Alex, no está

En estas tres imágenes de Paranoid Park (2007) podemos observar como Alex utiliza su tabla de skateboard. La primera, con una densidad de grano y saturación cromática propias de una película de 16 mm, evoca el anhelo de Alex de llegar algún día a patinar como sus ídolos de la tabla. La segunda corresponde al momento en que toma conciencia de ese acontecimiento vital sobre el que oscila toda la película. La tercera, un imagen completamente luminosa, viene a constatar el exorcismo definitivo del recuerdo y el reinicio vital junto a la chica que le ha mostrado el camino con el que dar salida a su problema.

Ahora opongámoslas estas tres. En la primera vemos otro sueño con unos verdaderos skaters ejecutando trucos de bastante dificultad en un pipe urbano. En la segunda, la tormenta ya no puede ser retenida por ningún paraguas. En la tercera, observamos como la oscuridad propia de un ambiente otoñal no invita demasiado a patinar.

Las seis son una muestra de toda la operación de contraposición de imágenes remisniscentes que articulan la narración de la película. Imágenes dobles, variantes en la representación de la misma acción de un sujeto perdido en un intersticio en el que resulta inconcebible la construcción de un puente que logre dar sentido a una de ellas a partir de la otra.  Por ello parece como si Alex – como individuo – se diluyera entre ellas. Pero no debemos perder de vista que antes skater es adolescente. Y si algo caracteriza ese tramo vital, es la carencia de herramientas con que relacionarse con el mundo. La evolución de la escritura, del movimiento encima de una tabla, se muestra imprescindible no ya para entender el mundo – que se entiende perfectamente –, sino para acoplarse a su movimiento. Una operación análoga a la que intenta un espectador cualquiera situado ante el devenir actual de las imágenes. Podríamos seguir hablando y lamentándonos por la desadecuación entre virtual y actual (Deleuze), entre real o ficticio, o entre cualquiera de las particiones de lo sensible imaginables. Pero quizás el debate más interesante debería encaminarse a evaluar las distintas estrategias que podemos llegar a encontrar para manejarnos en lo que parece ser un vacío – cada vez más grande – fruto de ese deseo insatisfecho nacido de la imposibilidad de proyectarle hacia lo real.

Ante el nuevo panorama, la efectividad de una película pasa por convencer al espectador de que se encuentra situado en una posición de partida por debajo de la que esta ocupa. El tiempo de las victimas también salpica al cine, prefigurando una mirada que requiere necesariamente el lamento y la melancolía por una funcionalidad perdida de la imagen para constituir un nuevo medio con que generar la consiguiente nueva realidad del espectador. Las imágenes, muy bien trabajadas por Christopher Doyle, se esfuerzan por dibujar un panorama desordenado, caótico, como se supone una mente ante un acontecimiento que le supera. Sin embargo, de ser realmente así, el espectador perdería pronto el interés por lo que está viendo. Así que un oportuno cambio de texturas en el comienzo y el final del metraje siempre ayudarán a acotar la deriva.

Alex, no está. Un coma con idéntica función ontológica que una metamorfosis de la forma. El diluirse, el parecer que no se está, se reformula en afirmación como individuo gracias a la escritura de un diario en la casa junto a la playa donde el padre de Alex no suele estar. Tampoco el relato, tal como le conocíamos, está. Solamente perviven algunas de sus figuras básicas como construcciones autónomas que parecen señalizar un trayecto a partir de la sugerencia de una futura mujer hasta el lugar donde la cámara se ve incapaz de registrar la totalidad del cuerpo del padre. Por eso no podemos hablar de que Alex no está,  sino de que está, precisamente, porque falta todo aquello que tiempo atrás hubiera propiciado no estar para llegar a ser. De esta manera,  el nuevo sentido no emerge de saber recomponer a la perfección los pedazos en que quedó roto un espejo, sino de averiguar por cual de ellos se produjo la rotura.

