Carta a Jean-Luc Godard

Querido Jean-Luc,

Tengo que confesarte que esta carta comenzó siendo una reflexión acerca de cómo acaban las cosas cuando se acaban y una recopilación de los acontecimientos más importantes que han sucedido a lo largo de los 5 años que ha estado funcionando Juventud en Marcha: de los proyectos emprendidos, de la participación en los seminarios a los que he sido invitado para hablar de Nuestras Humanidades, e incluso de un inesperado mal momento provocado incompresiblemente por una persona sin ningún tipo de escrúpulos que hizo pasar como textos originales lo que no era más que una mera traducción de textos ya publicados en algunos medios franceses. Sin embargo, me parece más interesante poner fin a este espacio de pensamiento dedicándote estas líneas. Qué hayas sido la persona elegida ni es casual ni obedece a una moda. No quiero utilizar tu nombre como reclamo, a modo de auto-bombo para venderme como un buen crítico que se atreve a hablar a su público de películas que vende como “extrañas”. Te lo prometo: nunca he escrito sobre la relación de tus imágenes, sonidos y palabras mediante un tono periodístico, sociológico o adoptando la postura de  mero fan. Nunca he emulado a todos aquellos que adoptan una actitud parecida a la de una quinceañera enamorada de Justin Bieber antes de uno de sus conciertos, cuando presentas una película en un festival para después olvidarla al día siguiente. Es decir, la de cualquiera que cubre un festival para cualquier medio del mundo. Mis razones, por el contrario, son de peso. Dos, concreta y fundamentalmente.

Por un lado, porque buena parte de las citadas Nuestra humanidades las he sostenido sobre los frames de alguno de tus trabajos. Sobre todo de Film Socialisme (2010). Película que ha vertebrado una reflexión constante sobre el presente alrededor del naufragio del Costa Concordia, de ese barco que hiciste espacio protagonista en tu film. Nunca pudo llegar a hundirse del todo y ahora le han reflotado para llevarle a desguazar al puerto de Génova, al lugar del que partió por primera vez. Aprovechando la circunstancia he decidido poner fin a Nuestras humanidades y a este soporte donde se desarrollaron. Aunque, realmente, el verdadero fin lo pondrá la película Costa Concordia fuera de este espacio, a su paso por diferentes festivales internacionales a los que ya ha sido enviada. (Te la paso con la traducción al inglés de esta carta que he enviado a tu productora.)

Por otro lado, dado que nadie (que sepamos) se ha dignado a contestar la carta que enviaste a los directores del festival de Cannes este  año 2014 justificando tu ausencia en el festival. Bueno, tu ausencia ficticia, porque mi amigo Vicente y yo estuvimos contigo en el festival. ¿Te acuerdas? Así quedó la entrevista. Me parece acojónante que nadie de toda ese trouppe que te alaba y aplaude no haya tenido la buena educación de contestarte. Es lo menos que mereces tú y la carta. Así que, sin duda, me he visto en la obligación de ofrecerte esta respuesta. Te cuento.

Khan Khanne (2014) me parece un estudio acojonante del “tiempo” a partir de las “marcas” y las velocidades de la imagen-video. Pero creo que no es el lugar para comentarte todo los hallazgos que tiene (y que ya sabes que tiene), aunque haya sido vista como uno más de tus videoensayos… Mi respuesta también en es una video-carta en movimiento, titulada Can-Cán para seguir con el juego de palabras que has iniciado partir del nombre del festival de Cannes. Pero mi Can-Cán no hace referencia a ese baile tan francés en el que seguro estás pensando. Can-Cán son posibilidades: palabras que pueden ser traducidas para dar en algo así como “El poder del perro”. La traducción de Can desde el inglés es “Poder”, y desde el gallego es “Perro”. Inglés y gallego: dos idiomas sin país. Uno por exceso y otro por falta. El inglés es el idioma originario de varios países, como EE.UU e Inglaterra, y ha pasado utilizarse en todo el mundo como idioma universal. Circula libremente y ya no puede ser considerado como algo propio de un país. El gallego es un idioma que se habla en Galicia, una pequeña región Española. Es un idioma minoritario, y aunque hablado mayoritariamente dentro del territorio gallego, no está referenciado, no pertenece a un país que se pueda denominar como tal. Por lo tanto, ambos son idiomas sin una nacionalidad, sin una identidad estatal propia. Pero como son «la cosas»: estarás conmigo si te digo que de esta paradoja nace un poder especial, el poder de decir adiós al lenguaje

Por último también te tengo que confesar que esta carta, que esta respuesta en imágenes, tenía otra motivación más íntima: me hacía ilusión que mi perro Berny estuviera puesto en relación con tu perra Roxy. Can y can: Berny & Roxy, ¿a que suena bien? Después de ver tu último trabajo imaginé una segunda parte de Adiós al lenguaje que evolucionara la reflexión de la primera, y que tratara sobre la vinculación de los vínculos que utilizamos los humanos para llegar a serlo. Los perros más allá de un mero “entre ellos” para pasar a ser tratado como un “ellos”, lo que realmente son. Pero todo esto está por definir y venir.

