Dos o tres cosas que se de él. Lo que queda de Nicholas Ray.

Mientras escribía el texto que forma parte del excelente volumen dedicado al cine y la figura de Nick Ray publicado por Shangrila en el centenario de su nacimiento, dudaba de si sería pertinente ofrecer un suplemento gráfico que ilustrará la idea sobre la que tratan de bailar cada una de las palabras. Finalmente, seis meses después de haberle puesto su punto final, y con el volumen ya a la venta, he decidido presentar esta pequeña asociación con algunas de las imágenes que tomé como punto de partida porque no me las puedo quitar de la cabeza. ¿Cómo podré olvidarlas? ¿Por qué a día de hoy siguen apareciendo como una figura fantasmal en muchas de las películas que veo por primera vez? Repaso el texto y me topo con un frase Godard «Nos quedamos si en el contracampo, sin un verdadero retorno». ¿Por qué siguen estando ahí a pesar de que ha desaparecido el mecanismo que las hacía volver?

The Lusty Men (Nicholas Ray, 1952)

On Dangerous Ground (Nicholas Ray, 1952)

Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954)

Permanent Vacation (Jim Jarmusch, 1980)

Lightning Over Water (Nicholas Ray, Wim Wenders, 1980)

JLG/JLG – autoportrait de décembre (Jean-Luc Godard, 1994)

Liverpool (Lisando Alonso, 2008)

Ne change rien (Pedro Costa, 2009)

Film Socialisme (Jean-Luc Godard, 2010)


Revista El rayo verde

El rayo verde nació en 2007 con la vocación de servir como complemento a la programación del Cine Club Calle Mayor.  Pero una vez alcanzada su quinta entrega pretende expandirse hasta encontrar una identidad que logre englobar dentro de sus páginas un panorama cinematográfico más amplio. Además de en versión electrónica puede conseguirse gratuitamente impresa en papel a través de la dirección revistaelrayoverde@hotmail.com.

Mutilaciones digitales. El cine “noughties” de Pedro Costa.

Un tipo negro mira ensimismado hacia una pared pulcramente blanqueada. Está observando una grieta que la atraviesa de lado a lado y que solo él parece ver. Se llama Ventura y hace algunos años, cuando trabajaba como albañil antes de que una enfermedad le obligara a jubilarse, la levantó con sus propias manos. Para cualquiera esa fisura sería invisible,  pero para su honor de artesano es algo más que el moratón del irremediable paso del tiempo.

Pedro Costa también es un artesano aunque en los últimos años la crítica le haya convertido en un autor. Por eso filma esta escena de Juventud en Marcha (2006) con el mismo detenimiento con que Ventura mira a su pared. Escruta las grietas de una presencia física portentosa alargando la escena durante un par de minutos. No hay prisa. Espera el momento en que a su hierático protagonista se le escape un gesto, un movimiento capaz de liberar alguna idea acerca de lo que piensa. El registro utilizado parece documental, pero cuando el espacio se queda vacío, cuando Ventura desaparece de la escena y pervive la sensación de que quizás no volvamos a verle sobre un plano que ha quedado ausente, el tiempo comienza a engordar hasta hacerse demasiado pesado. Un corte de montaje se convierte en algo más que un anhelo para el espectador y la desesperación óptica se siente como un mal físico. Estamos colocados sobre el tiempo de película y comenzamos a apreciar las dimensiones de la grieta a la que miraba Ventura. Entonces el corte deseado aparece y c nos sorprende. La escena misteriosa da paso a la siguiente, pero en esencia no parece haber cambiado nada.

Corte 1. Espacios poblados.

Como la pared de Ventura, la filmografía de Pedro Costa está atravesada por una falla que la divide en dos partes perfectamente diferenciadas. Alrededor del año 2000, después de rodar O sangue (1989), Casa de Lava (1994) y Ossos (1997), y de gozar de cierto reconocimiento en festivales internacionales, decide dar un cambio radical a la concepción de su cine impulsado por un problema de conciencia. Sus palabras son lo suficientemente elocuentes: “Ossos funcionó muy bien, era una película culta, a la moda, todo el mundo hablaba de ella. Pasó por todos los festivales. Triunfó en Venecia. Paulo (su productor) me dijo «La siguiente va a ser increíble». Me asusté mucho porque me vi haciendo un Ossos aún más estilizado, o menos…, o más. […] No estaba contento del éxito de Ossos, digería mal todos los debates a los que iba, aquí, en Paris, y por todos lados. Había algo que no pasaba. Es una historia bastante incompleta y bastante cobarde, porque está protegida por el cine, por el equipo de producción. No afrontaba la realidad” [1]

Efectivamente, su cine había discurrido bajo los patrones de cierto concepto cinematográfico muy europeo situado dentro de las coordenadas estéticas de la frontalidad y el distanciamiento formal, que al mismo tiempo proyecta una mirada abnegada, melancólica y complaciente hacia aquello que mira. Las buenas intenciones de una conciencia social ya no bastaban para retratar la historia de una enfermera que acude a Cabo Verde para cuidar a uno de su pacientes que habían sido deportado en Casa de Lava, o al joven drogadicto que pretende vender a su hijo recién nacido en Ossos porque no sabe qué hacer con él. Seguir acercándose de esta manera – como continua haciendose habitualmente en cine más social –, con un gran equipo de producción a un grupo humano excluido o a un espacio reducido a sus ruinas, por lo menos se puede calificar de hipócrita. Porque en esencia, ese ejercicio en que cada una de las dos partes implicadas no parte de la posición, no hace más que alimentar la desigualdad a través de las imágenes.

