores películas de género, y algunas de la que forman la dilatada carrera del propio De Palma. Paradójicamente, esos restos reconocibles solo se hacen presentes mientras circulan por una red de cámaras y pantallas que vienen a dar salida narrativa a las corrientes de pasión que animan la vida  de cada uno de sus protagonistas. El video publicitario que Isabelle filma con ayuda de Dani desata la envidia de Christine. Esta utiliza el que grabaron Dirk (Pareja de Christine) e Isabelle mientras follaban en Londres para chantajear a ambos. Y otro en el que Isabelle aparece teniendo un percance en el parking de la empresa después de ser chantajeada, para ridiculizarla en público. Finalmente, los videos registrados por Dani con su móvil serán los que resuelvan la muerte de Christine.

Estos pequeños detalles de Passion que suenan a spoiler pueden desvelarse porque, realmente, no resulta muy importante conocerlos. Más bien lo es todo el tránsito que tiene lugar entre ellos, los momentos de puro cine donde los actores se lucen poniendo en escena su juego de seducción laboral y actoral. Estas imágenes tomadas por dispositivos móviles y webcams registran la ficción que estamos viendo, mostrándose como los eficaces puntos de fuga que faltaban en su referente, Crime d’amour. Esta ausencia, hacía de él un trabajo sumamente acartonado, como si fuera una imagen plana de un film clásico imposible de reconstruir.

En este momento debemos invitar a Olivier Assayas a que vuelva a entrar en escena. En el año 2002 firmó uno de sus trabajos más determinantes alrededor de una mujer que aparecía infiltrada en la cúpula ejecutiva de una multinacional con el objetivo de minar las operaciones de distribución en Estados a Unidos de todo un catálogo de videojuegos de última generación producidos en Japón. Trabajaba para la competencia y si sus rivales conseguían un nuevo contrato con los japoneses, su verdadera empresa tendría que cerrar al quedarse sin cuota de mercado. Cuando había logrado ocupar el puesto de la persona que debía llevar la negociación, el film daba un giro para mostrar un proceso en el que se desvelaba como no había controlado la situación en ningún momento. Realmente la habían dejado infiltrarse para utilizarla en el desarrollo de un nuevo producto que tenía como protagonistas a hombres y mujeres de carne y hueso: Demonlover, un sofisticado videojuego donde los usuarios podían ejercer de soberanos reales dando muerte o dejando vivir desde el teclado de su ordenador.

Demonlover se convertía en la primera representación cinematográfica de “la empresa” como una institución completamente liquida: lo personal y lo privado ya no encontraba ninguna barrera que los diferenciara. Su funcionamiento había quedado reducido a una serie de relaciones afectivas. El amor, el deseo o los celos que surgían entre cada uno de los ejecutivos, gobernaban las decisiones de la empresa por encima de una jerarquía vertical. Pero lo más esencial de la propuesta surgía del tránsito al que era empujada esa mujer, a través de los dispositivos digitales que en aquel momento comenzaban a copar el orden de lo visible. Todas las imágenes que ofrecían las pantallas de teléfonos móviles, las consolas de videojuegos, los ordenadores o simplemente las de cualquier canal de televisión de pago, ya no se presentaban como una ventana abierta al mundo, sino a toda una serie de imaginarios alienados. El cine, por supuesto, no permanecía al margen de este cambio de régimen en el estatuto de las imágenes. Sus imágenes estaban inmersas en los flujos de intercambio entre todas las que conformaban el panorama audiovisual. A partir de entonces ya no se podría hablar de dispositivos diferenciados.

Evidentemente, Passion y Demonlover guardan más de una similitud en común. No solo por todo aquello que hemos ido viendo y porque en su momento se hablará del film de Assayas como una sofisticación de los thrillers de De Palma. Más bien porque que en ambos films se puede rastrear una idea interesante de futuro para el dispositivo cine. Hacia ella trataba de apuntar Assayas en el artículo citado al comienzo de este texto. Para ponderar su importancia, debemos acudir a la reflexión Gilles Deleuze dejó escrita  en su célebre texto ¿Qué es un dispositivo?[ii]. Como cualquier otro tipo de dispositivo, «La novedad de un dispositivo en relación a los anteriores es lo que denominamos su actualidad. Lo nuevo es lo actual. Lo actual no es lo que somos, sino más bien aquello en lo que devenimos, en lo que estamos a punto de devenir, es decir lo Otro, nuestro devenir-otro. Dentro de cualquier dispositivo es necesario diferenciar entre lo que somos (eso que ya somos) y en lo que estamos a punto de devenir: la parte de la historia, y la parte de lo actual. La historia es el archivo, el dibujo de lo que somos y dejamos de ser, mientras lo actual es el esbozo de eso en lo que devenimos. De tal manera que la historia o el archivo es lo que nos separa todavía de nosotros mismos, mientras lo actual es eso Otro con lo cual concordamos ya».

Pertenecemos a los dispositivos y actuamos en ellos para encontrar una identidad. Con la búsqueda de una identidad tratamos de alcanzar, en realidad, una verdad que facilite nuestro movimiento dentro del mundo. Sin embargo, esa verdad es una construcción voluble que está supeditada al axioma que rige el universo audiovisual: todo lo real se presenta como visible, entonces todo lo que se ve es real. De este modo, la verdad puede quebrarse tan fácilmente como cuando Christine aparece en su propio funeral. (O su cuerpo, mejor dicho.) ¿Es ella misma o la hermana gemela de la que hablo a Dirk, aunque nadie la hubiera visto anteriormente? Lo real ha quedado roto: como la imagen que en un momento decisivo de Passion se divide en dos para mostrar ese montaje paralelo tan característico de De Palma, que utilizó por primera vez en Dionysus in ’69 (1969), y perfeccionó en films tan emblemáticos como El fantasma del paraíso (1974) y Carrie (1976).