Por esta razón daría el mismo resultado que escogiéramos cualquier juego de palabras para definir lo ocurrido en la película – como por ejemplo No está Alex. – siempre que utilizáramos un signo de puntuación para señalar el hiato entre individuo y su identidad. La interrupción de la palabra se muestra esencial para trascender el recorrido que nos ha llevado a ocupar el lugar del padre: ese tiempo cinematográfico en que entendíamos lo que pasaba en una película gracias a la psicología. Pero en ese camino de vuelta a casa, nos afirmamos como individuos a costa de sacrificar – mediante intercambio – nuestra identidad. Después de ver un film como Paranoid Park nos sentimos satisfechos por haber recorrido un camino de superación en el que como poco hemos llegado a alcanzar la misma posición de la película. De nuevo nos encontramos con el paradigma del sueño americano en una sala de cine. Una ilusión satisfactoria que ya no se ocupa de gestionar la memoria del cine, sino la memoria de cómo debe ser el cine. Una operación que distrae del verdadero problema que plantean hoy sus imágenes: ¿cómo establecer una jerarquía de ellas?

La democracia de lo digital que ha otorgado a todas las imágenes el mismo valor de imagen, junto con la concentración de un pasado y futuro distinto al presente del espectador que las mira, convierten en cuestión urgente definir un nuevo tipo de coordenadas con que poder ubicarse ante ellas. Puesto que todas son intercambiables, ordenarlas en una misma progresión horizontal ya no debería suponer un problema. Así que el nuevo reto debe empujar a intentar elaborar diferentes rangos y escalas con que jerarquizarlas en un plano vertical que logre otorgarlas diferentes niveles de importancia. Nuestra feliz impotencia vendría a ser de esta manera similar a la de Alex: después de organizar – desordenadamente – sus recuerdos, ha sido incapaz de conocer si en su aventura resultó más importante su primer polvo, una muerte o el consejo que lo cambio todo.

Ricardo Adalia Martín.

Alex no está

Si algo debe llamar la atención de una película como Paranoid Park esto es una contradicción de apariencia insignificante pero a la postre determinante: ¿por qué nunca Alex aparece manejando su monopatín, ese indestructible objeto de deseo?, ¿qué lleva a Gust Van Sant a dejar fuera de campo lo que aplicando una lógica muy simple constituiría el desenlace más oportuno: montar con destreza su monopatín?

Para tratar de responder a estas preguntas vuelvo a tronar con el cansino soniquete de la imagen, de su presunta dignidad, de la pulsión identitaria a la que está sometida. Necesitamos la imagen que se acomode a nuestro estilo, que corone nuestro modo de vida. Nuestra imagen debe de ser digna, distinguida, pero sobre todo debe diferenciarse de las otras que también circulan libremente. Las imágenes son intercambiables. Proporcionan identidades de recambio, procuran el placer parásito y fugaz de hacer creer que detrás de la máscara hay un cuerpo fuerte y definitivo que la sostiene.

La trama, la concepción y el estatuto de la imagen con la que trabaja Gus Van Sant trata de cuestionar la inquebrantable solidaridad entre cuerpo y máscara, lenguaje y discurso, imaginación y sentido que está en la base la pulsión identitaria anterior y sobre la que gravita buena parte de la historia del cine. La irrupción del acontecimiento – eso que el mismo Alex reconoce que «le ha pasado» – altera para siempre la disposición de las cosas conforme al orden del discurso. Ya no hay un espacio donde ubicarse ni un tiempo desde donde asumir los hechos del pasado; todo se sucede caóticamente, como si el dominio del lenguaje mismo hubiera desaparecido y fuese la escritura misma la que se apoderara del cuerpo endeble y vulnerable de Alex. No sólo no hay sujeto para lo que ha sucedido sino que todo intento por constituirlo es culpable. La película escapa por completo al régimen de interacción entre instancias receptivas, pasivas -lo que ocurre- y la palabras determinantes que ofrecen a lo que ocurre una posibilidad de destino. De ese modo no sólo se suspende el juego conciliador entre cosa e imaginación que hasta entonces funcionaba precariamente en la mente de Alex sino que entre ambas se abre un hiato que introduce la discontinuidad en la escritura y que aproxima la constitución de una imagen única, que de una explicación y ofrezca un sentido, a una empresa paranoica que deja al infante muy próximo a la locura. Su mente, como su imaginación se asemeja a un parque paranoico, en el que la interacción entre sueño y vigilia suspende toda diferencia lógica entre realidad y ficción. En la medida que no es posible aplicar un filtro objetivo o proyectar la mirada mediante sus ojos, advertimos que Alex no es real ni ficticio, incluso ni siquiera es un personaje.