A partir de esa toma de conciencia el nuevo “sistema Costa” toma impulso, paradójicamente, de una metodología utilizada por una industria tan desmesurada y megalómana como la que gobernaba al mítico sistema de estudios del Hollywood más clásico. Solo que ahora de manera actualizada, reducida a una sola persona. A la del propio Pedro Costa, equipado con una pequeña cámara miniDV, un foco artesanal y un cuaderno de script. Con esas pocas provisiones se adentró en el barrio marginal de Fontainhas para hacer de y en él su propio estudio de rodaje. Tanto en el Hollywood clásico como en su “Hollywood” particular, el dinero no es la variable sobre la que operan las imágenes. Bien sea por exceso o por defecto, este “factor” se disuelve para dejar paso al espíritu, a las ganas de sacar adelante a un proyecto en común, y en el que todo aquel que participa está – o en teoría debe estar – implicado. He aquí el concepto más cercano a lo artesanal.

Costa ya había estado en Fontainhas para rodar Ossos, pero en su regreso trataba de explorar el barrio buscando todo aquello que había sido incapaz de ver algunos años antes. En ese espacio ruinoso, abandonado a su suerte, donde las drogas devastan a casi todos los que todavía viven allí, Costa encuentra a su particular star system: Vanda Duarte y Ventura. Presencias físicas que enraizan con los arquetipos clásicos de una Joan Crawford o un John Wayne. Pero la pátina que recubre su amargura deviene y trasforma en una realidad difícil de mirar. Vanda vive enganchanda a la drogas y únicamente se dedica a “asesorar” a todo aquel que pasa por la habitación que da título a No cuarto de Vanda (2000). Por el contrario, Ventura se mueve muchísimo en Juventud en Marcha. Vaga todo el día buscando a los hijos que se inventa para calmar la melancolía por una vida dividida, entre su Cabo Verde natal y el espacio espectral por el que transita.

A primera vista podría pensarse que estamos ante un nuevo acercamiento a la miseria del mundo, a uno de esos reflejos incómodos de lo que escondemos bajo la alfombra. En el registro aparentemente documental utilizado para su empresa da la impresión de que Costa trata de presentar la desgracia en todo su esplendor justificado, además, la necesidad de acercarla. Nos equivocaríamos de medio a medio. Su cine no trata de rastrear psicológicamente las causas que han precipitado una situación que a los ojos del espectador acomodado siempre es escandalosa. Todo lo contrario. Su tentativa no escatima esfuerzos para mostrar lo que puede un cuerpo reducido a una forma de vida. Sus imágenes low cost registradas con una cámara domestica, se equiparan a los cuerpos en un régimen de calidad similar para ver lo que pueden a partir de ese momento con ayuda de la ficción que interpretan y les apoya. Son cuerpos ruinosos, devastados por las drogas, por el paso del tiempo, por el trabajo. Las imágenes de Costa recogen las potencialidades de lo que queda de ellos. No hay nostalgia, ni lastima, ni complacencia: Solo dignidad. Dignidad estética.

Corte 2. Ne change rien.

Seguramente que si Ne change Rien (2009) ha sido la primera película de Pedro Costa que has visto, te estarás preguntado que tiene todo esto que ver con una actriz tan “pija” como Jeanne Balibar intentado interpretar todo aquello que se le ponga por delante. Debemos acudir al imperativo al que hace referencia el título del film, “No cambiar nada para que todo sea diferente”, tomado de un sampler de Histoire(s) du cinéma (Jean-Luc Godard, 1988-1998) para encontrar la repuesta al impulso que mueve todo el cine de la “nueva” era digital de Costa: El de los cuerpos tratando de acoplarse a un ritmo; de la música, de la vida, de la ficción, de las imágenes. Porque el cine del director portugués se sitúa a la distancia justa de las dos instancias entre las que se debaten los cuerpos. Entre su propia vida y las ficciones que las rodean. Cada una con su tiempo, con sus cadencias, con sus movimientos invisibles. ¿Cómo acceder a cada una de ellas una vez que las fronteras se han difuminado? Tal es el secreto y la fascinación del cine de Costa, que algunas veces nos parece el documental de una ficción y otras una ficción documentada. Pero este debate debería ser considerado ya como poco interesante aunque siga vigente desde que Juventud en Marcha pasara por Cannes en el año 2006 creando uno de los mayores debates contemporáneos alrededor de un régimen estético y descubriendo para el mundo la filmografía del director portugués. Sin embargo, en algo se ponían de acuerdo tanto los admiradores como los detractores de la película: aquellas imágenes, pese a su precariedad, emanaban una fuerza especial y disponían de una personalidad propia.