Paradojas: el cine es un arte que miente. Que miente veinticuatro veces por segundo para demostrar que está mintiendo. Que miente para hacer como si todavía fuera capaz de representar lo real cuando todos los dispositivos audiovisuales que lo rodean le han enseñado a trasformar lo real en una imagen. De este modo, todo es susceptible de entrar en el orden de lo visible y convertirse en una coartada perfecta y dar un paso más allá en las intenciones que tuvo desde un principio, como muy bien detectó André Bazin en su tiempo: sustituir la mirada por un mundo que concuerde con los deseos de los individuos. Algo así como el plan que despliega Isabelle para convencer a la policía de que ha matado a Christine para salir indemne de su crimen. Utiliza una mentira para hacer aflorar otra que, a su vez, consiga salvarla de lo que ha hecho. O como también hace Christine en diferentes partes del film para conseguir cada cosa que se propone. Ambas son verdaderas culpables de algo que han perpetrado en una pasado para obtener algo muy diferente en el presente.

Todos mienten. Doblemente. Pero disponer la certeza de que la mentira se produzca, de que se esté produciendo en todo momento, permite acceder a otro tipo de verdad vacía en la que se funda una nueva esperanza, una nueva identidad y una nueva pasión por un arte que transita, hoy por hoy, un camino hacia ninguna parte.

Ricardo Adalia Martín


[i] Cita tomada de QUINTANA, Ángel: Oliver Assayas. Líneas de fuga. Festival internacional de cine de Gijón, 2004.

[ii] DELEUZE, Gilles.  ¿Qué es un dispositivo? En Contribución a la guerra en curso. Errata naturae, 2012.

Esos encuentros con ellos (X)

Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido.

Con su opción por la ruta del Oeste había puesto en marcha la emancipación de «Occidente» de su inmemorial orientación mitológico-solar hacia el Este; sí, con el descubrimiento de un continente occidental había conseguido, incluso, desmentir la primacía mítico-metafísica del Oriente. Desde entonces ya no regresamos al «origen» o al punto de salida del sol, sino que avanzamos, sin nostalgia, con el sol.

Nuestras humanidades #2: El Macguffin de Turín.

Un señuelo, un cebo, un pretexto. Como el accidente que sufría el medico y su caballo en el arranque de La cinta blanca (Michael Haneke, 2009), la historia que abre de The Turin Horse es un mero reclamo para conducirnos a un espacio singular gobernado por un tiempo muy concreto. Un tiempo sin Historia que solo podemos aceptar llegando a él con una historia. Un tiempo  vivo pero no-vivido. Nuestro tiempo, con el que nos relacionamos como si fuéramos forenses. El vínculo, nuestro vínculo, hace mucho que fue subcontratado. Así que celebramos nuestro analfabetismo temporal calmando nuestros nervios frágiles e irritables a base de largos planos secuencia. Vencidos por la catástrofe, ante los pliegues y arrugas revelados por la epifánica fricción entre “el tiempo” de la ficción con su propio “tiempo”, ha llegado el momento de imaginar en Hiroshima.

Salve quien pueda la vida.

Me and my horses

me and my horses

trouble in two places

as the city walls

down the city rules

thought I was close

to the place where I rose

me and my first date

we give and we take

we evaluate

we negociate

we communicate

thought I was late

when I passed through the gate

this feeling I hate

no, wherever you’re meant to go

back home

like houses

like homes

like leaving

like shoes

like running

like fast

like horses

like trust

like purses

like horns

like dancing

like drowning

with a stone in your pocket

with a stone

like probably

like worry

like possibly

like maybe

like maybe

like maybe…

Ricardo Adalia Martín.

The Turin Horse (Béla Tarr, 2011)

¿Qué es el tiempo?

Si nadie me pregunta, yo lo sé.

Si tuviera que explicarlo, no podría.

Sólo sé que si nada pasara, no habría pasado.

Y si nada nos llegara, no habría futuro.

Y no habría presente si no hubiera nada de lo que hay.

Mirar hacia fuera para olvidar lo de dentro: Este es el axioma que vincula íntimamente a los personajes de Béla Tarr en el tiempo. Al final de Sátántangó (1994) descubríamos que cada uno de los pequeños acontecimientos de la granja comunal estaban organizados por la mirada contemplativa de un escritor que pasaba largas horas delante de su ventana para no tener que afrontar la absoluta soledad en que estaba instalada su vida.  En El hombre de Londres (2007), Maloin, el guardagujas de la estación portuaria cargaba con la culpa del asesinato que había presenciado desde su garita para evadirse de los problemas que desgarraban su pequeño núcleo familiar. En The Turín Horse tenemos a un padre y su hija que se turnan armoniosamente para mirar por la ventana de su pequeña casa situada en medio de ninguna parte. Entre ellos no existen más que unas pocas palabras que aparecen en medio del estricto ritual que mantienen a diario; mientras él duerme, ella se sienta en el taburete colocado delante de la ventana. Cuando ella prepara la comida, él toma el relevo contemplativo. ¿Esperan a que aparezca alguien por ese horizonte en el que solo podemos divisar un árbol en los seis días en que se desarrolla la acción?

Probablemente la ventana sea el elemento más importante de todos los que componen el cine de Béla Tarr. Incluso más que los largos planos secuencia, las caminatas contra el viento, los bares o su escrupulosa fotografía en blanco y negro. Más, porque en el umbral entre un afuera y un adentro que marca el grosor milimétrico de un cristal, se regula la melancolía que en toda su dimensión conceptual atraviesa subyugando cada una de las imágenes de su filmografía. Una melancolía que, atendiendo a la definición de cierto pensador italiano, «no es tanto la retracción ante la pérdida de algo, sino la capacidad de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable para así poseerlo de manera definitiva» Ese objeto, como en todas las películas del maestro húngaro, es la vida.  La melancolía en la mirada captura una vida impropia que viene a sustituir esa vida propia que no se puede llegar a vivir. ¿Pero que ocurre cuando esa vida “exterior” ha desaparecido por completo, cuando no es más que un eco lejano?