Adiós Jean-Luc. Gracias por leer y mirar esta carta. Adiós también a todos los que habéis pasado por aquí, regular o eventualmente, y muchas gracias por haber dedicado parte de vuestro tiempo a leer y mirar Juventud en Marcha.

Ricardo Adalia Martín.

Un fin para «Nuestras humanidades»

El 15 de Enero de 2012 arrancaba la serie “Nuestras Humanidades” (en aquel momento sin nombre), coincidiendo con el naufragio del Crucero Costa Concordia frente a la isla italiana de Giglio dos días antes.

Hoy, 15 de Julio de 2014, ha llegado el momento de buscarla “un fin” aprovechando que ayer, tras un largo proceso, el famoso barco ha vuelto a flotar para ser conducido a los astilleros de Génova donde será desguazado.

En todo este tiempo “Nuestras humanidades” ha articulado un pensamiento sobre algunos aspectos claves de “nuestro tiempo” alrededor de esta nave que fue protagonista en Film Socialisme (Jean-Luc Godard, 2010), y que nunca llegó a hundirse del todo. Por lo tanto, su fin no puede corresponder a una fecha determinada, como si fuera el fin de su tiempo. Tiene que ser, por el contrario, una tentativa que logre conjugar el tiempo de su fin: la transformación del tiempo que el acontecimiento ha producido conjuntamente de una vez y para siempre. Del mito, de la Historia. Del Costa Concordia, de Juventud en marcha. De Ricardo Adalia Martín y de “algunas cosas” más.

Este fin es una condición que tratará de ser articulada alrededor de la película “Costa Concordia” y el movimiento que describirá a su paso por diferentes Festivales Internacionales. Aquí queda el trailer de este film concebido en formato 854×480, que podrá verse en este blog cuando el Costa Concordia haya sido despedazado por completo.

Under the skin (Jonathan Glazer, 2013)

Está claro que el estatuto del cuerpo en el cine se ha convertido en el centro problemático alrededor del que giran (casi) todas las películas de nuestra contemporaneidad. La cuestión es lógica y ya forma parte de un debate “antiguo”: todas las imágenes que nos rodean, tanto si entran dentro los códigos que definen cada categoría artística, como si nos acompañan en nuestra cotidianeidad ofreciéndose como soporte de un dispositivo móvil, han conseguido que nuestro tiempo se encuentre cerca culminar el sueño de Pigmalión: «no formar simplemente una imagen para el cuerpo amado, sino otro cuerpo para la imagen, quebrar las barreras orgánicas que impedían la incondicionada pretensión humana a la felicidad». Una «semejanza sin arquetipo», en palabras del pensador italiano Giorgio Agamben. Una imagen que el «individuo moderno» mira buscando una homología, pero que percibe como extraña, vaciada de toda identidad, de todo resquicio de lo humano. De esta manera, ha terminado conformándose un nuevo tipo de subjetividad mórbida, ensimismada, que rehuye todo tipo de vínculos con los espacios físicos con que se relaciona, ignorando incluso a individuos que la rodean. Únicamente muestra interés en que el cuerpo desarraigado de lo cotidiano interactúe con las imágenes que han conseguido arrebatarle su identidad. Estamos hablando de aquello que ha definido lo rasgos de lo post-humano, y de su anhelo íntimo de encarnarse en aquellos lugares en los que no puede habitar con su cuerpo.

Pese a cada uno de los toques del género fantástico con que se presenta Under the Skin, pese al halo de misterio que recubre cada uno de los avatares de su “alien” protagonista, interpretado por Scarlett Johansson, mientras recorre las calles de Glasgow buscando cuerpos que seducir para ser trasladados a su planeta, nos encontramos ante una reflexión abierta sobre el umbral que produce lo humano. Cuando el cuerpo falla, cuando aquello que debería asegurar una identidad descubre su naturaleza ingrávida confiriendo a lo biológico una naturaleza fantasmica, superviviente, entonces nacen todas las dudas sobre la humanidad junto a una inasumible nostalgia por la animalidad perdida. No obstante, la humanidad accedió a ir más allá de sus límites creando un nuevo cuerpo para combatir y erradicar el miedo a su ingobernable animalidad. Estamos hablando de autoinmunidad y autoprotección ante lo desconocido. Abandonar el cuerpo “por si las moscas”, por lo que pudiera desmoronarlo. Pero quién iba a pensar que surgiría el arrepentimiento y con ella de la pregunta clave de cómo volver al cuerpo, de cómo volver a encontrarse con esa masa inerte de huesos, músculos, grasa y fluidos de la que no quiso saber nada.