Costa, criado cinematográficamente en la filmoteca de Lisboa dirigida por el hoy fallecido João Bénard da Costa, vio y vivió intensamente las imágenes de John Ford, Raoul Walsh, Yasujiro Ozu, Jacques Tourneur, Charles Chaplin o Ernst Lubitsch. Porque es en la vivencia profunda, en la interiorización de un concepto que se actualiza a través de un cuerpo y su memoria, cuando las imágenes vuelven a la realidad cobrando un nuevo aliento, un nuevo impulso capaz de golpear ferozmente a cada retina. Por eso en las imágenes de Costa reconocemos muchos gestos cinematográficos reducidos a su esencialidad: un cuerpo derrumbado, el umbral de una puerta, una mano que reconforta. Filmados, además, en un escorzo puramente artístico. En lo que Mónica Muñoz Marinero llama puesta en escena esquinada [2]. Porque el cine de Costa huye de la frontalidad europea a lo Michael Haneke que se aleja de aquello que quiere representar como una realidad total. Solo el esbozo se muestra como el campo abierto donde la imaginación devuelve una nueva operatibilidad a las imágenes y a los cuerpos.

Las imágenes de Ne change rien llevan hasta el extremo el concepto. Del rostro de Jeanne Balibar emerge su voz intentando acoplarse tanto al ritmo de una opereta como de una canción pop y de una banda sonora western. Costa acompaña el vaivén genérico con uno temporal, confiriendo a las imágenes la categoría de autónomas. De esta manera heredan parte de ese misterio característico de las de, por ejemplo, un Tourneur. Envuelve, en consecuencia, a Balibar en una zona de incertidumbre dibujada por el claroscuro de un precioso blanco y negro. ¿Volveremos a verla en la siguiente escena? La amenaza también estaba presente en el color de sus dos películas anteriores. Vanda camina en el alambre resistiendo a una sobredosis, y la melancolía que embarga a Ventura, y que le hace reescribir una carta de amor a alguien que dejó en Cabo Verde antes de emigrar a la tierra de las promesas, nos hace dudar de que un corte de montaje le haga desaparecer para siempre. ¿Serán capaces de sobrevivir a la ficción que les relaciona con un espacio y su propia vida? El corte se convierte entonces en la amenaza fantasma de una vida en el abismo, misteriosa, sostenida por alfileres, pero que pese a todo lucha contra su propia desaparición.

Corte 3. ¡Corten!

Jamás se volverá a oír la palabra que titula este epígrafe en un rodaje de Pedro Costa. Al igual que la empresa en la que coloca a sus personajes, lleva a cabo un ejercicio reciproco intentado encontrar el ritmo de la vida con sus ficciones. Su cámara registra continuamente hasta que las baterías se agotan y no queda más remedio que parar el rodaje. Solo en el montaje, con sus propias manos siguiendo la idea de Godard, encontrará el sentido de sus películas.

Jamás ha intentando rodar un documental en el sentido estricto del término, exceptuando ¿Dónde yace tu sonrisa escondida? (2001). Un capitulo para la serie Cineastas de nuestro tiempo en el que pretendía enseñar de manera didáctica la complejidad de sus admirados Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. Esta pareja de cineastas debate calurosamente delante de una mesa de montaje mientras trabaja en la tercera versión de Sicilia! (1999) – para el que firma este texto su mejor película. Costa se agazapa en el rincón de una habitación sumergida en la penumbra que requiere ese trabajo, y su cámara permanece atenta a la impagable reflexión sobre la importancia de efectuar un corte un fotograma antes o después. El valor de “la cuestión Straub” desarrollada desde Dalla nube a la resistencia (1979) no reside en donde cortar sino en por qué cortar. Como alumno aventajado, Costa ha prolongado lo aprendido en todos sus trabajos digitales filmados a partir del año 2000.  En los que ese corte se ha revelado como una cuestión tan vital como social y política. Porque con su aparición desautoriza a documental y ficción para otorgar al tiempo la responsabilidad de operar en la figuración de lo real. En un mundo sobre-representado el valor añadido de una imagen estriba en lo que pueden pervivir en el tiempo. Sus imágenes se convierten entonces en una forma de resistencia a la lógica del espectáculo. Su tiempo pesa hasta que se trabajan a partir de su vivencia verdadera. Porque para un espectador, una imagen vivida es una imagen trabajada. Como la de un tipo negro que mira ensimismado hacia una pared pulcramente blanqueada.


[1] Un mirlo dorado, un ramo de flores y una cuchara de plata. Libro incluido en el cofre dedicado a Pedro Costa editado por Intermedio que contiene todas las películas de esta etapa digital en la que nos hemos detenido.