En cierto modo la imaginación de Alex radicaliza la experiencia de Narciso frente al espejo que está a la base de todo proceso de reconocimiento. En la figura de Narciso se lleva al extremo la experiencia negativa del yo en el momento de producción de imágenes en que se ha convertido la mente esquizoide de Alex: la imagen reflejada nunca puede asir o garantizar su propia consistencia más allá de a propia consistencia del discurso, en nuestro caso la propia emergencia aparentemente casual de las imágenes. En la parte final del filme el cataclismo beatífico de la imaginación se traduce en la masiva proliferación de imágenes, cuyo anárquico movimiento no deja de sucederse. Libradas a sí mismas esas imágenes ya no tienen lugar y no están en condiciones de ofrecer dirección alguna; no poseen centro, de ahí que su fuerza visual no consista en la posibilidad de fijar referentes sino en la fuerza que la relaciona con otras imágenes.

Sin embargo, la operación de escritura posterior, esa que compete al ejercicio artístico del director, va más allá de la constitución de un caso paradigmático. La experiencia de ese vacío es en su caso también el vacío de toda experiencia. Pero la imposibilidad de poder recoger en un relato el orden de unos hechos -el ocaso y la poca atención que merece el trabajo policial lo ponen definitivamente de manifiesto- no debe entenderse trágicamente como la proclamación de un fin sino como la apertura a una potencia que hace del hiato, del vacío y de la nada algo memorable que debe celebrarse en una posibilidad infinita de escritura. De este modo, la escritura visual del filme se hace cargo de la experiencia común de esta nada desde toda su fuerza creadora. Es más, creamos, imaginamos y pensamos por aquello que, pese a permanecer separado y hacer imposible un decir consistente habilita el vínculo y parece apuntar a una dimensión más allá de la fractura, de ahí que, pese a lo tentador, acusar a Alex y con él a la película de inmadura a infantil, además de recubrir con psicología el armazón sensible de las imágenes del filme, suponga dejar a oscuras su verdad más iluminadora.

La imposibilidad de que el presente de Alex se constituya en experiencia nos habla de que la verdad más singular del filme es esencialmente una verdad temporal. Si la articulación entre real y ficticio se ha visto superada es porque el imposible anclaje en un presente permite a la imaginación de Alex vincularse a un antes y a un después indistintamente. De este modo, como testimonio visual de la escritura de Alex, lo que filma la cámara no se hace cargo de lo que ocurrió sino de lo que por su intensidad o por su proximidad permanece en su mente como no vivido y que, por contradictorio que parezca, determina la trama psíquica del personaje y la dignidad artística de su escritura. Son esas imágenes ausentes, donde se materializa el sueño adolescente de bailar sobre ruedas y suspenderse sobre el mundo, las que por su ausencia escriben el resto de la trama y determinan el rango de lo que vemos. A través de la aparente contradicción inicial, Paranoid Park revela que ese pasado no vivido que regula el régimen de lo visible no sólo es contemporáneo al presente sino su única vía de comprensión.

José Miguel Burgos Mazas.

Backside kickflip 360

Cuando salgo a la calle en busca de aventura con mi tabla de skateboard, debo volcar toda mi capacidad de observación sobre el entorno urbano que va pasando de forma fugaz ante mis ojos. Antes de posar mi tabla sobre el elemento del mobiliario urbano que he escogido para ejecutar un truco, debo ser capaz de imaginar todos los movimientos con los que le voy a poner en práctica y sus posibles alternativas. Así por ejemplo, cuando veo una barandilla que me llama la atención por su inclinación o por su forma geométrica,  imagino el grind que resultaría más apropiado para superarla. Desde un nose grind hasta un tail slide, para acabar con un kickflip a la salida si hay mucha gente mirando.