Under the Skin sondea la tentativa de este reencuentro mientras Scarlett Johansson, como se ha apuntado más arriba, recorre las calles de Glasgow con su furgoneta buscando cuerpos que secuestrar. En su tarea la ayuda un cómplice que viaja en motocicleta, y que la va apuntando objetivos. A diferencia de Scarlett (que como casi nadie en la película, dispone de un nombre) su recorrido a lo largo del metraje no le supone una experiencia. No varía su cuota de “humanidad”. Porque la diva de Hollywood, en su papel más terrenal hasta la fecha, evoluciona a medida que trata de ponerse en contacto con cada uno de “los otros” con los que debe interactuar para conseguir sus objetivos. Su vuelta al cuerpo, su regreso a la producción de humanidad, es un ejercicio de aprendizaje de la “alteridad” perdida. Este cambio se encarna perfectamente sobre la violencia que trae implícita su búsqueda de la humanidad. Esta búsqueda, al realizarse sobre un recorrido inverso al que debería ser “natural” engendra la violencia que despliega Scarlett. Pero va disminuyendo a medida que entra en situación con los humanos. Sin duda, se puede afirmar que Under the Skin es un ejercicio sumamente melancólico alrededor del viejo axioma del “Yo soy los otros”. No hay ni una sola pregunta, ni un solo intento por comprender la experiencia de “Narciso” que realmente regula nuestro tiempo, y a la que nos ha condenado este sueño de Pigmalión de estar constantemente enfrentados a la imagen que nos hemos auto-construido.

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Este último trabajo de Jonathan Glazer, después de la poco conocida Reencarnación (2004), será todo un hit. Quizás la película del año. No solo por que la diva se desnuda en un momento del metraje, sino porque recoge, al igual que las películas de Lars Von Trier o Steve McQueen todas las trazas de ese malestar que tanto reconforta al espectador y la crítica de nuestro tiempo: el sujeto vaciado, su deseo invadido y la vivencia de “los otros” como un infierno. Además, claro está, de una impecable factura técnica y un contundente uso de la simbología. Sobre todo en la utilización de los espacios naturales. Cuestión esta última que en un vistazo rápido equiparará Under the Skin con algunos de los trabajos de Andrei Tarkovsky. Pero esta visión creo que está bastante equivocada. Más bien, el film se encuentra dentro de una tradición de películas como La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956), Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y, sobre todo, Electroma (Daft Punk, 2006). Digamos que el “alien” al que da vida Scarlett es una especie de replicante que regresa a la tierra para reencontrarse a través de su razón sensible con la materialidad de su cuerpo, después de que este cuerpo haya sido sustituido por otro virtual. Y en su regreso descubre que los humanos ya no hablan su idioma, que han perdido toda esa sensibilidad humana que ella guarda celosamente debajo de la piel. Pero Scarlett no está programada de antemano, ni siquiera para morir. Aunque al igual que los “Cuerpos robados” de Siegel, los Replicantes de Scott o los Robots de Daft Punk, se topará con una realidad difícil de digerir dada su naturaleza: se puede mantener una doble vida, pero solamente acontecerá una muerte. Pese a que la propia condición del nuevo estatuto de las imágenes se empeñe en trasmitir la esperanza de hallar un umbral donde se produzca el rencuentro con lo humano extraviado.

Ricardo Adalia Martín

Nuestra humanidades #17: el Rey, Felipe VI

Dos enemigos se embarcan en la misma nave, y para estar lo más lejos posible el uno del otro, uno va para la proa y el otro para la popa del barco, instalándose allí. Cuando, de pronto, se abate la tempestad sobre la nave y la hace naufragar, el que va a popa pregunta a un marino por donde empieza a hundirse el barco. «Por la proa», responde este. «Entonces no me importa tanto la muerte, pues me da la oportunidad de ver a mi enemigo ahogarse ante mí»

Cuando el mundo pierde su sentido –signifique lo que signifique esta expresión y surja lo que surja de este proceso – se despierta el deseo de su desaparición, la indeterminada rabia contra su existencia y las cosas que existen. Como la vida humana se encuentra en este mundo, la negación del sentido de este conlleva la de aquella. La amenaza de la negación apocalíptica se transforma en la esperanza de que aquello que se sospecha carente de sentido, una vez destruido, dejara o hará surgir aquello que solo entonces se revelará dotado de sentido.