[2] http://contrapicado.net/old/panoramica.php?id=276

Noughties. Termino acuñado por la BBC para denominar a la década 2000-2009 “sin nombre”.

Ricardo Adalia Martín.

Número 5: http://issuu.com/rayoverde/docs/rayoverde5

Carta a Alex Descas

Querido Alex,

Te he conocido gracias a Pedro Costa y su buena costumbre de pasarme las películas más interesantes del panorama cinematográfico contemporáneo. Tengo que admitir que de no haber compartido conmigo 35 Rhums (2008) seguiría sin saber nada de ti a pesar de que tu carrera como actor se prolongue a lo largo de más de 20 años y de que hayas trabajado con algunos de los cineastas más representativos e importantes del viejo continente. Las imágenes del trabajo de Claire Denis han producido en mi cuerpo sensaciones tan extrañas, que he sentido la necesidad de ponerme en contacto contigo para intentar trasmitírtelas.

Salvando nuestro evidente parecido físico, he creído reconocerme en la expresión de tu rostro, en la quietud de tus movimientos, en la dignidad de tus posturas corporales. No podemos negarlo Alex, nuestro cuerpo fascina tanto que ha acabado por convertirse en un mero objeto que ensimisma por igual a la cámara de Pedro y Claire. Aunque sus estrategias en la forma de escrutarle sean tan distintas como los resultados que pretenden obtener con ello. Mientras que Pedro demuestra su obsesión por el movimiento de la totalidad de mi cuerpo dentro de un espacio con el que me mantengo en tensión, Claire se empeña en cercenar el tuyo en partes que dan la sensación de funcionar de forma autónoma. Mi cuerpo se convierte entonces, de manera análoga al de mi hija Vanda degradado por la heroína, en ejemplo encarnado de la imposibilidad de adecuación a un mundo sumido en una constante actualización. Me refiero a ese devenir en busca de un horizonte de imágenes tan ideales como los muros de los edificios de nueva construcción de Fonthainas.  Por el contrario, Claire Denis considera que ese horizonte no solo se ha alcanzado, sino que además se ha instalado plenamente en cada cuerpo. Despegar cada imagen como si fueran pegatinas se convierte en una tarea que solo puede llevar a cabo su cámara, decostruyendo un cuerpo que ya clamó en los protagonistas de sus películas que te precedieron con los cortes en su propia carne y la sangre que brotaba de sus heridas. Que en su fondo viene a ser una búsqueda incansable por encontrar un modo de separarse de todo aquello que entorpece la vida. Como esa relación infinita con tu hija en 35 Ruhms o con tu mujer de la que se supone que ya te has divorciado. Una relación que por otra parte miro con mucha envidia, ya que desde hace muchos años trato de reunirme con el amor que dejé en Cabo Verde y con los hijos que he ido desperdigando por el barrio en el que nunca llegaré a integrarme.

Más allá de nuestros problemas con las mujeres, creo que nuestra presencia en las pantallas dentro del tiempo en que nos ha tocado interpretar puede estar teniendo una importancia mayor de la que podamos llegar a imaginar. Después de que Pedro señalara en más de una entrevista que mis raíces emergen de ese tremendo desarraigo que vivieron algunos de los mejores personajes interpretado por Jonh Wayne, se ha prologando la idea hasta llegar a equiparar mi figura con la de algunos personajes fordianos, hasta llegar a reducirla a la mera analogía de la apariencia física del Woody Strode de El sargento negro (1960). Y seguramente que en ello exista mucha verdad, puesto que ese desarraigo siempre le he sentido muy cercano. Con todo esto en la cabeza, y mientras descubría tu interpretación, se me ocurrió que, dado nuestro parecido físico,  nuestras figuras se estarían erigiendo como una nueva vía actoral dentro del cine europeo; nuestra tremenda presencia física se ha convertido en un nuevo referente que ha conseguido sostener el agotamiento y la desganada de los intentos de relatar una historia fragmentada. Como puedes imaginar, resulta más que paradójico que dos de los renovadores del cine social del viejo continente nos utilicen como remiscencia de ese clasicismo del tiempo de los actores. Y iendo todavía más allá, me atrevería a decir que nos estamos convirtiendo en algo parecido a lo que supusieron John Wayne y Robert Mitchum. Por su integridad, por su coherencia, por la fuerza transmitida en cada uno de sus gestos.

La paradoja aflora cuando echamos un vistazo al continente cinematográfico que tenemos enfrente. No podemos negar que la polaridad entre EE. UU y Europa sigue siendo el baremo con que medir las fuerzas de las demás cinematografías. Por eso resulta más que llamativo lo que parece ser una inversión de los modelos de masculinidad en la pantalla. James Gray dejo ver sus intenciones en La noche es nuestra (2007) y logró materializarlas con las lágrimas de Joaquín Fénix en Two Lovers (2008). El rostro triste y la mirada vidriosa de Leonardo Dicaprio en Shutter Island (2010) y Origen (2010) parecían poner fin a un contagio que ha terminado extendiendose hasta el modelo de masculinidad hipermusculuso de Los mercenarios (2010). El hombre, en cada una de ellas, aparece representado en la figura de un personaje débil, atormentando por un pasado todavía sensible en el que la ausencia de una mujer le ha dejado instalado en una especie de cansancio vital del que solo podrá salir con la aparición de otra mujer en el horizonte.