Creo que mi condición de skater no dista mucho de la que ocupo cuando soy espectador de cine contemporáneo; ante mis ojos pasan a elevada velocidad imágenes devenidas en volubles por la incapacidad de clausurarlas a través de un relato. En ambos casos, para superar esa imposibilidad debo darlas sentido imaginándolas hasta conformar una idea derivada de su conjunción. Imaginar esas imágenes supone construir un relato propio a partir de los infinitos puntos de fuga que ofrece el actual estatuto de la imagen. Cuando no consigo recordar esto, quedo atrapado en su fetiche y arrastrado en su eterno transito a la deriva, su experiencia pasa sin imprimir ningún tipo de huella. Algo parecido a cuando me deslizo por la ciudad sin encontrar en ella nada especial sobre lo que abalanzarme con mi tabla.

Esta puede que sea la razón por la que últimamente me siento como un adolescente cuando salgo de una sala cine. Tengo la sensación de que en el tiempo que estuve dentro, tuve que hacer un ejercicio homologo al que me llevó a superar el tiempo convulso de la adolescencia. Es decir, a construir una narración ordenada de los acontecimientos de mi vida hasta conformar una voz propia que me permitiera relacionarme con el mundo. Haciendo memoria, entiendo ahora que la necesidad de ese relato nació al descubrir que la imagen que fui construyendo durante mi infancia y adolescencia llegaba a completarse finalmente en una forma tan compleja como atenazadora. La solución a su problema pasaba exclusivamente por deshacerme de ella imaginándome en un tiempo futuro.

Sin embargo, cuando veo una película clásica me siento como un niño. Recibo imágenes a las que no debo añadir nada, por estar perfectamente construidas gracias a la causalidad de una historia que las engarza férreamente. Solo debo pensarlas desde criterios técnicos y artísticos que han sido dictados como en una escuela. Aunque perplejo por lo que veo, prefiero sentirme como un adolescente en una contingencia donde toda una herencia cultural ya no tenga capacidad de obrar en el momento que percibo una imagen, que en el ensimismamiento feliz de la infancia, donde la negación de mi capacidad de decisión en lo que recibo, me coloca en una posición extremadamente vulnerable.

Quizás esa simulación de un estado en el que todo podía ocurrir esté influyendo en mis habilidades. A veces, cuando busco lugares donde practicar mi imaginación se cofunde con mis recuerdos como en una antigua película de 8 mm. Entonces, ante la imposibilidad de conseguir ejecutar truco alguno, vuelvo a casa y leo The disposable skateboard bible de Sean Cliver, para encontrar la inspiración perdida mientras imagino en acción a mis ídolos de la tabla;  Tony Hawk, Steve Caballero y Stacy Peralta. Mi favorito de los tres.

Me caigo pocas veces, pero de cada caída he aprendido, mientras vuelvo a casa describiendo trayectorias inexplicables, que cuando un truco tiene ese fatal desenlace se debe a que existe una separación inevitable entre lo que imaginé y lo que puse en práctica. Que además es la misma que media entre la forma en como espero que sea mi vida y como la vivo. Es decir, materia inimaginable a pesar de su existencia. En cierta manera equiparable a la idea de muerte que atraviesa los cuatro trabajos más interesantes de Gus Van Sant (Gerry, Elephant, Last Days y Paranoid Park). Aún siendo la única certeza de la vida, resulta imposible superarla a partir de una imagen devuelta por su representación.

Los círculos y circunvalaciones que describen los personajes de esa tetralogía no son más que intentos por topografiar un espacio real por el que todos transitamos, pero que a pesar de su condición, solo podemos acceder a él mediante ejercicios de memoria como el que estoy poniendo en práctica sobre este diario. Entre otras cosas, para que cuando lo lea, las pequeñas paranoias que sufre últimamente mi cabeza desaparezcan junto con la música de Nino Rota que sirvió de banda sonora a las películas que nunca vi.

Ricardo Adalia Martín.