Los nombres nos dirigen. Sobre todo en el espacio con lo que nadie se siente verdaderamente bien, de aquello por lo que nadie tendría que alterarse, suscitan la impresión de explicar algo. Resulta difícil de explicar la frecuencia con que nuevos nombres destinados a definir nuestro propio estado puede hacer cambiar de dirección la vida humana. Pues a menudo los nombres tienen determinados complementos en la forma de reglas de conducta: si debemos relajarnos o rebelarnos, depende a menudo de diverso nombres que designan una misma condición.

Un día se descubre que «frustración» es exactamente el nombre apropiado para designar lo que se tiene o aquello que nos falta. No hay que insistir: se haga lo que se haga, lo que nos pasa, el mundo percibido mediante lo que ofrecen la imagen y la palabra, todo eso debe tener un sentido. Si no se pueden obtener o reconocerse por otro medio de pruebas del sentido, nos reservamos la postura de no solo estar en contra eso sino también de manifestarlo. Por lo general, suscribiendo cualquier cosa que ha dicho alguien a quien no se conoce pero que notoriamente sabe decirlo con más exactitud de la que habría conseguido uno mismo.

Lo más sorprendente es que estos términos carecen por completo de expresividad gráfica. Parece no valer aquí la vieja máxima retórica: las imágenes tienen más fuerza que las opiniones humanas.

No cabe duda: los nombres nos dirigen con tanto éxito hacia los lugares de nuestro malestar porque eso nos entretiene. El anodino carácter de ese nombre, «ocupación en un uno mismo», no hará fortuna.

El poder que se otorgó al hombre en el Paraíso fue el de la denominación, no el de la definición. Se trataba de llamar al león para que viniese, y no de saber qué es lo que era si no venía. Aquel que puede llamar a las cosas por su nombre no tiene necesidad de poseerlas conceptualmente. Por eso la fuerza del nombre ha seguido siendo mayor en la magia que en toda especie de conceptualización. La tiranía de los nombres se basa en el hecho de que han conservado un perfume de magia: prometen el contacto con lo no concebido.

Los veo así, en las calles y sobre la pantalla, en los periódicos y libros, en las cátedras y púlpitos –utilizando todo medio de comunicación nuevo con preferencia a los demás – dispuestos a trabajar en mi salvación y ya casi en acción. En modo alguno veo que  se preocupan acerca de mi necesidad de ser salvado. Esto es una novedad en la historia: nunca se ha visto tanta gente dispuesta a pasar a la acción por los demás sin que estos se lo hayan encargado.

«Allí donde las cosas tienen su origen, allí tienen necesariamente su ocaso. Esto es, unas se pagan a otras, según las regulaciones del tiempo, multas e indemnizaciones por la falta.» Esta es una tesis de la que se puede presumir que no podríamos vivir sin, cuando menos, un secreto, furtivo, disimulado de acuerdo con ella. Nos avergonzamos de respaldarla porque tenemos el deseo antagónico de que la vida habría de ser de tal modo que la pudiésemos soportar sin ese tácito pensamiento: una vida que se justificase por si misma, que no requiriera un orden del mundo. Por una vez la fe estaría aquí contra la esperanza.

Que estar sobre el suelo es una acción, incluso un esfuerzo, se muestra en la fatiga que esta posición causa al organismo y en sus consecuencias. El organismo no pone solo en acción el principio de inercia. No se mantiene por la gravitación universal, porque precisamente esta exige constantemente de él procesos compensatorios para remediar su equilibrio inestable. Si se impidiese realizar este tipo de regulaciones a una persona que está de pie, caería y se encontraría en la posición de la piedra sobre el suelo.

Estar de pie es no caer. Esto exige un mínimo de atención despierta; no permite la frivolidad de un ilimitarse «dejarse ir» (que no lleva este nombre por azar), un resignarse «dejarse caer». Sin embargo, el suelo sobre el que se cae sigue siendo entonces el mismo sobre el cual antes se permanecía erguido. Solo el suelo sobre el que uno está puede ser aquel sobre el que uno cae.

Ricardo Adalia Martín.