No cabe duda que nos encontramos ante el una figura del héroe postromántico europeo. Héroes agotados en su tarea, presentados como victimas emocionales, y que con su nueva condición vienen poner en crisis las bases de la virilidad férreamente construida desde mucho tiempo atrás por el sistema de estudios que amparan sus propuestas. Pero la diferencia con sus antepasados cinematográficos es tan pequeña como sutil; mientras que, por ejemplo, un arquetipo hitchcockiano describía un trayecto de mujer a mujer hasta completar su deseo, los nuevos modelos deben partir de un encontronazo doloroso para arrancar hacia la búsqueda de su particular Ariadna. Por tanto, las mujeres ya no aparecen en pantalla como ese fin, como objeto de deseo al que debía aspirar todo hombre, sino como el medio con que satisfacer aquello que se sabe quedará insatisfecho. Este nuevo trayecto de mujer a mujer ejemplifica la operación económica puesta en juego en cualquier ejercicio de memoria; de lo que se trata es de construir orígenes del dolor allí donde es imposible fijarlos posponiendo su sutura en el (re)recorrido del trayecto de una ausencia permanentemente rememorada.


Cuando yo escribo la misma carta de amor a mi amada no trato de reencontrarme con mi pasado para prolongarle de manera satisfactoria, sino para acabar de una vez por todas con la imagen que me empuja a tratar de solventarle mediante sus pequeñas copias depositadas en Vanda y en cada uno de sus hermanos desperdigados por Fonthainas. Cuando tú tratas de separarte de tu hija, a pesar del poderoso vínculo afectivo que os une, escoges la dirección contraria para la misma tarea. De esta manera, podemos entender que la cámara impasible con que me escruta Pedro funciona sacudiendo la uniformidad de la imagen, mientras que la selección made in Denis opera realmente reconstruyendo un cuerpo a partir de la relación con la copia. Como no podía ser de otra manera, las dos propuestas, y cada una a su modo,  cumplen con el movimiento en falso que debe desplegar toda película que pretenda ser considerada como arte cinematográfico.

La legitimación de cada discurso se encuentra entonces en las singularidades de su contrario, en esos (nuestros) cuerpos políticos convertidos en punto de referencia de una nueva construcción ética. EE. UU (Hollywood) resucita la psicología para concretar los puntos de acceso a una imagen abierta en canal conscientemente que debe ser recorrida siguiendo las pistas dispersas en una especie de laberinto transparente. Europa mientras tanto se mueve entre los huecos de los diferentes palimsestos que se ha impuesto tratando de encontrar una imagen única a la que someterse. Sin embargo, de cada una de estas operaciones puestas en práctica  emana una misma nostalgia de rencuentro con su figura liberada y adoptada por el contrario.  El espacio que las separa es eso que todavía llamamos amor, en el que se continua imponiendo la confrontación exclusiva de dos posturas de representación diferentes, en las que resulta imposible reconocerse debido a una proyección de imágenes de cada figura a partir de la imagen asumida de su contrario en la que, además, buscan y encuentran un refugio a modo de coartada operacional. ¿Cómo hacer entonces? ¿Cómo moverse por ese territorio completamente abierto pero sometido a tensiones que suspenden su operatibilidad destruyendo la diferencia con la integración del otro en cada uno de los espacios irreductibles donde tradicionalmente se gestionó el desencuentro conceptual? ¿Cómo tomar posición cuando aspiramos a ver siempre lo mismo pero con diferentes prismas?

Mientras esperamos a que alguien se anime a dar alguna respuesta, deberíamos quedar para tomar unos tragos.

Ventura.

Ne change rien (Pedro Costa, 2009)

Torturas

La obra de arte se ha liberado de la muerte por el acto de resistencia prodigado por Gilles Deleuze. Serge Daney también defendió que dos de los más grandes cineastas, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, fundamentaron su cine en una manera de resistencia. Pedro Costa, en la filiación de una cierta tradición de arte, llega en Ne change rien con una película que lucha en todo momento contra la representación acordada en el arte musical, contra la insólita idea de que el cine es música, contra la exaltación eufórica de las canciones. Cine de oposición, no es menos un cine de cabeza que conduce a la idea irreductible de que las películas más modestas pueden todavía considerarse un lugar en el que el hombre se encuentre consigo mismo dentro del mismo escenario. En Ne change rien Pedro Costa filma a su amiga Jeanne Balibar en su trabajo como cantante después de filmar a Straub/Huillet, otra vez más sobre la invención de la creación artística.