En The Turín Horse ya no existe un “todo” concreto al que mirar. Alrededor de la casa solamente vemos el pozo al que la hija acude todos los días  y la cuadra donde duerme el caballo que al que evoca el titulo del film. O a su historia, mejor dicho. Porque la leyenda de ese misterioso caballo al que Nietzsche salvó de ser azotado por su cochero, es la que nos ha conducido hasta el lugar donde se desarrolla toda la película. Béla Tarr se radicaliza aún más y dice adiós a comunidades arcaicas y ciudades desangeladas para hacer del mundo un rumor sordo que solamente se deja oír cuando un hombre acude a visitar a la pareja para conseguir un poco de vino. Aunque el cochero está mirando por la ventana cuando aparece, no se percata de su llegada hasta que golpea vivamente a la puerta de entrada. Este hombre les cuenta que el viento, omnipresente durante todo el film como un martillo que repiquetea incisivamente sobre las imágenes, ha destruido el pueblo cercano hasta dejarlo en ruinas. Les habla del Apocalipsis que llega y le creen (le creemos). Sin preguntar nada,  le dejan marchar. Su vida ahora es esa casa, son ellos, su rutina: levantarse, ir a por agua, encender el fuego, comer patatas y dormir. Porque el caballo, su único medio de vida, no quiere moverse. El incidente con Nietzsche solo fue un primer aviso.

Nunca hubo un tiempo en el que no hubiera tiempo.

Si el presente existe sólo para convertirse en pasado, ¿como podemos decir que existe en absoluto, donde solo llegar a ser ya ha pasado?

¿O deberíamos aceptar que el tiempo existe sólo porque tiende a no existir?

La aparición de ese hombre no puede ser más decisiva: Sus palabras, su cifra puramente informativa, viene a instaurar un nuevo cambio de tiempo que suplanta al que regia hasta ese momento. El tiempo de la historia se ha desecho y, por lo tanto, lo humano ha perdido los contornos que lo conformaban. Paralelamente, los pequeños sistemas de referencia sobre los que se sostenía la mirada precaria e indefensa de cualquier espectador ante el minimalismo de la película se desploman. Hasta entonces resultaba útil ir construyendo certezas a partir de un orden simbólico; el caballo es la libertad, en el pozo se guarda cierto deseo perdido y los seis días que dura el film son la génesis de un nuevo mundo que se está creando. Todo eso ya no vale. Con la desaparición del tiempo de la historia, Tarr nos coloca ante un tiempo nuevo en que se descubre la animalidad velada, precisamente, por el orden del tiempo. Pero, ¿qué es la vida sin un sistema de coordenadas temporal? ¿Qué es la vida?

Si nos paramos a reflexionar sobre este concepto, nos daremos cuenta lo difícil que resulta articular un discurso sobre él. Nuestra cultura (Europea) ha interiorizado profundamente que «la vida es aquello que no puede ser definido, pero que, precisamente por ello, tiene que ser incisamente articulado y dividido». Lo que entendemos como vida natural realmente es una escisión en la que se confunden  una vida orgánica y otra animal. La primera tiene que ver con todas las necesidades y funciones básicas del organismo.  La segunda con la relación hacia fuera de si, con el mundo exterior. Una vez que el tiempo ha quedado “congelado”, una vez que la melancolía ya no puede operar, la vida animal queda completamente desactivada. Paradójicamente,  cuando esta vida animal ha sido suspendida,  los seres humanos vuelven a estar más cerca de su animalidad. Ahora, el cochero y su hija son únicamente una vida orgánica que trabaja para asegurar, precisamente, su vida.

¿Cómo y por qué surge la necesidad de melancolía? En el momento en  que esas relaciones con lo “cercano” del mundo exterior quedan rotas, cuando un suceso relevante crea una cesura insalvable entre dos singularidades. La melancolía es la sutura que palia la distancia, reuniendo dos vidas a través de sus miradas perdidas en ese mundo que se presenta en el horizonte común. Realmente,  esos cuerpos habían quedado reducidos a su animalidad mucho antes, pero la melancolía trabajaba simulando una vida relacional verdadera. En las películas de Bela Tarr ese mundo “mirado” que obra el milagro es el mundo de las imágenes. Porque sus personajes miran al mundo como si fueran  imágenes. El cineasta húngaro no se ha cansado de reflexionar sobre ellas con cada uno de sus trabajos aunque casi nadie le haya prestado la suficiente atención. De hecho, cuando fue explicito en Werckmeister Armoniak (2000) con aquella barraca de feria y su famosa ballena emulando, en cierta manera, el gesto con que Erice inauguraba El espíritu de la colmena (1973), tampoco se le tuvo en cuenta. El príncipe un tanto Maquiavélico que dirigía el espectáculo afirmó que «en la ruina todo está completo y que el conjunto no es nada» antes de que reinara el caos en aquella ciudad por la que deambulaba el entrañable Valuska. Ese caos se hizo orden cuando los hombres se unieron para componer una sinfonía de destrucción que les llevó hasta ese hospital en el que se encontraron a un anciano completamente indefenso y desnudo. Ese fue su límite. La pareja de The Turín Horse se viste y desviste todos lo días ante nuestros ojos: ellos no pueden tener conciencia de que son ese anciano.

Ante las imágenes estamos completamente desnudos, plenamente expuestos, situados en lo abierto. Porque la propia condición del dispositivo reclama una mirada melancólica hacia su espectralidad identitaria. Pero con la toma de conciencia de la desnudez se funda la posibilidad de un reencuentro con una potencia vital y relacional enraizada en la inconsciente animalidad. La melancolía, para sobrevivir en el tiempo, debe apropiarse de ella. ¿Es posible encontrar una manera de escapar de esa aporía? Bela Tarr lejos de criminalizar las imágenes, intenta destruir esta relación que rige nuestra mirada. Por eso no parece casual que en su cine todo orden tienda al caos y los cuerpos hacia el desamparo. Como el protagonista de La condena (1988), cuando terminaba arrastrándose por un vertedero y ladrando a los perros que merodeaban a su alrededor. El cine de Tarr está colmado de indicadores de esta ruina conviviendo en la superficie continua de una imagen, del mismo modo que la animalidad hace lo propio con nuestra humanidad. Esta indistinción provoca que todos los “cortes” (a la manera de Godard, por ejemplo) entre imágenes no sean más que intervalos tan falsos como los que gobiernan las grandes obras maestras de la música. De ello nos hablaba el investigador musical en Werckmeister Armoniak. Así que no queda otra que enfrenarse al problema a través del tiempo, instaurando uno propio que pueda colisionar con el de la duración de la película. El reto es tan difícil como el que regiría un hipotético enfrentamiento entre la animalidad y un animal.