Nuestras humanidades #16: Andrea Pirlo

«En nuestra conciencia el juego se opone a lo serio. Esta oposición permanece tan inderivable como el mismo concepto de juego. Pero mirada más al pormenor, esta oposición no se presenta ni unívoca ni fija. Podemos decir: el juego es lo no serio. Pero, prescindiendo de que esta proposición nada dice acerca de las propiedades positivas del juego, es muy fácil rebatirla. En cuanto, en lugar de decir, «el juego es lo no serio» decimos «el juego no es cosa seria», ya la oposición no nos sirve de mucho, porque el juego puede ser muy bien algo serio. Además, nos encontramos con diversas categorías fundamentales de la vida que se comprenden igualmente dentro del concepto de lo no serio y que no corresponden, sin embargo, al concepto de juego. La risa se halla en cierta oposición con la seriedad, pero en modo alguno hay que vincularla necesariamente al juego. Los niños, los jugadores de fútbol y los de ajedrez, juegan con la más profunda seriedad y no sienten la menor inclinación a reír. Es notable que la mecánica puramente fisiológica del reír sea algo exclusivo del hombre, mientras que comparte con el animal la función, llena de sentido, del juego.»

«La posición de excepción que corresponde al juego se pone de manifiesto en la facilidad con que se rodea de misterio. Ya para los niños aumenta el encanto de su juego si hacen de él un secreto. Es algo para nosotros y no para los demás. Lo que éstos hacen «por allí fuera» no nos importa durante algún tiempo. En la esfera del juego las leyes y los usos de la vida ordinaria no tienen validez alguna. Nosotros «somos» otra cosa y «hacemos otras cosas»

«Podemos decir, por tanto, que el juego, en su aspecto formal, es una acción libre ejecutada «como si» y sentida como situada fuera de la vida corriente, pero que, a pesar de todo, puede absorber por completo al jugador, sin que haya en ella ningún interés material ni se obtenga en ella provecho alguno, que se ejecuta dentro de un determinado tiempo y un determinado espacio, que se desarrolla en un orden sometido a reglas y que da origen a asociaciones que propenden a rodearse de misterio o a disfrazarse para destacarse del mundo habitual.»

«La función de «juego» se puede derivar directamente, en su mayor parte, de dos aspectos esenciales con que se nos presenta. El juego es una lucha por algo o una representación de algo. Ambas funciones pueden fundirse de suerte que el juego represente una lucha por algo o sea una pugna para ver quien reproduce algo mejor.»

«El juego es una acción u ocupación libre, que se desarrolla dentro de unos límites temporales y espaciales determinados, según reglas absolutamente obligatorias, aunque libremente aceptadas, acción que tiene su fin en sí misma y va acompañada de un sentimiento de tensión y alegría y de la conciencia de «ser de otro modo» que en la vida corriente. Definido de esta suerte, el concepto parece adecuado para comprender todo lo que denominamos juego en los animales, en los niños y en los adultos: juegos de fuerza y habilidad, juegos de cálculo y de azar, exhibiciones y representaciones.»

«Lo mismo que cualquier otro juego, la competición aparece, hasta cierto grado, sin finalidad alguna. Esto quiere decir que se desenvuelve dentro de sí misma y su desenlace no participa en el necesario proceso vital del grupo. Esto se expresa muy claro en el refrán alemán: No importan las canicas, lo que importa es el juego. En otras palabras, que la meta de la acción se halla, en primer lugar, en su propio decurso, sin relación directa con lo que venga después. Como realidad objetiva, el desenlace del juego es, por si, insignificante e indiferente. El sha de Persia que, con ocasión de una visita a Inglaterra, rechazó cortésmente asistir a las carreras de caballos por la razón de que «ya sabía que un caballo corre más que otro», tenía, desde su punto de vista, completa razón. Se negaba a meterse dentro de una esfera de juego que le era extraña, quería quedarse fuera. El desenlace de un juego o de una competición es importante tan solo para aquellos que, como jugadores o como espectadores penetran en la esfera del juego y aceptan sus reglas.»

«El concepto de «ganar» guarda estrechísima relación con el juego. ¿Qué quiere decir «ganar»? ¿Qué es lo que se gana? Ganar quiere decir: mostrarse, en el desenlace de un juego, superior a otro. Pero la validez de esta superioridad patentizada propende a convertirse en una superioridad en general. Y, con esto, vemos que se ha ganado algo más que el juego mismo. Se ha ganado prestigio, honor, y este prestigio y honor benefician a todo el grupo a que pertenece el ganador. Aquí reside otra propiedad importante del juego: el éxito logrado en el juego se puede transmitir, en alto grado, del individuo al grupo. Pero hay todavía otro rasgo más importante: en el instinto agonal no se trata, en primer lugar, de la voluntad de poderío o de dominación. Lo primario es la exigencia de exceder a los demás, de ser el primero y de verse honrado como tal. La cuestión de si, como consecuencia, es el individuo o el grupo quien aumenta su poder, es más bien secundaria. Lo principal es haber ganado.»

«Aquel que recibe un nombre se siente mortal o moribundo precisamente porque el nombre querría salvarlo, llamarlo o nombrarlo y asegurar su supervivencia. Ser llamado, oírse o nombrar, recibir un nombre por primera vez es quizá saberse mortal e incluso sentirse morir.»