Ir al cine hoy en día sigue siendo un extraño milagro. ¿Qué hacemos? Compramos una entrada que nos da derecho a instalarnos en una butaca y ver, entender, pensar o sentir la danza motivada por las sombras sobre una pantalla en blanco. El dispositivo cinematográfico que consiste en dar brillo a las ilusiones mantiene la distancia con las ilusiones y con su propia extrañeza. El último film de Pedro Costa refuerza esta sensación increíble de asistir a una experiencia insólita. Comenzamos viendo a una tropa de fantasmas bajo un dosel de luces dispersas; unas manchas oscuras y unos focos luminosos esbozan los contornos de unos músicos y de la cantante y actriz Jeanne Balibar en concierto. Todo está aquí, como una imagen, reducido en un solo plano: No cambia nada, la historia de Pedro Costa y la de la troupe de músicos será la misma que la de las sombras que trabajan en explosión de luz que irradian los cuerpos, como las obras que ellos fabrican. La ficción partirá, felizmente, sobre la eclosión de la oscuridad de una obra artística, a fuerza del trabajo y la repetición. A raíz de este primer planteamiento inicial en el que se ensaya una canción titulada Tortura, Costa filma de cerca el rostro de la cantante Jeanne Balibar en el estudio de grabación. El escenario está listo, los personajes están presentados; como en el teatro clásico, como en la tragedia griega, todos los personajes están introducidos antes de romper el hilo de la historia. La gran contemporaneidad del cine de Pedro Costa no es reducible a una cierta tradición narrativa, mediante la inversión de toda la historicidad teleológica y progresista del cine. Lo que importa no es aquí, como en Cameron (puesto que el nunca está de actualidad), inscribir su obra dentro de un testamento, a menudo vano, sino que las innovaciones dan aquí una sensación de presencia, después de un tiempo recluido en el campo del documental, como algunos han querido ver después de No quarto de Vanda. Pedro Costa ha dicho varias veces que detesta el documental, sus películas se ajustan plenamente con el régimen de ficción, con lo que el pretende y ha dado forma. Ne change rien no es una excepción.

Introducida en los primeros planos, la ficción puede revelar su contenido. Su naturaleza es doble. Mientras anuncia su desinterés por el documental, Pedro Costa trabaja un cine donde la calidad magistral se consigue al combinar en un mismo cuerpo los huesos del documental con la carne de la ficción. Espigando momentos del presente de Jeanne Balibar, Pedro Costa con su montadora Patricia Saramago, articulan y organizan su propio camino para desarrollar una ficción. La naturaleza de esta ficción es ambivalente, ya que puede leerse desde la perspectiva del documental (la creación artística, ¿se consigue con el agotamiento del trabajo?) como a través de la intriga que establecen las letras de las canciones. Amigo de Jacques Rivette, Costa, más que nunca, dice: “todo film es un documental sobre su propia creación”. En el orden de la ficción, Ne change rien dispone  de las canciones para formar su línea narrativa, destacando al mismo tiempo un retrato erótico de Jeanne Balibar. Los dos primeros planos que filma Pedro Costa muestran la sensualidad de la actriz, su pelo ondulado, la caricia de sus labios en el micrófono, su mirada de “mujer fatal”, la pose lánguida con que susurra la letra de su canción Johnny Guitar, todo contribuye a la creación de un ídolo divino. Como en su Trilogía de Fontainhas (Ossos, No quarto da Vanda y Juventud en marcha), Pedro Costa atribuye a las bagatelas la semblanza de cosas nobles. En esa Trilogía ya era fácil percibir en los cuerpos de los emigrantes caboverdianos las figuras de Rembrandt o en las caras de las hermanas Duarte, retratos a lo Vermeer. En Ne change rien son las pinturas del Caravaggio las que recuerdan las apariciones de Jeanne Balibar y sus músicos. Reconocemos perfectamente eso que Adrian Martin llama, a propósito de la última película de Costa, “blancos que queman, negros que devoran”, esa pasión por la carnalidad de los cuerpos y por la exaltación estética de las figuras.

El encanto del primer tramo de la película proviene del uso de un blanco y negro tenebroso, un suave trabajo de calibración, similar al trabajo de William Lubtchansky para Philippe Garrel, ese blanco y negro carbonoso que baña los rostros y los cuerpos y traza una sombra que los camufla. Ese blanco lechoso, irisado que surge de la oscuridad, no es tanto por la evanescencia de un cuerpo recién lavado en la pantalla que por el resultado de un trabajo de iluminación. Si Jeanne Balibar parece tan espléndida ante la cámara de Pedro Costa, al punto de alcanzar la belleza de una Gene Tierney, es gracias a la paciencia y al mimo con los que Costa la filma. El camino recorrido en la película discurre entre una oscuridad casi total de la secuencia inicial hasta finalizar en una última secuencia, en la que aparece una muy pálida luz. Entre esos dos momentos, todo el film es una continua progresión lumínica. Esta visibilidad progresiva del cuerpo de Balibar no es nunca forzada, sino que parece como una progresión en su método de trabajo, un trabajo que aquí se nos antoja como una necesidad vital. Por ese motivo, Costa repite y repite secuencias que surgen por la propia ética de la calidad del trabajo. Ne change rien responde a la idea de que lo más importante de una obra de calidad no es el prestigio que consiga sino el proceso de trabajo que se ha llevado a cabo. De las canciones de Jeanne Balibar no sabremos nada en la película, únicamente lo que las precede (las repeticiones y los arreglos) y lo que las sigue (los conciertos). Lo mismo pasa en las escenas de su trabajo para Le Périchole de Offenbach, donde Costa no nos muestra nada, relegándolo todo al fuera de campo, pero cuando Jeanne Balibar ensaya con su profesora de canto, Costa se detiene en su rostro, a veces exasperado de tanto repetir, fijándolo en el centro del plano.