En cada una de los trabajos que preceden a The Turín Horse este ejercicio era ya lo suficientemente arriesgado. Las largas caminatas por grandes espacios abiertos acababan desembocando en bares u hogares donde el tiempo parecía suspendido.  Ahora nos topamos con todo lo contrario. Son contados los puntos de fuga “caminados” hacia el pozo o la cuadra. La mayoría del metraje acontece en el espacio minúsculo de esa casa, y Tarr debe sacar a relucir todo su talento para regalarnos su película más virtuosa. ¿Cómo filmar ahí la misma rutina de seis maneras diferentes? Pese a todo, lo consigue. No repite ni el mismo encuadre ni el mismo movimiento de cámara. Con cada trazo lleva al límite una inventiva que logra construir un clima donde las variaciones alrededor de la rutina van “troceando” silenciosamente el tiempo de la película. Lo seis días repartidos en 146 minutos de metraje duran cada vez menos. La cámara va acumulando tiempo de registro hasta que el sexto día no “vivimos” más que unos pocos minutos de la realidad de la pareja. Como si se tratara de dos placas tectónicas, los tiempos arrugados despedazan la melancolía para revelar el suplemento intangible de su problemática: «Trascurre, pero no pasa».

El único tiempo que vivimos realmente es el presente.

Pero no obstante, en nuestras almas sentimos tres tiempos:

El presente del pasado, es decir, el recuerdo.

El presente del presente, es decir, la observación.

Y el presente del futuro, es decir, la espera.

Para el tiempo que resta:

Melancolía de la resistencia. László Krasznahorkai. Acantilado, 2001

The Enlightenment (Volker Schlöndorff, 2002)

Ricardo Adalia Martín.

Verano de 2011: La madurez de Hollywood (I)

UNO. La última comedia de la factoría Apatow viene a constatar lo que muchos sospechábamos: la inmadurez que se pretende captar tanto en las películas que dirige como en las que produce no es la de sus personajes principales, sino la de todos aquellos que les rodean y con los que se relacionan.  Por eso cabe deshacerse de ese axioma que ha quedado asumido entre todos aquellos que miramos sus películas y que viene a decir que cada uno de esos trabajos retrata una especie de tour de forcé desde una adolescencia tardía hasta la edad adulta. Para ellos se debe dejar a un lado la observación de que cada uno de esos rituales atravesado para alcanzar la madurez (suponiendo que coincide con esa edad adulta), y realizar un estudio detenido de los comportamientos de cada uno de los personajes que aparecen en la escena.

Recapitulemos; en La boda de mi mejor amiga (2011) tenemos a una chica a la que da vida ese nuevo mito de la comedia que es Kristen Wiig: ha fracasado en sus relaciones de pareja y en el trabajo, pero todavía la queda la amistad. La boda de su mejor amiga aparece como un incómodo espejo que la recuerda tanto quien es como su posición dentro de la micro-sociedad por la que se mueve.  Está sola, pero sabe el por qué de su situación. Es consciente de sus limitaciones, de sus fracasos, de cada una sus pequeñas renuncias. A ojos del mundo su vida será siempre un fracaso; si, pero ella ha tomado esa decisión y asumido cada una de las consecuencias. Por eso cuando comienza a interactuar con el resto de mujeres con que comparte despedida de soltera, empiezan a revelarse todas las disfunciones afectivas (inasumidas) que estas padecen como un patología crónica. Parece que todas han triunfado; en mayor o menor medida poseen un buen trabajo, una familia, o un marido que pueda mantenerlas dentro de un nivel de vida elevado. Después de recorrer los meandros de su insatisfacción, comprobamos como la máscara de éxito aparente esconde la más cruda de las desilusiones además de una tremenda inmadurez. Desde luego que han pasado por cada uno de los juegos sociales que acreditan haber alcanzado la edad adulta, pero solamente como una experiencia vacía. Su insatisfacción sexual es tan grande como la cultural: les falta incluso con quien hablar, con quien compartir una conversación verdadera. Es decir, lo esencial.

Quizás debamos acudir de nuevo a películas como Virgen a los 40 (2005) o Lio embarazoso (2007) para comprobar que la circunstancia no es nueva. En la primera, como el propio título indica, su protagonista no había experimentado su primera relación sexual a los 40 años. Un escalón que, según se dice, debe superarse en la adolescencia para acelerar de una manera logarítmica el proceso de madurez de un individuo. Sus amigos, o mejor dicho, sus compañeros de trabajo, descubrían su secreto y trataban de ayudarle en el reto que él no se había impuesto. Pero en cada una de las noches de fiesta se iba desgranando la verdadera inmadurez esos compañeros a través de una serie de comportamientos sexuales y afectivos que chocaban frontalmente con la imagen que ofrecían a la luz del día. En Lío embarazoso ocurría algo parecido. El protagonista, joven y feo, se encontraba con el milagro de ligarse en una noche de fiesta a la chica más guapa de la discoteca con la mala fortuna de dejarla embaraza. El conflicto se desataba posteriormente al chocar su decisión de asumir las consecuencias de una noche de desmadre llevando hasta el final el embarazo con la de la familia de la chica. En el combate entre los ricos y el pobre iban apareciendo poco a poco la sintomatología de una familia desesctructura e insatisfecha, pero colmada de dinero y una gran posición social, incapaz de asumir ninguna responsabilidad impidiendo, además, que alguien la tomara por ellos.

Antes fueron hombres, ahora son mujeres. Pero los escenarios son los mismos: bodas y despedidas de solteros en los que se ha visto la propaganda de unos valores conservadores, tradicionales y reaccionarios. Sin duda que el sentido es todo lo contrario. La actitud de cada uno de los protagonistas pretende desenmascarar el juego, el ritual, no aceptar cada una de sus reglas. Tampoco estamos hablando de una facilona crítica social a una ceremonia trágica (y en cierto modo patético) y cada uno de sus daños colaterales. Sino de cómo la forma más falsa de lo real se convierte en una potencia pura que logra revertir su sentido primero para constatar cada una de las taras y debilidades de los cimientos que sostienen la vida. Y que por eso mismo casi nadie se atrever a mirar y reparar. Resulta demasiado doloroso. Resulta demasiado peligroso.