Ricardo Adalia Martín.

 

‘Dernière séance’ (Laurent Achard, 2011)

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«Y así como el hombre es una imagen de Dios, plasmada según su imagen, se puede decir que estas criaturas son las imágenes del hombre, formadas según la imagen de este. Y así como el hombre no es Dios, aunque esté hecho a su imagen, estas criaturas, aun habiendo sido creadas a imagen del hombre, permanecen tal como han sido plasmadas, lo mismo que el hombre permanece tal como Dios le ha creado»

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«El objeto del amor representa en los poetas amorosos, el punto en que la imagen o fantasma comunica con el intelecto posible. Como tal es un concepto límite no solo entre el amante y la amada, entre el sujeto y el objeto, sino también entre el viviente singular y el intelecto único (o pensamiento o lenguaje). En cambio, Boccacio, lo convierte en el lugar para plantear el problema específicamente moderno, de la relación entre vida y poesía. La cesura entre realidad e imaginación que la teoría Dantiana del amor se había propuesto suturar, vuelve a proponerse aquí con toda su crudeza. Si “ninfal” es la dimensión poética en que las imágenes habrían de coincidir con las mujeres reales, la ninfa florentina está así siempre en vías de dividirse de acuerdo con sus dos polaridades opuestas, demasiado viva e inanimada a la vez, sin que el poeta alcance ya a conferirle una vida unitaria. La imaginación, que, en la poesía amorosa, aseguraba la posibilidad de conjunción entre el mundo sensible y el pensamiento, se convierte ahora en sede de una sublime o burlesca ruptura.»

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«Así pues, la imaginación circuscribe un espacio en el que no pensamos todavía, donde el pensamiento se hace posible solo a través de su imposibilidad de pensar. Esta es la imposibilidad en que los poetas del amor sitúan su glosa a la experiencia averroísta: la copulatio de los fantasmas con el intelecto posible es una experiencia amorosa y el amor es, antes que nada, amor de una imago, de un objeto de algún modo irreal, expuesto, como tal, al riesgo de la angustia y de la privación. Las imágenes, que constituyen la consistencia última de lo humano y el único camino posible de su salvación, son también el lugar de su incesante faltarse a si mismo»

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«La historia de la humanidad es siempre historia de fantasmsa y de imágenes, porque es en la imaginación donde tiene lugar la fractura entre lo individual y lo impersonal, lo múltiple y lo único, lo sensible y lo inteligible y, a la vez, la tarea de su dialéctica recomposición. Las imágenes son el resto, la huella de todo lo que los hombres que nos han precedido han esperado y deseado, temido y rechazado. Y puesto que es en la imaginación donde algo como la historia se ha hecho posible, es también en la imaginación donde esta debe decidirse de nuevo una y otra vez.»

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«Las imágenes del pasado, que han perdido su significado y sobreviven como pesadillas o espectros, se mantienen en suspenso en la penumbra en que el sujeto histórico, entre el sueño y la vigilia, se confronta con ellas para volverlas a dar vida; pero también, en su caso, despertar de ellas»

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Ricardo Adalia Martín.

 

 

Mes séances de lutte (Jacques Doillon, 2013)

Después del amor. Después de haber tenido sexo de todas las temperaturas posibles. Después del deseo, del dolor, la tortura, el porno, la muerte, los celos, el viaje iniciático, del cuerpo y sus flujos. Después de El desconocido del lago (Alain Guiraudie, 2013), Nymphomaniac (Lars von Trier, 2013), The Canyons (Paul Schrader, 2013) y La vida de Adèle (Abdellatif Kechiche, 2013). Después de todo esto, ahora nos damos cuenta que hemos olvidado hablar de una película tan importante como Mes séances de lutte. O lo que es lo mismo, el amor como combate en la última película de un «maldito» como todavía es, a día de hoy, Jacques Doillon. Cineasta post-nouvelle vague que comparte generación y sensibilidad con cineastas como Philippe Garrel o Maurice Pialat, y que ha firmado algunas películas clave para entender la representación de los destinos sentimentales del cine europeo como La mujer que llora (1979), La pirata (1984) o La chica de 15 años (1988). Quizás, después de la exitosa Ponette (1996), se le intentó enterrar demasiado pronto: en la década del 2000 volvió a regalar dos obras maestras bastantes desconocidas como Raja (2003) y Le premier venu (2008).