Una de las grandes influencias del método de  Pedro Costa no proviene de Ford, Tourneur o Straub (a los que continuamente menciona) sino del Yasujiro Ozu que estaba convencido de que “una mesa y tres personajes hacen una película”. Ne change rien, como siempre en Costa, construye un espacio en el que todos habitan todos los personajes. Los encuadres y los raccords entre ellos invierten tres espacios: el escenario (el que abre el film y regresa en varios encuadres), el lugar de ensayo (el estudio situado en un ático de Sainte-Marie-aux-Mines) y el teatro (en el que se ensaya La Périchole). Entre esos lugares es donde Costa teje el hilo entre sus personajes, por la duración de los planos y por los que allí tiene lugar, se infiltran dos planos irreductibles entre las demás áreas de la historia: el primer plano de Jeanne Balibar en el ensayo de Adelante, adelante, soldado de La Périchole y un plano medio de dos mujeres japonesas en un café de Tokio. El primero, como un gran plano bergmaniano, suspende su conexión con el espacio y el segundo, el que rompe con el resto de la película, al no estar en él presente los músicos, es un claro homenaje a Ozu. Esos dos planos excepcionales funcionan como dos etapas en la progresión de la película hacia el esplendor.

Ne change rien, título incongruente pues todo en la película procede del movimiento, como sucede en la Trilogía de Fontainhas y continúa en ¿Dónde yace tu sonrisa escondida?, aparece como una nueva dirección o un paréntesis (sus próximas películas nos lo dirán) en la que mas que asistir a una desaparición, asistiremos a un nacimiento y a una progresión. Después de haber filmado la desaparición de un barrio, Costa filma la creación de una obra. El gusto por el renacimiento ya estaba en Vanda, Straub, Huillet o Ventura, pero Costa encuentra en Ne change rien su imagen más sensual.

Juan Antonio Miguel.

Carta a Agnès Varda

Querida Agnès:

Aunque no he podio ver toda tu filmografía (cosa que lamento tanto como no estar junto a mi amor), me puedo hacer una idea de la fascinación y amor que sientes hacia los gatos por la forma en que nos haces creer que aparecen en escena de forma casual, filmándoles de una manera similar a como un enamorado mira a su amada sin querer molestarla. Pero lo que siempre me ha resultado asombroso de tu cine es la capacidad que has demostrado para trascender su valor de fetiche hasta conseguir ponerles en forma como un contrapunto a la irrealidad que consigues atrapar de la realidad más pura. Sin embargo, revisando hace poco Cleo de 5 a 7, me he dado cuenta que en aquel trabajo utilizaste a dos gatitos (y su enigmático juego) con una intención diferente a como aparecen en el resto de tu obra. Por eso me he animado a escribirte, esperando obtener tu respuesta sobre si estoy o no equivocado en mi apreciación.

Situémonos en la habitación-loft donde vive Cleo. Acaba de llegar junto con su asistenta. Su futuro ya ha sido revelado con las cartas del tarot. Los dos compositores de sus canciones entran en la escena. Estamos a punto de presenciar el ensayo de la canción que posteriormente se revelará clave para que Cleo se deshaga de la mascara social (peluca incluida) que la amortaja en vida. La distribución espacial gira en torno al piano donde se tocará dicha canción. Los dos compositores y Cleo están junto a él. La asistenta está sentada en un columpio al fondo de la imagen,  y dos gatitos andan a sus anchas por la habitación. Veamos la escena[1].

Resulta evidente la semejanza entre el movimiento de la cámara y del columpio, además de las pequeñas paradas que se van produciendo sobre cada uno de los elementos de la escena. Si intentamos recogerlos en un esquema nos quedaría algo así: Pianista/Cleo-Asistenta-Gatos-Asistenta-Gatos-Cleo-Pianista-Compositor-Pianista-Cleo. En el movimiento que podríamos considerar de vuelta a Cleo, nos llama la atención la desaparición en la imagen de los gatos que hasta ese momento jugaban tranquilamente. Ni aparecen difuminados como la asistenta, ni la cámara hace intención alguna por buscarles. Su ausencia repentina se convierte de este modo en una marca de algo que, como veremos, ha desaparecido a su vez de la imagen.