La resaca de una resaca. Resacón 2 ¡Ahora en Tailandia!

«Cuando un mono se la machaca, es gracioso en cualquier idioma». Pero, ¿por qué resulta tan gracioso a pesar de que la broma ha sido repetida en un sin fin de películas, incluida la que nos ocupa? Pues porque a consecuencia de la reiteración ya no podemos reinos con ella,  sino de nuestra propia incapacidad de hacerlo espontáneamente. Esto es a lo que Jordi Costa llama post-humor, y Resacón 2 ¡Ahora en Tailandia! podría ser el ejemplo perfecto de la definición. Vendida concienzudamente como una secuela, aunque sus imágenes sean una perfecta reescritura de la exitosa primera parte,  su resultado final no ha dejado contento a casi nadie; cada uno de sus chistes, de sus bromas, de sus situaciones cómicas trasladadas desde Las Vegas a Tailandia son una suerte de variaciones alrededor del imaginario construido en la primera entrega, incluida la famosa elipsis de la despedida de soltero. En Resacón 2 ¡Ahora en Tailandia! todo nos deja insatisfechos porque tenemos en la memoria cada una de los giros narrativos que la primera parte introducía como novedad. Las risas son escasas porque durante el vagabundeo del grupo salvaje por las calles de Bangkok conocemos fehacientemente cada golpe guión que nos conducirá hasta las fotografías que dan testimonio de todo aquello que pasó la noche de la despedida de soltero.

Todd Phillips cultiva a la perfección el exitoso patrón que gobierna del cine americano contemporáneo. Siguiendo la premisa fundamental de la larga tradición cinematográfica en la que se encuadra, su principal objetivo busca (como ha sido siempre) construir espectadores. Es decir, que cada uno de los miembros que componen el público de una película acabe con la sensación de que ha sido más listo que el propio director después de haber descubierto cada uno de esos sombríos recovecos narrativos que valorizan su conjunto. Para ello basta con distribuir sucintamente a lo largo de todo el metraje toda una serie signos reminiscentes que el espectador irá captando para componer a modo de puzzle un conjunto revelador. El final del metraje se encargará de mostrar que no se ha equivocado. Resacón 2…no deja margen a la duda: desde ese tatuaje tribal que lucía originalmente Mike Tyson, hasta la camiseta estampada con un perro que viste el personaje interpretado por Zach Galifianakis, y que evoca la mítica escena de “Listos para ser muy perros”. El prio, claro está, son las imágenes que vienen a satisfacer el deseo generado con esa elipsis de la gran juerga. Pero algo se escapa en esta tentativa de aprender ese momento originario, idealizado e incluso edénico. La exclusión racional de esa despedida de soltero hace aún más presente la pregunta que flota inconsciente en cada imagen gracias a la pueril actitud de cada uno de sus protagonistas: ¿Qué es un adulto?

Las nueva comedia americana, con películas como Virgen a los 40 (Judd Apatow, 2005), Paso de ti (Nicholas Stoller, 2008) o Adventureland (Greg Mottola, 2009), se ha tomado  bastante en serio la cuestión. Si bien la conclusión a la que llegan finalmente es tan clara como resignada: solamente un compendio de rituales grupales por los que debe pasarse obligatoriamente. En la etapa adulta no cabe ningún indicador que la pondere, solo una especie de pasaporte obtenido a partir de la exhibición pública de ese transito en el que se deja atrás la adolescencia. Sin duda un ritual vacío debido a su exterioridad, sobre el que trabajan eficazmente estas comedias, aprovechando la perpetua confusión a la que se condena a cada uno de los individuos que las protagonizan, y a los que podemos englobar en dos grupos perfectamente diferenciados. Por un lado tenemos a los adultos propiamente dichos. Aparecen instalados en cierta estabilidad material, pero su vida sentimental es un desastre. A la mínima oportunidad que se les presenta se corren una juerga en la que tratan de retrotraerse a la adolescencia buscando una respuesta que años atrás no pudieron encontrar. Por otro, tenemos a los adolescentes a punto de dar el salto definitivo hacia la madurez. En ellos, como es lógico, todo es confusión. Sobre todo con el sexo y las relaciones sentimentales. Pero al igual que los adultos, aprovechan cualquier fiesta para encontrar aquello que falta a su identidad.

Adultos y adolescentes toman en la pantalla el mismo punto de fuga y son incapaces de encontrar en él nada más que una maniobra vacía que les empuja a peregrinar de resaca en resaca sin encontrar lo que debería ser su verdadero valor: la comunicación. Los adultos utilizan el alcohol como objetos preciados para abandonar a toda costa el desierto del silencio. A los adolescentes no les queda más remedio que el botellón. Las imágenes (cinematográficas o informativas) presentan habitualmente la primera actitud como correcta y civilizada. A la segunda como una barbarie, como una lacra que asola a una juventud que únicamente pretende emborracharse lo más rápido y barato posible. La realidad, sin duda, no se acopla a estos esteriotipos. ¿Cuántas veces hemos visto a cuarentones saliendo a gatas de bares de moda? ¿A cuantas fiestas universitarias hemos acudido solamente para ver a los amigos que dejamos en el instituto? No lo debemos olvidar; la bebida es el camino más corto para hacer fluir las palabras, para entablar rápidamente una conversación. Sin embargo, todo queda en una mera exhibición de conductas adquiridas que vacían de sentido cada comportamiento. ¿Para qué beber? Cada uno tendrá su respuesta. ¿Cómo beber? Está cuestión, sin duda, revela las carencias comunes de nuestras conductas.