En Mes séances de lutte nos coloca de lleno en los problemas existenciales de una pareja. Él es un poco más maduro que ella: como viene siendo habitual en la filmografía del director, ella es una jovencita sin experiencia que necesita la ayuda de “un pasante” para encontrar su identidad. Pero en los primeros compases del film, se revela que la diferencia de madurez no es tal pese a la diferencia de edad. De este empate técnico nace el conflicto; de la igualdad, de las fuerzas niveladas de lo que debería mantener cierto desequilibrio para que reinara la paz. Si la lucha de lo psicológico ya ha quedado resuelta, ¿qué queda entonces?

Nuestra pareja habita en una casa situada en un entorno campestre, rodeada de árboles y verdes campiñas. Este entorno ha favorecido que nazca el aburrimiento y reine la falta de imaginación en el devenir de pareja. Pero esta especie de aislamiento también encierra algo positivo: les obliga a estar juntos, a que decidan a representar su propia obra de ficción, en la que cada uno adoptará diferentes papeles para volver a encontrar una sintonía común. Representan escenas de pareja para acercarse en lo físico. Como se sabe, el amor siempre comienza en lo físico, se cultiva en lo afectivo y culmina en lo espiritual. El gesto de la pareja intenta encontrar un nuevo origen interpretando la ficción.  Dentro de ella, sus cuerpos se rozan, chocan, se envuelven, se confunden. Pero el combate les degrada, les derrumba colocándoles, literalmente, a ras de suelo, sobre la tierra desnuda. Entonces se revuelcan entre la arena, el barro y el agua. Se funden con la materia. La carne es tierra y la tierra es carne. Cual Adán y Eva tratan de renacer buscando una nueva vida. En un momento dado parece que han vuelto a ser ellos, consiguiendo salir de la ficción y para reentrar plenamente en su vida. Pero solo consiguen regresar a su casa para continuar interpretando la misma ficción pero cada vez de peor manera. Sus escenitas de parejas les empuja a vivir su personal Apocalipsis emocional a la manera  de la grandísima 4:44 Last Day on Heart (Abel Ferrara, 2011).

Mes séances de lutte podría equiparse perfectamente con Twentynine Palms (2003). Pero a diferencia de la película de Bruno Dumont, a parte de que no es una road movie en la que el paisaje narra un vínculo afectivo, no se trata buscar cierta animalidad perdida como última chispa para salvar la pareja. Más bien de vivir el goce irremediable de la pérdida. Gozar y desear que todo se vaya acabando para poder vivirlo intensamente. Un poco a la manera de la olvidada Lady Chatterley (Pascale Ferran, 2006).

Ricardo Adalia Martín.

Los (árboles) ilusos

Todas las historias de la humanidad son historias de colonización: la base del mundo son los pueblos y estos, para llegar a constituirse como tales, han necesitado de un espacio en el que habitar. Pese a lo que tiene de inherente a la condición humana, esta palabra hoy en día sigue teniendo una connotación negativa. Cuando la escuchamos, inmediatamente la entendemos como la forma de dominación de un país o territorio por parte de otro, de manera violenta o por lo menos poco pacífica. Desde la Edad Antigua a la Contemporánea, de América a Asia, son miles los ejemplos que podríamos poner sobre esta acepción de la palabra. Sin embargo, no debemos olvidar que también dispone de otra un poco más amable, propia de la biogeografía, que hace referencia a la preocupación por las formas de distribución de las especies en un espacio y la relación que mantienen con su ambiente y los seres vivos que las rodean. LEJOS DEL MIEDO. TRANSIT: CINE Y OTROS DESVIOS.

Carta a Alain Resnais

Querido Alain,

Esta carta, en realidad, es una forma de redención personal porque no tuve el valor suficiente para enviártela cuando tuve que hacerlo, hace algunos años, cuando Pedro me pasó Las malas hierbas (2009) y quedé fascinado por la manera en que utilizaste la palabra “Fin”. Mis pensamientos estuvieron ocupados durante bastantes días, hasta que por fín (valga la redundancia) pude plasmarlos sobre un papel. Te diré que después de muchos meses he vuelto a escribir una carta a un director que admiro para compartir mis impresiones sobre una película que me ha atravesado. Ya tenía decidido no seguir haciéndolo, después de haber escrito unas cuantas (también a actores) y no haber obtenido una respuesta de ninguno de ellos. Con ellas pretendía, gracias al formato epistolar, entablar un diálogo productivo que consiguiera crear un vínculo más allá de las películas. ¿Para que sirve el cine sino? Pero dejemos al lado este pequeño detalle que ya no tiene importancia. Desde luego que me parece paradójico que, precisamente hoy, haya decidido que seguiré enviándolas. D.E.P. Alain Resnais.