Si Cleo consigue encontrar en la canción en que desembocará este ensayo la revelación necesaria para impulsar un cambio de vida,  con la oscilación incesante de la cámara pretendes sacudir a la imagen hasta despojarla de todo el barroquismo con el que has envuelto hasta ese momento la vida de Cleo. Pero es que además, las sacudidas de la imagen conseguirán impulsar una reconfiguración en las imágenes del tiempo del cambio de Cleo, que se irán alejando de los lugares comunes de la representación de Paris hasta conducirnos a un lugar fuera de su imaginario. La búsqueda de la esencia como persona de Cleo, es la misma que te pone en marcha para buscar una de las imágenes esenciales (y fundacionales) del cine y que conseguirás encontrar al final del metraje; un hombre, una mujer y el espacio que les separa antes de un beso. Punto en el que por fin Cleo y su imagen confluirán en su misma esencialidad.

Quizás tu gesto no ha sido lo suficientemente estudiado o tenido en cuenta por haberle  ejecutado contra toda la ola en la que te trataban de encasillar. Cuando se estaba convirtiendo en norma dilatar el tiempo de una situación anodina entre dos enamorados en una habitación cualquiera o en un paseo por el Paris más entrañable, tú construirse una película como resistencia  al elogio del tiempo muerto, delimitando una duración en la que volver a restituir su importancia. De 5 a 7. El tiempo en que una persona deberá reconciliarse con su tiempo.

Observaste el peligro que se avecinaba por dilatar el tiempo por el tiempo y acertaste. Porque ahora ese tiempo de espera, de aburrimiento, en el que no pasa nada más que el tiempo se va, se ha convertido en un rasgo de estilo canónico (gracias a las olas) que debe utilizarse para fabricar una buena película de autor. Te enfrentases a la ola tratando de desfetichizar personajes, escenarios, puesta en escena y, sobre todo, reconstruyendo marcos temporales que volvieran a revalorizar el tiempo que a nadie parecía importarle perder. Y nadie te siguió aunque tu  película haya quedado como un monumento.

De esta forma los gatos, o mejor dicho, su ausencia al sustraerles de la imagen, marcaban el acceso a ese tiempo que se escapa de la imagen sin que podamos hacer nada con él. Los gatos conectaban con el tiempo que se nos escapaba a través de las imágenes, de igual forma que la vida se le escapa a Cleo vagando por Paris hasta que su revelación  la lleva a dar un sentido a ese tiempo a través de la búsqueda. O mejor dicho, de organizar el tiempo en un movimiento de búsqueda. De sentido. De búsqueda que es en si misma el sentido.

No sé Agnes, quizás este un poco sugestionado con los gatos y su funcionalidad narrativa porque Pedro me contó ayer porque utilizó su gato en Juventud en Marcha. (De la que soy protagonista). En un momento de su metraje acudo a buscar a mi yerno Gustavo para que venga a comer a casa de mi hija Vanda. Tras salir de su taller, el plano (siempre fijo) se dilata registrando la calle por la que acabamos de desaparecer. En ese momento aparece un gato que cruza el encuadre hasta introducirse en el taller del que acaba de salir Gustavo. Será mejor que lo veamos[2].

Si no conocías la obra de Pedro y te ha sorprendido la escena, te contaré que utiliza insistentemente el plano fijo para apuntalar la realidad de Fontainhas, el barrio en el que vivo y en el que está rodando (o registrando) su últimos trabajos. Se podría decir que desde hace bastante tiempo estamos instalados en el derrumbe perpetuo, tanto físico como humano, y que Pedro utiliza las imágenes para sostener ambas caídas.

Como te decía, ayer me contó que utilizó su gato en esta escena como conexión con un tiempo perdido. No dijo nada más, y no conseguí entender a donde quería llegar con ello. Con Cleo de 5 a 7 he comprendido que Pedro no ha hecho nada más que espigar el tiempo muerto que tú desechaste para recolocarle en un contexto donde es necesario porque en él faltan muchas cosas. El gato que pasa nos conecta con ese tiempo perdido haciéndonos ver la vidas que se mueven por lo que aparentemente está muerto. Ese tiempo muerto, insertado en un espacio donde el tiempo ha quedado suspendido (por no decir muerto) se reactiva para restituir el tiempo capaz de generar las corrientes de vida necesarias para sostener el barrio al completo. Pero solo aquí, en Fontainhas, en un espacio definido, desconectado de la vida, donde el tiempo se detuvo, es donde el tiempo muerto puede fluir libremente, sin escaparse ya a ninguna parte para volver a activar el verdadero tiempo. O lo que es lo mismo, donde el tiempo vuelve a ser el tiempo de un lugar y de las gentes que le habitan.

Sin más me despido, esperando tu respuesta y que nos ayudes, si tienes algún tipo de contacto en alguna distribuidora española, a que algún día podamos ver Les plages d’Agnès en una sala de cine.


[1] En el DVD editado en España por FNAC a partir del minuto 35:25.

[2] En el DVD editado en España por Intermedio a partir del minuto 36:35.

Ventura.