El cine hoy en día parece incapaz de atrapar estos momentos porque ha perdido su tacto con el ritual de la bebida y ni siquiera volviendo la vista hacia Ozu, Ford o Fassbinder, podrá dignificarle de nuevo. Aunque, por supuesto, existen excepciones como la de Quentin Tarantino. Ninguna película como Death Proof (2007) recoge mejor lo que es salir una noche de fiesta con los amigos, escoger un bar por su ambiente, la bebida para cada momento, y la música para cada estado de ánimo. Pero también lo que significa beber, los ritmos, las cadencias, los tiempos muertos que necesita toda buena borrachera. Ese tiempo dilatado en el que surgen, quizás, las conversaciones más interesantes de la vida, y que lo son, precisamente, porque en ellas puede nace la imprescindible valoración personal del contexto y de las circunstancias en un momento determinado. Los puntos de fugas etílicos no son “desmadres a la americana” de una noche copas. Más bien son un entrenamiento perfecto para aquello que no se enseña en la escuela: la toma de decisiones. En los colegios se promulga la enseñanza conceptual. Algunas veces se fomenta la de la toma de decisiones. Pero desde luego que siempre se elude todo aprendizaje sobre la valoración de posturas adoptadas y sus consecuencias.

Las protagonistas de la primera parte de Death Proof se pasan la noche tomando decisiones y evaluándolas. Por triviales que parezcan, son decisiones meditadas. Siempre desde una tremenda conciencia, a diferencia de los protagonistas de cada una de las dos partes de Resacón… En este momento podríamos comparar la madurez femenina y la masculina, aunque nos equivocaríamos de camino a seguir. Porque no estamos ante una cuestión de género, sino ante una cuestión visual: Phillips separa pasado y presente (de sus personajes y de las imágenes de la propia película) eludiendo lo primero para presentárnoslo como una instancia que puede dominar. Y así le va, porque en Resacón 2… comienzan los problemas con el cuerpo: un tatuaje indeseado, un dedo mutilado o una cabellera rasurada son algunas de las marcas visibles de apariciones invisibles de lo inconsciente o reprimido. La resaca de la resaca ha dejado de ser un juego. Por el contrario, Tarantino escoge para su “grupo salvaje” a mujeres  hechas y derechas que visten y se comportan como adolescentes. Técnicamente, son cuerpos adultos que encarnan trágicamente un pasado púber hasta el final de su noche de fiesta, donde se topan con que no tendrán ninguna oportunidad para experimentar la resaca. En ese momento, las mutilaciones, tanto de sus cuerpos como de las imágenes de la propia película, nos recuerdan que aunque sea posible vivir una doble vida, solamente existe una única muerte.

Magdalena Kubisova.

Alex, no está

En estas tres imágenes de Paranoid Park (2007) podemos observar como Alex utiliza su tabla de skateboard. La primera, con una densidad de grano y saturación cromática propias de una película de 16 mm, evoca el anhelo de Alex de llegar algún día a patinar como sus ídolos de la tabla. La segunda corresponde al momento en que toma conciencia de ese acontecimiento vital sobre el que oscila toda la película. La tercera, un imagen completamente luminosa, viene a constatar el exorcismo definitivo del recuerdo y el reinicio vital junto a la chica que le ha mostrado el camino con el que dar salida a su problema.

Ahora opongámoslas estas tres. En la primera vemos otro sueño con unos verdaderos skaters ejecutando trucos de bastante dificultad en un pipe urbano. En la segunda, la tormenta ya no puede ser retenida por ningún paraguas. En la tercera, observamos como la oscuridad propia de un ambiente otoñal no invita demasiado a patinar.

Las seis son una muestra de toda la operación de contraposición de imágenes remisniscentes que articulan la narración de la película. Imágenes dobles, variantes en la representación de la misma acción de un sujeto perdido en un intersticio en el que resulta inconcebible la construcción de un puente que logre dar sentido a una de ellas a partir de la otra.  Por ello parece como si Alex – como individuo – se diluyera entre ellas. Pero no debemos perder de vista que antes skater es adolescente. Y si algo caracteriza ese tramo vital, es la carencia de herramientas con que relacionarse con el mundo. La evolución de la escritura, del movimiento encima de una tabla, se muestra imprescindible no ya para entender el mundo – que se entiende perfectamente –, sino para acoplarse a su movimiento. Una operación análoga a la que intenta un espectador cualquiera situado ante el devenir actual de las imágenes. Podríamos seguir hablando y lamentándonos por la desadecuación entre virtual y actual (Deleuze), entre real o ficticio, o entre cualquiera de las particiones de lo sensible imaginables. Pero quizás el debate más interesante debería encaminarse a evaluar las distintas estrategias que podemos llegar a encontrar para manejarnos en lo que parece ser un vacío – cada vez más grande – fruto de ese deseo insatisfecho nacido de la imposibilidad de proyectarle hacia lo real.

Ante el nuevo panorama, la efectividad de una película pasa por convencer al espectador de que se encuentra situado en una posición de partida por debajo de la que esta ocupa. El tiempo de las victimas también salpica al cine, prefigurando una mirada que requiere necesariamente el lamento y la melancolía por una funcionalidad perdida de la imagen para constituir un nuevo medio con que generar la consiguiente nueva realidad del espectador. Las imágenes, muy bien trabajadas por Christopher Doyle, se esfuerzan por dibujar un panorama desordenado, caótico, como se supone una mente ante un acontecimiento que le supera. Sin embargo, de ser realmente así, el espectador perdería pronto el interés por lo que está viendo. Así que un oportuno cambio de texturas en el comienzo y el final del metraje siempre ayudarán a acotar la deriva.

Alex, no está. Un coma con idéntica función ontológica que una metamorfosis de la forma. El diluirse, el parecer que no se está, se reformula en afirmación como individuo gracias a la escritura de un diario en la casa junto a la playa donde el padre de Alex no suele estar. Tampoco el relato, tal como le conocíamos, está. Solamente perviven algunas de sus figuras básicas como construcciones autónomas que parecen señalizar un trayecto a partir de la sugerencia de una futura mujer hasta el lugar donde la cámara se ve incapaz de registrar la totalidad del cuerpo del padre. Por eso no podemos hablar de que Alex no está,  sino de que está, precisamente, porque falta todo aquello que tiempo atrás hubiera propiciado no estar para llegar a ser. De esta manera,  el nuevo sentido no emerge de saber recomponer a la perfección los pedazos en que quedó roto un espejo, sino de averiguar por cual de ellos se produjo la rotura.