Estarás conmigo en que cuando entramos a una sala de cine disponemos de una única certeza: la película que veremos finalizará en un momento dado. Después del tiempo de la ficción podremos regresar a la realidad como si no hubiera pasado nada. Sobre ella se sustenta la complicidad entre director y espectadores gracias a un mecanismo que solapa la narración de una historia con la temporalidad de la película que la despliega. Pero, ¿las historias puestas en imágenes terminan realmente con el último fotograma del film? Durante el clasicismo, Hollywood utilizó Fin o The end para ahorrar la incomoda duda a aquellos que acudían a soñar a una sala de cine. La palabra aparecía para construir la sincronía entre todos los tiempos. A fuerza de repetir el sistema, consiguió que se firmara un contrato tácito con el resto de eras del cine. De este modo, hoy en día ya no es necesario que aparezca dicha palabra para tomar conciencia de que las historias acaban con el último plano de una película. Plano, porque al contrario de lo que era costumbre durante ese clasicismo, los títulos de crédito comenzaron a insertarse tras ese Fin o la última de las imágenes con función puramente narrativa.

Pero, ¿qué ocurre cuando esa palabra aparece sobre impresionada cuando todavía quedan veinte minutos de metraje? ¿Qué ocurre cuando se imprime sobre la espalda de Georges (André Dussollier) en el momento en que besa a Marguerite (Sabine Azéma) en Las malas hierbas? Las historias no finalizan con la desaparición de las imágenes, ni siquiera siendo forzadas por una palabra que intenta su clausura. Sabemos que continua disponibles para el resto de los tiempos. En realidad, los hemos sabido siempre aunque hayamos hecho como si no lo supiéramos. ¿Qué espectador, desde 1895 hasta fecha de hoy, no ha pensado en lo que ha visto cuando sale de la sala del cine? La problemática de esta disyunción fue estudiada ampliamente durante la modernidad. El propio Alain Resnais intentó rastrear a donde van a parar todas esas historias después de su muerte en filmes como en Je t’aime je t’aime (1968) o El amor ha muerto (1983)

La aparición de la palabra Fin solía coincidir con el primer beso de una pareja. Su devaneo amoroso discurría entre los intersticios que dejaban cada uno de los géneros tomados como soporte durante ese clasicismo al que estamos haciendo referencia. La unión de los amantes venía a certificar un compromiso que quedaba fuera de campo, fuera de la historia. El beso era el principio de una felicidad que no podría ser representada. La modernidad y todo lo que ha venido a continuación, no han querido retomar esas historias y han centrado sus narraciones en la melancólica imposibilidad del amor o la incomunicación de pareja. Por lo tanto, se puede afirmar que la felicidad no tiene historia: sería insoportable mirar durante noventa minutos algo que, normalmente, aparece de forma esporádica, como un destello fugaz. Sin embargo, el cine, con este desprecio se ha traicionado a sí mismo porque el secreto de su éxito es algo parecido a «mantener una nota o un acorde y hacerlo pasar por música»

En la superposición de Fin y el beso que tiene lugar en Las malas hierbas, todavía queda un invitado por señalar: la famosa música de la Metro que da pie a la aparición del león rugiendo en su logotipo, y que suena mientras dura dicho beso. De esta manera, lo que en otro tiempo fueron los signos recurrentes para marcar principio y final de una película, ahora quedan solapados en cualquier parte de en medio. Suspendidos en un instante de indefinición donde parece que todavía no hemos visto nada o que ya lo hayamos visto todo, donde todo va a terminar o a comenzar de nuevo. Un instante, en realidad, completamente intercambiable por cualquiera en los que componen  el resto del film: en todos ellos tenemos la sensación de que Georges puede dejar definitivamente a su mujer o volver tener una relación pasional con ella. O que Marguerite va cambiar su relación lesbica con su compañera dentista, por una heterosexual con Georges.

La sensación no es nueva, incluso puede que demasiado contemporánea: es la que exponen brillantemente L’aponollide (Bertrand Bonello, 2011) o The Turín horse (Bela Tarr, 2011). En la primera, el burdel camina hacia su cierre definitivo mientras las prostitutas lo hacen hacia su liberación. En la segunda, el Apocalipsis total parece que va conseguir que la pareja protagonista abandone la casa donde habitan en soledad. En Las malas hierbas esa tensión la revela la escena final, cuando el triangulo amoroso vuela hacia la muerte mientras el amor está naciendo de nuevo. ¿De quién hacia quien? Entonces aparece otra historia, de una niña que nada tiene que ver con la que hemos visto hasta entonces. Y después otro Fin impreso sobre el negro de los títulos de crédito. ¿Cuál de las dos palabras es el falso culpable? ¿Cuál de las dos historias es la falsa culpable?

En el amor todos somos principiantes.

Ventura.