Por esta razón daría el mismo resultado que escogiéramos cualquier juego de palabras para definir lo ocurrido en la película – como por ejemplo No está Alex. – siempre que utilizáramos un signo de puntuación para señalar el hiato entre individuo y su identidad. La interrupción de la palabra se muestra esencial para trascender el recorrido que nos ha llevado a ocupar el lugar del padre: ese tiempo cinematográfico en que entendíamos lo que pasaba en una película gracias a la psicología. Pero en ese camino de vuelta a casa, nos afirmamos como individuos a costa de sacrificar – mediante intercambio – nuestra identidad. Después de ver un film como Paranoid Park nos sentimos satisfechos por haber recorrido un camino de superación en el que como poco hemos llegado a alcanzar la misma posición de la película. De nuevo nos encontramos con el paradigma del sueño americano en una sala de cine. Una ilusión satisfactoria que ya no se ocupa de gestionar la memoria del cine, sino la memoria de cómo debe ser el cine. Una operación que distrae del verdadero problema que plantean hoy sus imágenes: ¿cómo establecer una jerarquía de ellas?

La democracia de lo digital que ha otorgado a todas las imágenes el mismo valor de imagen, junto con la concentración de un pasado y futuro distinto al presente del espectador que las mira, convierten en cuestión urgente definir un nuevo tipo de coordenadas con que poder ubicarse ante ellas. Puesto que todas son intercambiables, ordenarlas en una misma progresión horizontal ya no debería suponer un problema. Así que el nuevo reto debe empujar a intentar elaborar diferentes rangos y escalas con que jerarquizarlas en un plano vertical que logre otorgarlas diferentes niveles de importancia. Nuestra feliz impotencia vendría a ser de esta manera similar a la de Alex: después de organizar – desordenadamente – sus recuerdos, ha sido incapaz de conocer si en su aventura resultó más importante su primer polvo, una muerte o el consejo que lo cambio todo.

Ricardo Adalia Martín.

Alex no está

Si algo debe llamar la atención de una película como Paranoid Park esto es una contradicción de apariencia insignificante pero a la postre determinante: ¿por qué nunca Alex aparece manejando su monopatín, ese indestructible objeto de deseo?, ¿qué lleva a Gust Van Sant a dejar fuera de campo lo que aplicando una lógica muy simple constituiría el desenlace más oportuno: montar con destreza su monopatín?

Para tratar de responder a estas preguntas vuelvo a tronar con el cansino soniquete de la imagen, de su presunta dignidad, de la pulsión identitaria a la que está sometida. Necesitamos la imagen que se acomode a nuestro estilo, que corone nuestro modo de vida. Nuestra imagen debe de ser digna, distinguida, pero sobre todo debe diferenciarse de las otras que también circulan libremente. Las imágenes son intercambiables. Proporcionan identidades de recambio, procuran el placer parásito y fugaz de hacer creer que detrás de la máscara hay un cuerpo fuerte y definitivo que la sostiene.

La trama, la concepción y el estatuto de la imagen con la que trabaja Gus Van Sant trata de cuestionar la inquebrantable solidaridad entre cuerpo y máscara, lenguaje y discurso, imaginación y sentido que está en la base la pulsión identitaria anterior y sobre la que gravita buena parte de la historia del cine. La irrupción del acontecimiento – eso que el mismo Alex reconoce que «le ha pasado» – altera para siempre la disposición de las cosas conforme al orden del discurso. Ya no hay un espacio donde ubicarse ni un tiempo desde donde asumir los hechos del pasado; todo se sucede caóticamente, como si el dominio del lenguaje mismo hubiera desaparecido y fuese la escritura misma la que se apoderara del cuerpo endeble y vulnerable de Alex. No sólo no hay sujeto para lo que ha sucedido sino que todo intento por constituirlo es culpable. La película escapa por completo al régimen de interacción entre instancias receptivas, pasivas -lo que ocurre- y la palabras determinantes que ofrecen a lo que ocurre una posibilidad de destino. De ese modo no sólo se suspende el juego conciliador entre cosa e imaginación que hasta entonces funcionaba precariamente en la mente de Alex sino que entre ambas se abre un hiato que introduce la discontinuidad en la escritura y que aproxima la constitución de una imagen única, que de una explicación y ofrezca un sentido, a una empresa paranoica que deja al infante muy próximo a la locura. Su mente, como su imaginación se asemeja a un parque paranoico, en el que la interacción entre sueño y vigilia suspende toda diferencia lógica entre realidad y ficción. En la medida que no es posible aplicar un filtro objetivo o proyectar la mirada mediante sus ojos, advertimos que Alex no es real ni ficticio, incluso ni siquiera es un personaje.

En cierto modo la imaginación de Alex radicaliza la experiencia de Narciso frente al espejo que está a la base de todo proceso de reconocimiento. En la figura de Narciso se lleva al extremo la experiencia negativa del yo en el momento de producción de imágenes en que se ha convertido la mente esquizoide de Alex: la imagen reflejada nunca puede asir o garantizar su propia consistencia más allá de a propia consistencia del discurso, en nuestro caso la propia emergencia aparentemente casual de las imágenes. En la parte final del filme el cataclismo beatífico de la imaginación se traduce en la masiva proliferación de imágenes, cuyo anárquico movimiento no deja de sucederse. Libradas a sí mismas esas imágenes ya no tienen lugar y no están en condiciones de ofrecer dirección alguna; no poseen centro, de ahí que su fuerza visual no consista en la posibilidad de fijar referentes sino en la fuerza que la relaciona con otras imágenes.

Sin embargo, la operación de escritura posterior, esa que compete al ejercicio artístico del director, va más allá de la constitución de un caso paradigmático. La experiencia de ese vacío es en su caso también el vacío de toda experiencia. Pero la imposibilidad de poder recoger en un relato el orden de unos hechos -el ocaso y la poca atención que merece el trabajo policial lo ponen definitivamente de manifiesto- no debe entenderse trágicamente como la proclamación de un fin sino como la apertura a una potencia que hace del hiato, del vacío y de la nada algo memorable que debe celebrarse en una posibilidad infinita de escritura. De este modo, la escritura visual del filme se hace cargo de la experiencia común de esta nada desde toda su fuerza creadora. Es más, creamos, imaginamos y pensamos por aquello que, pese a permanecer separado y hacer imposible un decir consistente habilita el vínculo y parece apuntar a una dimensión más allá de la fractura, de ahí que, pese a lo tentador, acusar a Alex y con él a la película de inmadura a infantil, además de recubrir con psicología el armazón sensible de las imágenes del filme, suponga dejar a oscuras su verdad más iluminadora.

La imposibilidad de que el presente de Alex se constituya en experiencia nos habla de que la verdad más singular del filme es esencialmente una verdad temporal. Si la articulación entre real y ficticio se ha visto superada es porque el imposible anclaje en un presente permite a la imaginación de Alex vincularse a un antes y a un después indistintamente. De este modo, como testimonio visual de la escritura de Alex, lo que filma la cámara no se hace cargo de lo que ocurrió sino de lo que por su intensidad o por su proximidad permanece en su mente como no vivido y que, por contradictorio que parezca, determina la trama psíquica del personaje y la dignidad artística de su escritura. Son esas imágenes ausentes, donde se materializa el sueño adolescente de bailar sobre ruedas y suspenderse sobre el mundo, las que por su ausencia escriben el resto de la trama y determinan el rango de lo que vemos. A través de la aparente contradicción inicial, Paranoid Park revela que ese pasado no vivido que regula el régimen de lo visible no sólo es contemporáneo al presente sino su única vía de comprensión.

José Miguel Burgos Mazas.

Heart of glass

In between

What I find is pleasing and I’m feeling fine

Love is so confusing there’s no peace of mind

If I fear I’m losing you it’s just no good

You teasing like you do

Nunca tengo claro si las sinergias cinematográficas con las que me topo de forma fortuita nacen de una intención tan simple como inocente de reseñar lo casual del motivo que las une, o si por el contrario tratan de dejar indicado sutilmente un misterio que debe resolverse para acceder a un trasfondo que sustenta o contradice cada una de las propuestas puestas en juego. Sea como fuere, desde hace tiempo vengo dando vueltas a esta entrada que encontré en uno de mis blogs favoritos. En esta ocasión parece que estamos en el primer caso, ya que, además de no venir acompañada de ninguna explicación, el tema musical de Blondie que suena en esa escena de We own the night (2007) se alarga algunos minutos más en una secuencia en la que se nos presenta el espacio alrededor del cual girará parte de su trama. Pero veamos tranquilamente este nuevo fragmento y el de En la ciudad de Sylvía (2007) antes de comprobar como el Heart of glass traspasa lo puramente cinematográfico hasta convertirse en ese “intervalo que los poetas medievales llamaban amor”.

La película de James Gray nos coloca si más preámbulos en Brooklyn,  en el año 1988, utilizando el tema de Blondie como un elemento más de atrezzo estético. Bobby (Joaquín Phoenix) es la oveja negra de una familia tradicional americana, en la que su padre es un distinguido policía de la ciudad de New York y su hermano va camino de serlo. Su trabajo consiste en dirigir un local de moda – por el que se pasea – que pertenece a una importante banda de traficantes de droga. Una inesperada guerra entre bandas estalla y Bobby se encuentra, sin haber realizado ningún merito, metido de lleno en un conflicto en el que tendrá que ocultar a toda consta sus lazos de familiares para sobrevivir en el nuevo panorama que se le presenta. Lo importante, entre todos los giros narrativos a los que asistiremos durante el metraje, es la función simbólica del tema de Blondie que aparece justo en el arranque de la película. Bobby abandona en una habitación a su insaciable Amanda (Eva Mendes) y comienza a recorrer todo el local hasta que logra salir de él. Ese trayecto resume a la perfección lo que se pone en juego durante el resto del film: abandonar una vida descarriada hasta alcanzar el lugar que se debe ocupar a cierta edad. Volver a la tradición, a lo esperado, dejando atrás un cierto tipo de adolescencia como forma de mirar y vivir el mundo. El mismo mensaje que subyace de su siguiente trabajo Two Lovers (2008).

En el trabajo de José Luís Guerín seguimos durante todo el metraje a él (Xavier Lafitte), un personaje sin nombre que persigue el recuerdo de ella (Pilar López de Ayala): una mujer que pervive tan fuertemente en su memoria como para regresar al lugar de una vivencia (una ciudad también sin nombre aunque todos sepamos cual és) para buscar un casi imposible recuentro en un tiempo presente tan indeterminado como el pasado en que se produjo un encuentro (¿consumado?). El tema de Blondie comienza a sonar en otro bar con nombre de película de Eric Rohmer, donde suponemos paso uno de los pequeños momentos determinantes para que su pasado sobreviva como tal. Él permanece sentado e intenta hablar con una chica mientras a su alrededor tiene lugar una ceremonia de fantasmas. Donde es imposible encontrar una narración para esa memoria, el tema de Blondie la sustituye para evocar un tiempo que no hemos vivido, pero que nos interesa durante el tiempo que presenciamos las imágenes que dan forma a la historia de él.

Se podría afirmar casi con total seguridad, que lo que mueve realmente el mundo son los deseos que todos hemos dejado insatisfechos en la adolescencia. Aunque ambas películas utilizan el problema de la mirada adolescente a la que necesitan retorotaer al espectador para asegura su efectividad, la gestión que hacen de ellas es muy diferente. Gray, siguiendo los patrones más canónicos del clasicismo, abre la herida del deseo para después suturarlo matando al padre para que no cambie nada. Por el contrario, Guerín convoca mediante evocación a todos nuestros fantasmas para dejarnos rodeados ellos. Una vez conocida la prolongación eterna de ese plano/contraplano entre Hollywood y Europa, ¿Cuál de las dos propuestas resulta más laudatoria para el espectador? Tanto Bobby como él, aparecen en escena con el corazón partido. Recomponer los pedazos a los que ha quedado reducido pasa por encontrar y situarse justo en la distancia que media entre estas dos formas de entender el amor: la que separa a Bobby/él, Amanda/ella, Brooklyn/Ciudad sin nombre, El caribe/Les aviateurs [1] es la misma que existe entre un proletario y un burgués. Sin embargo, en este momento, la dificultad ante la que nos encontramos radica en lograr identificar quién es quién.

Roberto Espejo.


[1] Es curioso que el bar escogido por Guerín no sea una recreación, y que además, como podemos leer en su logotipo, sea un bar americano en Estrasburgo.